Regestos de entrevistas a migrantes de Europa del Este

December 23, 2017 | Author: Rafael Cortés Valdéz | Category: N/A
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Regestos de entrevistas a migrantes de Europa del Este Nota: estas entrevistas fueron realizadas por María Inés Pacecca entre 1998 y 1999 en el marco de un diagnóstico CAREF – OIM sobre migrantes de Europa del Este.

María y Oleg María y Oleg nacieron en Ivanofrankovsk, cerca de Kiev, Ucrania. María nació en 1977 y Oleg en 1975. En 1997 se casaron, en junio de 1998 llegaron a Buenos Aires y en diciembre de ese mismo año nació Andrés, su primer hijo. Cuando terminó sus estudios en 1995 -incluída una especialización de un año y medio como vendedora- María trabajó de mesera y vendedora, de lunes a sábado, de 8 a 18 hs, por $25 mensuales. Para esta época, alquiló, junto con una amiga, un departamento de 1 ambiente por 10 rublos mensuales. Luego trabajó por cuenta propia, como vendedora de quesos y embutidos en una feria, durante un año. Vendía los productos que le traía un distribuidor y repartían el resultado de la venta a medias. Como promedio, sacaba 15 rublos diarios. Este trabajo lo dejó cuando migró. Oleg terminó el secundario en 1993 y durante unos meses trabajó como tornero en una fábrica. Luego, entre 1993 y 1995 hizo el servicio militar en el Ejército, donde recibía una pequeña paga en rublos. Cuando terminó el servicio militar, y durante unos ocho meses, trabajó como chofer de bus, de 10 a 16, de lunes a viernes, mientras estudiaba ingeniería mecánica. Si bien consideraba que ese trabajo estaba bien pago, lo abandonó porque le resultaba muy complicado continuar con sus estudios. Luego trabajó como vendedor nocturno en un supermercado (de 21 a 7 hs) durante un año. Este trabajo lo pudo articular con los estudios sólo durante un semestre. Renunció hacia mediados de 1998, cuando los trámites para migrar a Argentina comenzaron a exigirle más tiempo. Oleg y María se casaron en octubre de 1997 y se fueron a vivir con la madre y el hermano de Oleg. Todo el dinero que ganaban trabajando iba para comida y ropa; no querían repetir la vida de sus padres, “queríamos tener nuestra propia casa, queríamos más”. No es que en Ucrania faltara trabajo, sino que se pagaba muy mal, y Oleg y María prácticamente no tenían posibilidades de ahorro. Cuando decidieron migrar quisieron ir a Estados Unidos, pero evaluaron que era difícil y caro, y que les demandaría unos 10.000 dólares. Un amigo de Oleg había migrado a la Argentina unos meses antes y había escrito diciendo que tenía trabajo. Averiguaron, y en la embajada argentina en Kiev hicieron los trámites y sacaron la visa. Su idea original era trabajar en Argentina unos 3 años y volverse con suficientes ahorros para comprar una casa. El cálculo que hicieron fue “un departamento en Buenos Aires sale $30.000 y en Ucrania $5000. Entonces, trabajar y ahorrar en Argentina para comprar un departamento en Ucrania debe ser sencillo”. Los pasajes y la documentación de ambos les demandaron $2000. En junio de 1998 llegaron a Buenos Aires con $80 y María embarazada de dos meses.

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Los primeros dos meses vivieron en un hotel del barrio de Congreso, donde pagaban $280 por una habitación en condiciones deplorables. Cuando se les acabó el dinero, el amigo de Oleg que vivía en Buenos Aires los ayudó a pagar el hotel. Entre junio y noviembre de 1998 ninguno de los dos consiguió un trabajo estable: apenas dos semanas de changas de carpintería por las cuales Oleg cobró $150. Puesto que no podían hacer frente a los gastos de vivienda, a fines de agosto de 1998 fueron a la Iglesia Ucraniana de Flores, a ver si podían alojarse allí. Llegaron con 80 centavos “justo para un kilo de mandarinas”. Entre noviembre de 1998 y febrero de 1999 Oleg trabajó como ayudante de construcción, con contrato. Trabajaba de lunes a viernes, y a veces los sábados. Le pagaban $25 por día, que les alcanzaba para los gastos diarios, para viáticos y para los gastos del bebé, que había nacido en diciembre del 98 en el Hospital Rivadavia. Luego, por el diario, consiguió un empleo “más tranquilo”, como vigilador, donde le pagaban $300 por mes. En marzo del 99 lo abandonó porque a través de un amigo que conoció en la Iglesia Ucraniana consiguió un trabajo mejor, como operario en una fábrica de medias en el Gran Buenos Aires. Trabaja sin contrato: de las 30 personas que trabajan ahí (muchos ucranianos y latinoamericanos) nadie lo tiene. Según la producción, le pagan entre $250 y $300 por quincena. A veces pueden ahorrar, y otras veces no. Luego del nacimiento de Andrés, María trabajó dos meses como planchadora en un taller. El trabajo lo consiguió a través de la iglesia ucraniana. Trabajaba de lunes a sábado, unas 10 horas por día, y le pagaban $15 diarios. Como el bebé era muy chiquito, lo llevaba con ella. Finalmente abandonó el trabajo porque se le hacía muy difícil: se enfermaba ella, se enfermaba el bebé... Luego realizó, esporádicamente, trabajos de limpieza por hora, también conseguidos a través de personas de la Iglesia. En diciembre de 1999, María (que pesaba unos 10 kilos menos que en la foto del pasaporte) realmente quería volverse a Ucrania, en tanto que Oleg estaba dispuesto a seguir intentando. A más de un año de estar en Buenos Aires, el castellano de ambos sera aún muy rudimentario, y para las entrevistas el diccionario fue un elemento indispensable. Sin embargo, a pesar de que María dice que vinieron porque “no pensaron en nada” -en el sentido de que no evaluaron con detalle ni sabían realmente qué les esperaba- a fines de 1999 vino un hermano de María, que es marinero de buques pesqueros, según dice sólo porque María escribía y decía que Oleg tenía trabajo. Yuri Yuri nació en 1959 en Zaporozhie, Ucrania. Su padre era ruso y su madre ucraniana. Su padre, ya fallecido, era piloto de avión militar, y su madre, que aún vive, es enfermera. Cuando tenía 8 años y sus padres se divorciaron, él y su madre volvieron a Zaporozhie, donde Yuri realizó todos los estudios. Cuando terminó el secundario en 1976 trabajó como electrotécnico en una fábrica de aparatos eléctricos para la industria, hasta que en 1977 se incorporó al servicio militar en la Marina. Estuvo hasta 1980 como motorista, y viajó por la India, Nepal, el Mar Negro, Irán etc. Como estipendio recibía 9 rublos por mes, que le alcanzaban para cigarrillos y pequeños gastos. Cuando terminó el servicio militar volvió a la fábrica, donde trabajó hasta que inició sus estudios de medicina en 1981. Hasta 1984 se dedicó sólo a estudiar: la universidad le pagaba 40 rublos por mes, y contaba con la ayuda 2

de su mamá, con quien vivía. En 1984 comenzó a trabajar part-time como enfermero. Paralelamente, durante el receso de verano se incorporaba a las brigadas de estudiantes que trabajaban en la construcción en lugares distantes, y trabajó en Siberia por 500 rublos por mes. En 1986 se recibió de médico, y entre 1986 y 1987 fue médico practicante en Melitopol, una ciudad ligada a la producción agrícola, y donde vivían los padres de su esposa, una maestra jardinera con quien se casó en 1986. Entre 1987 y 1989, mientras se capacitaba como cardiólogo, fue médico del policlínico de Meliltopol. En 1989, con su mujer y su hijo, volvió a Zaporozhie a trabajar como cardiólogo, hasta 1991. Para esa fecha, un amigo también médico lo convenció de pasar a una ambulancia y trabajar como emergencista y generalista. Este trabajo lo realizó hasta 1992, fecha en la que se fue a Munich, Alemania, a probar suerte, porque consideraba que la situación política en Ucrania se estaba enrareciendo, y porque si bien tenía trabajo, los sueldos no aumentaban acorde a la inflación, se pagaban con mucho atraso, y había desabastecimiento. Llegó a Alemania con un amigo, entrando en calidad de turista. Vivía en un hogar para refugiados, donde no pagaba alquiler y dos o tres veces por semana le daban una caja con alimentos para prepararse. El primer trabajo que consiguió -mientras se esforzaba por aprender alemán- fue en una empresa de limpieza, donde trabajaba dos horas diarias; después trabajó en un hospital como asistente en un quirófano. Ganaba DM 500 por mes. A fines de 1992, mientras estaba en Alemania, nació su segundo hijo. En febrero de 1994 volvió a Ucrania por varios motivos: porque le era imposible llevar a su familia a Alemania, y quería volver a reunirla; porque en Alemania, si bien no estaba ilegal, tampoco terminaban de documentarlo ni de darle un status claro (incluso intentó sin éxito conseguir status de refugiado); y además porque su madre le dijo que la situación política en Ucrania estaba mejorando, que había habido elecciones y que las cosas iban a cambiar. Visto en retrospectiva, dijo “Mi mamá me mintió”. Cuando volvió a Zaporozhie retomó su trabajo en el hospital como médico clínico y domiciliario, y en la ambulancia, y luego, entre 1996 y 1999 trabajó en otro policlínico, hasta que vino a Argentina. Sin embargo, a su criterio la situación distaba de ser satisfactoria: su sueldo era de 140 rublos, de los cuales 15 iban para alquiler e impuestos; pero un paquete de galletitas costaba unos 10 rublos, y un kilo de papas 2 rublos. Averiguó varios lugar para migrar (Australia, Canadá, Estados Unidos) pero era muy difícil y muy caro entrar. Lo cierto es que sabía que a Argentina podría entrar, y había escuchado de algunos ucranianos que habían estado en Argentina y “venían con efectivo, con plata para repartir”. Paralelamente a este proceso se separó de su mujer, y cuando vino a Argentina lo hizo con su hijo mayor, en tanto que el menor se quedó en Ucrania con la madre. Esperó un año y medio la visa, e hizo dos o tres viajes a Kiev (a 600 km. de Zaporozhie) para encauzar los trámites, que le costaron 170 dólares para él, y otro tanto para su hijo. El viaje, que hizo con el nene de 12 años, tuvo varias etapas: dos semanas en Kiev hasta que salió la visa; de Kiev a Nuremberg en micro (26 horas); de ahí a Munich en tren, para ver si podía cobrar la jubilación o pensión que le correspondía por sus aportes en Alemania; de Munich a París; de París a Irún -un pueblo en la frontera franco-española-; de ahí a Madrid y en Madrid tomaron un vuelo a Buenos Aires, donde llegaron en noviembre de 1999. Con 3

este recorrido salía más barato el pasaje, pero estuvieron tres días en la ruta antes de llegar a Madrid, durmiendo en los trenes y micros en que viajaban. El dinero necesario para el viaje provenía en parte de un auto que vendió, de dinero ahorrado durante su estadía en Alemania, y de un préstamo de su madre. Yuri llegó a Buenos Aires con unos $1000. No conocía a nadie, y las únicas direcciones que tenía eran las que le habían dado en el Consulado argentino en Kiev: dos iglesias y una asociación ucranianas, donde apenas pudieron dejar el equipaje mientras buscaban alojamiento. Desde fines de noviembre hasta principios de febrero, Yuri y su hijo estuvieron en dos hoteles, donde pagaban unos $250 por mes por un cuarto con baño y cocina compartidos. Un día, mientras estaba en la Iglesia de la calle Brasil informándose acerca de posibles trabajos, se encontró con un antiguo conocido, que hacía unos 3 años que estaba en Argentina y que le ofreció alojamiento en su casa, donde vivía con su esposa e hijo, sub-alquilándole una habitación a $100 por mes. Allí estuvieron sólo 15 días, ya que Nikolai esperaba a otras personas, también ucranianas. Desde mediados de febrero hasta mediados de marzo se alojaron en un tercer hotel, donde pagaban $210 por mes. Estuvieron allí hasta que se le acabaron los $1000 con que había llegado. Como lo desalojaban, y no tenía dónde dormir, y sobre todo no quería que su hijo durmiera en la calle, llegó a una ONG que gestionó su inclusión en uno de los planes que tiene la municipalidad para alojar en hoteles a personas vulnerables. Desde que llegó, Yuri no tuvo mucha suerte con el trabajo. En diciembre de 1999, durante unas dos semanas, trabajó como vendedor ambulante de helados en la Avenida 9 de Julio. Trabajando unas diez horas diarias, le quedaban limpios alrededor de $10 por día. Este trabajo se le terminó porque, mientras él vendía los helados, el hijo comenzó a vender gaseosas -compradas por ellos- y al distribuidor de helados esto no le gustó. Desde entonces, su única fuente de ingresos son changas ocasionales como masajistas y fisioterapeuta en la comunidad ucraniana. Algunos le pagan, otros “más o menos”. Mientras, estudia castellano en una escuela tres veces por semana. Antes del inicio de las clases, su hijo concurrió a una colonia de verano en una escuela de la zona de San Telmo.Yuri dice que de a poco va aprendiendo castellano y que más o menos se acostumbra. Busca trabajo por los clasificados del diario, mediante conocidos, bolsas de trabajo, etc. Pareciera estar decidido a no volver a Ucrania, ya que, desde su punto de vista, allí no tiene absolutamente ninguna posibilidad de nada. Considera que haber abandonado Alemania fue un error, y no está dispuesto a volver a cometerlo. Incluso, espera que su hijo pueda ingresar al Carlos Pellegrini y seguir estudiando en Argentina. Valentín Valentín nació en Kiev, Ucrania, en 1971. Su madre es rusa, su padre -fallecido- era ucraniano, al igual que su abuelo materno. En Kiev vivía con su madre (conductora de tranvía), su padrastro, jubilado al igual que su abuelo materno, y su medio hermano de 11 años. Cuando finalizó la escolarización obligatoria estudió un año para técnico de refrigeración de frigoríficos, y como parte de esa formación, trabajó durante más de un año, como en una fábrica de cerveza por unos treinta rublos por mes (1 kg. de pan costaba 16 centavos). Este trabajo finalizó cuando se incorporó al ejército. Entre 1989 y 1991 cumplió los dos años de servicio militar estacionado en Alemania Oriental. Estaba en Berlín cuando 4

cayó el muro y cuando Ucrania declaró su independecia de la ex-URSS. Durante esos dos años recibía un estipendio de DM 30 mensuales, que generalmente gastaba enviando cosas a Kiev. Luego de la baja del ejército trabajó unos meses en una fábrica, hasta que a través de un amigo consiguió un trabajo -part-time y en negro- en un video club. Allí trabajó un par de meses, para luego trabajar en distribución y expedición de alimentos, en blanco. A continuación, trabajó nuevamente en negro, como vendedor en un negocio de venta de compacts y cassettes durante un año y medio. Finalmente, trabajó por cuenta propia, vendiendo compacts y cassettes en el maxi-kiosco de un amigo. Gran parte de la plata que hizo en este último trabajo la ahorró y le sirvió para pagar el pasaje y los papeles para entrar a Argentina. Dice que con este trabajo de reventa de cassettes ganaba bastante bien porque todo era en negro, pero que de tener que legalizarse (como empezó a ocurrir cuando decidió migrar) y pagar todos los impuestos que correspondían, a la escala en que él trabajaba las ganancias ya dejaban de ser buenas. El comienzo de fuertes presiones impositivas, sumado a los efectos y la amenza permanente de Tchernobyl (a 200 km. de Kiev) lo decidieron a pensar seriamente en migrar. En agosto de 1994, por sugerencia de un amigo, y con su ayuda, fue dos semanas a Grecia. Entró como turista y en seguida consiguió trabajo, como operario en una fábrica de plástico. El trabajo era muy duro, las condiciones muy negreras y la paga no era particularmente buena, así que se volvió a Kiev. Cuando supo que Argentina aceptaba inmigrantes de Europa del Este, que el trámite duraba un mes y que podía cumplir todos los requisitos, junto con su primo tramitó la visa y sacaron pasajes Kiev-Moscú-Buenos Aires por $642 cada uno. Llegaron en agosto de 1995, con unos $300 cada uno. Un ruso que venía en el mismo avión, y que ya vivía en Buenos Aires les recomendó un hotel por Avenida de Mayo, donde Valentín vivió hasta fines de 1998. Durante el primer año compartió la habitación (con baño privado y cocina común) y los gastos con el primo (que después se casó con una argentina, se mudó a Ramos Mejía y tuvo hijos). Luego compartió la habitación con un argentino y después con otro ucraniano, siempre a razón de $300 por mes. Entre fines de 1998 y fines de 1999 vivió en una casa de familia, también en Capital. El y un amigo le alquilaban una habitación por $250 mensuales a una señora con un hijo. En enero de 2000, con el mismo amigo ucraniano, alquilaron un departamento de un ambiente con una garantía facilitada por un compañero de trabajo. En lo que respecta al trabajo, Valentín es de los pocos entrevistados que prácticamente no tuvo períodos de desocupación. Unos días después de haber llegado, a dos cuadras de su hotel, Valentín se encontraró con un ucraniano con el que había viajado en el avión. Este ucraniano, a su vez, conocía a otro que lo ayudó a conseguir su primer trabajo: pegando estampillas a productos de importación en un galpón en el Once, cuyo dueño, un armenioargentino, tenía cinco locales en los que empleaba a argentinos, armenios, ucranianos y rusos. Allí, Valentín trabajó desde septiembre de 1995 hasta febrero de 1997, cuando lo echaron no sabe por qué. Trabajaba de 9 a 19, de lunes a viernes, y los sábados medio día, por $470 por mes, siempre en negro. Le pagaban las vacaciones, y le dieron algo a modo de indemnización cuando lo echaron. Según dice, la ventaja que tenía este trabajo era que “te podías ir de vacaciones y cuando volvías te guardaban el puesto”. 5

El mismo día que lo echaron consiguió trabajo como peón en una agencia de fletes, que estaba en la misma cuadra. Resume así: “durante dos años, mi vida estuvo en una cuadra del Once”. Este trabajo no era muy bueno: le pagaban $6 por hora trabajada, y nunca sabía cuántas horas iba a trabajar ese día. Calcula que como promedio, ganaba entre $15 y $20 diarios. Como no estaba muy conforme, seguía buscando otro trabajo, por el diario, por conocidos, etc. Por sugerencia de una conocida, fue al sindicato de YPF a llenar una solicitud de empleo, y poco después lo llamaron. En mayo de 1997 empezó a trabajar en una estación de servicio de Caballito como playero, y en agosto en el Lubricentro, previo un curso de capacitación intensivo de una semana. En la YPF siempre estuvo en blanco. Trabaja 8 horas, de lunes a sábado. De bolsillo cobra unos $550, más las propinas. Tiene obra social, aguinaldo y jubilación. En mayo-junio de 1998, Valentín viajó a Ucrania a visitar a su familia. Considera que para esa fecha, las cosas estaban peores que cuando él se fue. Si bien considera que no tenía sentido quedarse en Ucrania, no está dispuesto a quedarse en Argentina porque no se siente cómodo. Considera que los argentinos son muy “chantas” y dice que “prefiero cambiar de lugar y no cómo soy”. Está considerando irse a España, y como está decidido a entrar legalmente, sabe que necesita un contrato de trabajo. Justamente para facilitar su migración a otro país, se nacionalizó argentino y votó en las últimas elecciones municipales.

Natalia Natalia nació en la ciudad de Balti, Moldavia, en 1954. En 1955, los padres de Natalia (luego de varias migraciones internas) se establecieron en Kerch, Crimea, y allí se quedaron, ella trabajando como empleada administrativa, él como zapatero. Además de Natalia, tuvieron otros dos hijos, que vivieron en distintas partes de Rusia pero que, luego fueron volviendo a Kerch. La lengua materna de Natalia es el ruso, y cuando ella define su nacionalidad se dice “rusa”, aunque en su DNI diga “ucraniana”, porque Crimea es parte de Ucrania. Si bien vivió desde pequeña en Ucrania, no habla ucraniano. Luego de completar la secundaria, Natalia estudió música en Kerch y en Omsk (Siberia): es profesora de música y pianista. Desde 1974 y hasta 1996 -fecha en que migró a Argentinatrabajó en colegios como profesora de música y en teatros como pianista acompañante, en Kerch. Como pianista acompañante trabajaba bastante, porque, según dice “en la ex-URSS había muchos conciertos para el Partido, y era obligatorio tocar, de lo contrario perdía el trabajo”. Antes de la Perestroika, con estos dos trabajos ganaba el equivalente a unos $140 dólares por mes, que le alcanzaba para la comida y para la ropa. Con la Perestroika y la devaluación, sus ingresos ya no le alcanzaban para nada: tenía la ropa gastada y no podía comprar nada. Su marido trabajaba como técnico de mantenimiento de máquinas electrónicas. Tienen un hijo, nacido en 1984 en Crimea, donde los tres vivían en un departamento de dos ambientes cedido a su marido por haber trabajado en la construcción de una planta. Cuando la ex-URSS abrió las fronteras, empezaron a considerar la idea de irse. El marido de Natalia ya pensaba en migrar incluso antes de la Perestroika, pero ella no estaba 6

demasiado convencida porque no tenía parientes en ningún lado que la recibieran. Aunque deseaba vivir de otra manera (“vivíamos como hormigas, trabajando y respirando”), le daba miedo irse porque no tenía dinero. En los años 90, mucha gente empezó a abandonar la URSS de cualquier manera “con contrato, sin contrato, era como una enfermedad”. Cuando abrieron Israel, muchos judíos comenzaron a viajar allí, entre ellos la hija que el marido de Natalia tenía de un matrimonio previo. El quiso pedir autorización para que viajaran ambos, pero ella se opuso. La situación en Crimea empeoró rápidamente, y en Kerch -en el extremo oriental de la península- las condiciones de vida de Natalia y su familia eran muy humildes. Hacía tiempo que se habían quedado “sin gas y sin luz”, y el desabastecimiento era importante. A través de unos amigos del marido de Natalia, que se trasladarían a Argentina con un contrato, se enteraron que allí recibían inmigrantes de Europa del Este. Además, Natalia estaba “enferma todo el tiempo”, y le pareció que el clima de Argentina iba a ayudar a mejorar su salud. Sin embargo, dice que “tenía miedo de irme; si yo me moría no sabía con quién se iba a quedar mi hijo, mi marido es débil”. Cuando ya estaban haciendo los trámites para migrar falleció la suegra de Natalia, con lo cual quedó su departamento a disposición de Natalia y de su marido, que se sumaba al que ellos ya tenían 1 . Entre las dos propiedades podrían aportarles $10.000. Comenzaron vendiendo la vajilla y otros enseres domésticos y con eso devolvieron el préstamo de $450 que les habían hecho unos amigos y que habían utilizado para los trámites y la documentación. Finalmente, con la venta de las propiedades obtuvieron el dinero para los pasajes. Al momento de migrar, la idea de Natalia era quedarse a vivir para siempre en Argentina, ya que “no tenía dónde volver”. Además, una amiga de ella que había llegado un par de meses antes había escrito a su familia, con lo cual Natalia estaba más o menos al tanto de lo que podía esperar. Su razonamiento fue “morir acá o morir allá”. Finalmente, en febrero de 1996 llegaron a Buenos Aires Natalia, su hijo, su madre y su marido. Llegaron con $6.000 que administraba el marido. La primera semana vivieron en la casa de la amiga de Natalia, en la localidad de Luis Guillón, donde luego alquilaron una pequeña casita por $300 mensuales, donde vivieron los cuatro durante un año. La amiga de Natalia les dió la garantía para el alquiler a cambio de un préstamo. En mayo de 1996 el marido empezó a trabajar como electricista en una fábrica, donde seguía empleado a la fecha de las entrevistas. Durante este tiempo, Natalia trabajó como planchadora a domicilio para gente del barrio y para las madres de los compañeros de escuela de su hijo. Cobraba $5 la hora, y ese dinero era principalmente para comprar la comida. Sin embargo, a veces tenía dificultades para cobrar porque la gente no tenía dinero para pagarle. Para aprender castellano, Natalia había comprado, en Ucrania, manuales hechos por el Ministerio de Educación de la URSS. Aprendió estudiando de esos manuales junto con su hijo y hablando con la gente, muchas veces con el diccionario al lado.

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A principios de la década de 1990, todos los países que conformaban la ex-URSS fueron sancionando leyes que otorgaban la propiedad de las viviendas a quienes detentaban su usufructo.

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En 1997 Natalia se separó de su marido, quien peleaba todo el tiempo con ella y el hijo de ambos. Junto con su hijo y su madre se mudó a la casa de una mujer argentina y su hijo, que les daban alojamiento a cambio de la limpieza. En octubre de 1998 la madre de Natalia volvió a Ucrania: no lograba aprender castellano y extrañaba. Natalia pidió dinero prestado para poder mandarla de vuelta. Los escasos ingresos de Natalia provienen de tareas de limpieza, de la venta de pan que ella misma amasa y de los $15 mensuales que le pagan por tocar el piano en una Iglesia Evangélica del Gran Buenos Aires. Su hijo cursa el secundario en una escuela técnica.

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