EL BUSCADOR DE DIOS Novela

July 15, 2017 | Author: Irene Escobar Rubio | Category: N/A
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1 FERNANDO DIEZ DE MEDINA EL BUSCADOR DE DIOS Novela 1977 * * * * El grabado de la portada es obra del artista belga V&i...

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FERNANDO DIEZ DE MEDINA

EL BUSCADOR DE DIOS Novela 1977 * * * *

El grabado de la portada es obra del artista belga Víctor Delhez

© Rolando Diez de Medina, 2003 La Paz- Bolivia

Se diría que muchos tienden a pervertir a los lectores por la literatura demencial y el mal gusto en boga. Se escribe para energúmenos, extravagantes, escandalosos. El mejor relato es hoy el más desaforado. Una misma ola de locura, de cieno, de pestilencia envuelve al que lee y al que juzga. Parecerá extraño, entonces, que alguien se atreva a persistir en la dignidad y coherencia de la forma clásica. Esta historia no puede ser narrada de otro modo. No escrita para deleite de extraviados, sino para quienes creen todavía en la nobleza del ser humano y en el hálito poético de su tránsito terrestre. Vendrán nuevos tiempos. Volverán la cordura a la mente y el fino sentir al alma sensible. Y si pasamos "como sombra fugitiva" —Plotino— la misión del artista consiste en buscar el resplandor que se esconde en el misterio sagrado de esa sombra.

Fernando Diez de Medina

1 ¿Invento, verdad, ficción, cosa fidedigna? Unos escriben para intelectuales, otros para desaforados. La literatura, de donosa dama, pasó a varona extravagante. Se le permite todo. O ella se lo adjudica. No existen fronteras entre lo real y lo inverosímil. Hasta el lenguaje desde el padre Joyce se convirtió en juego de acróbatas, en mecanismo de disolución. Y los críticos, o seudo-críticos (que ahora abundan más éstos que aquéllos) hacen la delicia de los lectores descubriendo significaciones estupendas donde el autor sólo atinó a deslizar una ironía o una risa. Un libro grave, de apariencia noble, difícilmente da la vuelta al mundo. Contrariamente, otro mal vestido. Torpe, rudo deliberadamente, sumido en lo escandaloso y horrendo, captura millones de lectores. El relato laberíntico — hermético, a veces disparatado— es válvula de escape para el atormentado hombre de hoy. Frenético, exasperado por la aceleración de sus urgencias vitales, él 1

pide truculencias y exotismo, relatos salvajes, impactos crueles. Si las gentes viven como enloquecidas ¿por qué novela que las expresa no habría de galopar desbocada? El torbellino nos habita: digamos lo que manda el torbellino. Parecería ser la estética contemporánea. Pero hay quienes piensan que también el torbellino tiene su orden interior; y que aun se puede narrar vidas o inventar historias sin hacer del relato nudo de acertijos, sin sumir en perplejidad al lector. También el laberinto guarda su clave secreta. Si se busca con atención su puede dar con ella. El torbellino, el laberinto: eso que llamamos el fuego de la vida en la ronda de las vidas. ¿Y qué representa Dios, o la idea de Dios en la vorágine circunstante? Muchos piensan que no existe o casi no existe ya. La materia, la energía son las deidades del moderno. Pero Dios es el Misterio, y aun quienes duda, los negadores y los blasfemos, ateos y descreídos, lo mismo que creyentes y confiado somos, todos, buscadores de Dios. Lo buscamos sin cesar. Preguntando a la vida y al enigma, en el fondo desenredamos la madeja que nunca termina: ¿qué hay más allá? Detrás de la gran interrogación vibra la insaciada inquietud humana. Y la materia, tan amada y solicitada por los sabios, es la gran ironía de Dios. En la naturaleza inanimada, hermosamente dispuesta, se le puede adivinar mejor. Pero también en la inmensa turbación de gentes y sucesos, se encuentra su huella, invisible para muchos. La extensa marcha de la humanidad, más sufriente y desgarrada que placentera, desde la caverna al rascacielo, no es sino la andadura hacia lo desconocido. Otro nombre de Dios. Y el buscador, con humildad, dirá que no sólo afuera y en sí mismo buscará sueño y verdad, porque es en el quehacer de muchos donde asoma la cara de cien mil caras del arcano humano. Así este relato de relatos, vida de vidas, uno que se pregunta y se contesta en muchos, espejo de experiencias que siguen a experiencias, aparentando el más intrincado acaso sea el camino más accesible para acercarse a ÉL. Y el buen buscador, para encontrar, tendrá primero que padecer y comprender. Eterna ley. 2 Es una fuerza oscura que me impele a decirlo todo: lo placentero y lo doloroso, lo esquivo y lo accesible. Todo. Porque la vida —que novela sucesos— y la novela —que vive lo evocado— para ser fidedignos piden materia de verdad. Luces y sombras. Realidad y fantasía en una sola espiga, aunque aparente imposible. Eso que no me atreví a contar en otros libros; y aquello que imaginado escapaba por líneas en fuga. Porque el narrador objetivo y el soñador solían tropezar con el muro de cristal de las prohibiciones; mas ahora que el muro se adelgaza hasta volverse casi transparente, lo vedado se torna franqueable. Es lícito recordar lo soñado y lo vivido, aunque mariposas negras pretendan velar el relato. Y esa línea inmensa, arqueada, montuosa que se tiende hacia el confín es mi alma que huye hacia una infancia olvidada porque teme conocer la grandeza, la miseria, los horrores y los éxtasis del hombre. Pero aquí estamos. Comenzaré. Soy Martín Lucero para mis amigos. Un solitario para los más. Habito un hermoso país. Después de larga ausencia, el paisaje reaparece deslumbrante, acogedor. Indecible emoción del invierno andino. Cielo azul que baja el cielo a la tierra. Un sol veinticuatro quilates. Claridad, claridad… Todo nítido, cercano, aprehensible. Los seres y los accidentes del paisaje se perfilan veraces; no es necesario hablarles: se entregan dócilmente. La ciudad todavía no creció hasta las torturas de la urbe. Y aquí, en el parquecito que se empina en un círculo de gracia y de sosiego, es posible paladear lentamente, como un vino cálido, las excelencias de la contemplación desinteresada.

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Bello es vivir. Pensar mejor. Evocar lo realizado y soñar con lo que falta por hacer, más todavía. La casa espera allí, abajo dulce y tranquila, con sus amados moradores. En el promontoriomirador árboles, pájaros, la serena constancia del paisaje. Las nubes se enredan en la cresta de los altos eucaliptos. Y ese coro de montañas. Y el vacío que aterra y engrandece a la vez. Silencio, soledad, apenas rasgados por un niño u otro paseante solitario. Caminas y meditas. Bermellón y negro: una mariposa posada en el suelo. Ese azul intenso, intenso que hace rabiar al mar y a los zafiros. Y las dos blancuras inefables: el Gran Nevado recortándose en lejanía y la torrecilla de la iglesia capitaneando las tejas rojas. Un feo reloj de hierro desgrana lentas campanadas. El soñador circunda muchas veces el parquecito. Se pierde por senderos y veredas. Camina. Se detiene. Afuera todo quieto, adentro tumulto y tempestad. Un niño travieso y peleador. El adolescente que jugaba fútbol y componía versos. Un joven impetuoso que encontró a la Amada Imposible y logró ganarla para sí. El luchador, el organizado, el trabajador infatigable. Ese idealista que se rompió la cabeza tantas veces por un ideal de patria mejor. El escritor que lanza libro tras libro. Y el ambicioso. El estudioso. El tenaz indagador. Uno quería ser filósofo, sereno meditador. Otro polemista arrebatado. Un tercero se perdía en los deliquios de la música y de los libros. ¡El arte, el arte, en las orillas del tiempo! Y el hijo, el esposo, el padre, el ciudadano, cada cual distinto en su tesitura profunda. ¿El humanista o el guerrero? Tiene tantísimos registros el órgano grandioso de la vida, que cada cual abre horizonte a nuevas posibilidades de acción. Razón tuvo el pensador: cada ser es muchos hombres en un. Nunca estás solo. Te siguen, influyen y rodean parientes, amigos, lo que dijeron los libros, los maestros que entregó la vida. Y la Amada Inmortal. Y los tiernos hijos. Los muchos que fuiste sucesivamente. O simultáneamente. ¡Muchos! Y aprendías a manejar negocios, a concertar hombre, a organizar empresas. Hacer cosas, cosas y hacerlas bien: noble tarea. Se afirmaba la persona, se pulía el alma, idealismo patriótico son dos cosas diferentes: ambos pudieron destrozarte. Servías por el honor de servir. Nunca pediste situación, nunca rehuiste lo necesario. Y fue lógico: muchos, muchos amigos en las letras y en la política, pero también muchos, muchos envidiosos y resentidos por donde quedaba la huella de tus pasos. El pensador y el hombre de acción parecen antitéticos: fueron sin embargo. Los hijos amados de la sangre. Y los otros nacidos del laberinto, de los sueños, hijos de la imaginación que dieron nombre a varios libros. ¿Y si forjaras uno más, síntesis de los anteriores, símbolos del tiempo nuevo? No hallabas el apellido todavía. De pronto recuerdos, proyectos, seres y sucesos se desvanecían en el ardor del mediodía. El soñador, solo y dichoso, se sumergía en los encantamientos del paisaje. Así una vez, cien veces, o mil, quien sabe cuantas… Porque en la frecuentación de hombre y paisaje, cuando la mente absorbe y el corazón desborda de ansiedad se rozan las lindes del Paraíso. Y el Parque del Montículo es una de la Siete Puertas del Misterio. 3 —Si publicas esos artículos te expulsarán del Partido. —Los he anunciado ya; no puedo dar pie atrás. —¿Vanidad, entonces…? —No. Firmeza conciencial. —¡Tonterías! Escrúpulos de escritor. Si entraste en política, debiste aprender que en ella hay que adaptarse a las circunstancias. Puedes escalar altas situaciones en el Partido, si te dejas de críticas y moralismos fuera de lugar. Una pausa de silencio. Luego el amonestado responde: —No puedo ser, Presidente. Tú cumples un destino, el de político. Yo cumpliré el mío, el de escritor. 3

—Política es el arte de mantenerse en el poder. —Yo creo que es, mas bien, servir al bien común. —Son conceptos encontrados. ¿Para qué seguir discutiendo? En cierto modo me apena tu decisión, porque yo tenía mayores planes respecto a ti. Estás buscando la línea de mayor resistencia. Te vas a quedar solo: romperás con el Partido, y tampoco la oposición te acogerá. —Si no soy un político ¿qué pierdo con ello? He servido cuatro años al Partido y a la Revolución, es decir al pueblo. Ahora debo reintegrarme a mis tareas de escritor. —En el país faltan conductores civiles y sobran escritores. —Pienso a la inversa. —Eres más orgulloso de lo que pensaba. —Al contrario: con humildad proclamo que los hombres de letras se deben a la verdad, a la moral… —¿Te atreverías a sostener que nuestra Revolución es falsa, es inmoral? —No he dicho eso. Pero si persisten los errores y los excesos de poder que yo, como escritor y ciudadano, me juzgo obligado a señalar, la revolución puede destruirse a sí misma. —¡Es un absurdo! Te has convertido en predicador. —No aspiro tan alto. Sólo un buscador de verdad. —¡Verdad, verdad! La verdad la hacemos los hombres. Lo que cuenta es la realidad y la realidad es que la Revolución es hoy más fuerte que nunca… —Toda fuerza excesiva lleva en sí el germen de su destrucción. —Vamos, ya estás deleitado. —No. Ahora me apena, a mí, comprobar que en tus fríos cálculos no entra la equilibrada apreciación de los hechos. —Estás criticando al Jefe del Partido. —Mi conciencia es mi primer jefe. Otra pausa. El hombre de la pipa frunce el ceño. Medita. Después sugiere conciliador: —¿Quieres volver a Roma, un ministerio, una senaturía, alguna otra alta situación? —No. Agradezco tus ofrecimientos pero deseo retirarme a la vida privada, a mis libros. —¿Y entonces a qué viene criticar al Partido que te hizo ministro y embajador? —Precisamente por lealtad al Partido y porque creo en la Revolución, considero un deber esclarecer las cosas, porque todavía es tiempo de rectificar errores. —El camino a seguir lo indico yo. —Así es. En tu doble condición de Mandatario y Jefe político, tú decide. Pero todo ciudadano y con mayor razón un escritor, tiene el derecho —y el deber— de expresar lo que piensa. —¡Basta! Veo que te empecinas en el error. Políticamente marchas al suicidio. —No me interesa la vigencia política. Me interesa mi destino de escritor. 4

—Te expulsarán del Partido. —O me harás expulsar. —Estás ofuscado, Aniceto Villagrán. Ojalá vuelvas al buen sentido. 4 Duelen los enemigos. Duelen más los que tú formaste y ahora te muerden los talones. Traición, envidia, deslealtad: las tres Sierpes Negras del transcurrir sudamericano. ¿De dónde viene aquello de la "doblez altoperuana"? No importa el origen; lo esencial es que de pronto el amigo que aparentaba el más fiel y decidido, se convierte en furibundo detractor. Y sin razón. Otros, de mayor doblez, siguen el juego bifronte del adulador delante y el difamador por detrás. En muchos habitan dos: el claro y el oscuro y éste último concluye apagando al primero. Sí: los buenos amigos también existen. ¡Pero son tan pocos! El combate de la vida transcurre entre fieras y bribones. La lucha del hombre es dura, difícil el camino del artista. No hay descanso, pausa no existe. Sólo la recompensa del soñador cuando crea. El mundo nace cada día. Cada hora el hombre debe defender su libertad, el reposo de los suyos, el derecho a llamarse responsable. Cartas con el amigo lejano, artista inmensurable. Azules consolaciones de la intimidad: el amor a la esposa, al hogar, al terruño, al oficio de pensar e expresar. ¿Qué importan ingratitud, el odio, las envidias que te acosan? Un hombre es un guerrero. No hay tregua es un combate. Y la repuesta a los enconados es el gran sueño que cruza tus noches; dejar algo fuerte y bello como el Ande inmemorial. Nazis del pensamiento, aquí como en todas partes. Cuán pocos los escritores de conducta digna y menos los periodistas a la altura de su responsabilidad social. Siempre los "pequeños", ratas de redacción, cavando el vacío a los mejores o intrigando en contra suya. Cuando el redactor solicitó que se retribuyera su trabajo, le fue contestado: —¿Pero no se prestigia usted con lo que publica? Usted debería pagar al periódico que lo cobija. La torva envidia circundante. Sorpresa del amigo: —Es ella la que perfeccionó tu obra. Agradécela. 5 Se sofocaba. No podía formular confidencias, ni sería entendido. Tenía todo: mujer buena y bella, tres hijos, fortuna, trabajo agradable, juventud éxito. Y de pronto un pozo negro, hondísimo, se abrió a sus pies. El hombre de carácter se derrumbó como un castillo de naipes: al primer soplo. Sucedió que al entrar a la reunión la dueña de casa lo retuvo con amables preguntas y mientras dialogaban, atisbó algo que lo desconcertó primero y luego lo fue transtornando. Ocultos cara y busto por otra pareja que conversaba de pie, veía únicamente dos soberbias piernas femeninas, tan hermosamente modeladas que cortaban la respiración. Y para acelerar el incendio visual la falda 5

corta o el sentar apresurado, dejaban al descubierto casi la mitad del muslo impecable, tanto que se advertía la franja blanca, incitante de la piel, entre los dos ébanos de la media y de la enagua. Visión indescriptible, de plástica atracción, que enviaba cálidas ondas eróticas al observador. Cerró los ojos involuntariamente pensando: "bah, un par de piernas; puedo tener las que elija". Pero no debía ser así, porque al abrirlos y volver a fijarse en la emboscada sin descuidar la charla con la dama anfitriona, las envidiabas piernas acrecentaron su hechizo: un portento de voluptuosidades. Las rodillas rotundamente redondeadas pero finas. Y el muslo, el endiablado muslo, firme y majestuoso dejando entrever el doble delirio de la carne que rugía hacia el esplendor de las caderas. ¿Fantasía o realidad? Cuando la dama se alejó para traerle un vaso de "whisky", pudo mirar con mayor libertad. Su cuerpo, electrizado, vibraba de emoción. Las piernas más lindas del mundo, atisbadas desde un ángulo de observación tan maravilloso que eclipsaba todos los escorzos reales o imaginados por pintores y dibujantes: ni Boucher, ni Tiziano, ni Poussin habrían podido modelar formas tan exquisitas. Quedó extasiado. ¿Quién era? Probablemente una extranjera, una recién llegada. Volvió la dueña de casa con el vaso de "whisky" y nuevamente tuvo que repartirse entre la conversación y miradas furtivas a las piernas maravillosas. ¿Por qué no podía disfrutar a su antojo del espectáculo? Se sintió impotente, como el peregrino que a la vista de un bosque admirable y próximo no puede traspasar su linde porque además del letrero impertinente que reza: "propiedad privada, prohibido el acceso", comprueba que el cansancio le impide seguir avanzando. Sí: estaba terriblemente cansado. Una carrera violenta de varias cuadras no habría acelerado tanto su corazón. Y la rabia, una rabia sorda y contenida ascendía por sus venas: no ser el dueño de la desconocida, no conocerla siquiera. Y las hermosas piernas seguían empujándolo. ¡Basta, basta! Era estúpido, pueril. Una visión erótica no podría destruir su equilibrio mental. Estaba cerca, muy cerca de la mujer cuyo rostro seguía escondido y no se atrevía a cambiar de posición porque sí fuese visto por ellas ya no podría admirar la estupenda arquitectura de sus miembros inferiores. —"Dos columnas griegas"— pensó hechizado. No inmóviles, yertas como en el templo jónico, sino vivas, palpitantes, cruzadas de ondas velocísimas, eléctricos contactos, y quien sabe qué mágicos sobresaltos para el amor y el frenesí, velado ahora todo bajo la tranquila apariencia de una señora que, atrevida o descuidada, luce las piernas con segura arrogancia femenina. Llamaron a la anfitriona y volvió a quedar solo. Encendí un cigarrillo. "¡Que nadie se acerque, que nadie me reconozca!" Su ruego fue escuchado. Pudo contemplar en plenitud a la admirada, o sea partes de la admirada que anunciaban la perfección mayor, porque ella tenía que ser una mujer soberbia: cara, cuerpo, seducción total. Súbitamente, la pierna izquierda que descansaba sobre la derecha se balanceó con suavidad acentuando la carga erótica; era para desfallecer. Jamás mujer alguna lo había fascinado en forma semejante. Lindan piernas, busto firme, una cara atractiva son visiones de cada instante que regocijan pero que todo hombre dueño de sí puede dominar superar, porque el mero encanto visual no basta para perturbar al contemplador. Mil veces supo sustraerse al temible yugo de la sirena femenina, pero ahora las cosas cambiaban: estaba como hipnotizado por la presencia de esas piernas plenas, firmes, finas y esbeltas a la vez, que parecían ondular, llamar, que hablaban una lengua secreta de amor y perdición, más deseadas cuanto más largamente miradas. Entonces, como un relámpago, la idea maldita se le clavó en el cerebro: esa mujer, esas piernas tenían que ser suyas. Todo lo demás se borró de su imaginación. Dominó sus nervios, recuperó su seguridad mundana y avanzando unos pasos descubrió la cara de la desconocida, quedando estupefacto. Era la prima de su mujer, Wanda, una joven linda y bien plantada, simpática, alegre, de agresiva personalidad, con la que cien veces había discutido —porque era porfiada y hábil en la réplica—pero en cuyos encantos nunca reparé, fuese por demasiado próxima, o porque era cosa prohibida dado el parentesco. Lo lógico habría sido que al identificar a la hechicera se apagaran entusiasmos y deseo. Maya: la ilusión. Un equívoco. Una absoluta estupidez, por que él no podía ni debía enredarse con la prima de su mujer que además joven casada de tres años, parecía enamorada de su marido. Mas no sucedió así. "Ah, eras tú…" pudo balbucir. "Si, ¿por qué" —repuso la embrujadora y el hombre reparó, por primera vez, que la sonrisa encantadora formaba dos hoyuelos deliciosos en las mejillas. Cambiaron frases triviales, pero la voz de la joven vibraba como recién nacida, con modulaciones tiernas y armoniosas, antes jamás escuchadas. Y en el fondo de los ojos oscuros ardía una luz suave, atravesada de ternura y picardía a la vez, que lo desconcertó. Cuando ella volteó la cara para responder a la amiga que la acompañaba, pudo arrojar miradas furtivas a los muslos soberbios que entregaba el vestido corto y ceñido. Y bajo el doble viento encontrado del deseo que exige y del amor que ruega, se vió, de pronto, perdidamente enamorado de la joven. Tres años de constante frecuentación nada le habían dicho; y ahora, de pronto, se convertía en el centro del mundo. ¡Ella y solamente ella! La prima de su mujer. Era lo imposible. Roberto la tenía por una gatita traviesa, siempre dispuesta al zarpazo en el diálogo, ingeniosa, amiga de llevar la contra que lo mismo se enzarzaba en discusiones sobre política que en temas de arte o de filosofía, sin mucho saber, pero con ese sentido intuitivo que permite a las mujeres tocar la raíz aunque no divisen el árbol. La agradable contrincante se convertía, de pronto, en la hembra bíblica, plena y seductora. ¿Cuál es el límite entre la encantadora que simplemente 6

atrae los sentidos, y la otra —una entre miles- que hipnotiza y amarra para siempre? En un rapto de furia pensó alejarse bruscamente y no mirarla más. Absurdo. Estaba como clavado en el piso. Cuerpo y alma ardían por la condenación Wanda. Ella seguía conversando con la otra dama, y el hombre observó el alto y firme busto, los brazos bien modelados, la boca grande y sensual. Era peligrosamente linda. Y su voz sonaba cono nueva y rica de tiernas inflexiones, como si fuese la voz de una desconocida, escuchada por primera vez. El no recogía lo que hablaban las dos mujeres, absorto en mirar a la joven. ¿Una joven o una mujer estupenda, capaz de voltear la cabeza mejor asentada? Era una hembra, una hembra soberbia emboscada bajo la apariencia de una joven ingenua. ¡Y durante tres años había ignorado a la fascinación! "El embrujo de unas piernas bien exhibidas… —pensaba— cuando la voz de la joven resonó insinuante: “¿Me llevas? Mi marido fue llamado al ministerio y estoy sola". ¡Qué dicha, qué suplicio! Se diría con la beldad descubierta. 6 Propósito. Que nada turbe tu sosiego; el tiempo de los tumultos pasó. Tensión dinámica de la voluntad; sin ella la vida no sería digna de ser vivida. Al amigo: afecto y ayuda. Al enemigo: ignorarlo. ¿Por qué el mundo habría de andar a tu deseo? Déjalo transcurrir como es. Don Quijote no cuaja en el tiempo actual, más bien Nayjama, el buscador solitario. 7 Los tres parecían nerviosos, fatigados. Una larga pausa los envolvió en su anillo de silencio. El hombre de gris lo rompió y sus palabras resonaban como látigos en la estancia: el subjefe sería eliminado; el canciller acusado de traición al partido; al embajador en Viena no se le permitiría volver; y en cuanto al cuarto aspirante, el líder de juventudes, quedará por mi cuenta: en el primer encuentro público lo desharé. Los dos ayudantes se miraron como preguntando "es fácil decirlo ¿pero se hará? El hombre de gris los miró, a su vez, burlón. "Mañana conocerán el plan —dijo— estas cuatro cabezas deber caer". Y aclaraba: "entiendo que hablo en sentido figurado. No me gustan la violencia ni la sangre. Deben caer políticamente". Despidió con un gesto al más joven de los ayudantes. Al otro, servil y cruel, lo siguió manejando; respondía bien. —Jefe: —dijo el ayudante—era necesario. Ya avanzaron mucho en sus trabajos. Había que frenarlos. —Todos tienen derecho a postular la presidencia del país, y también la jefatura del partido. Estos cuatro ambiciosos se olvidaron que yo soy partido y país; prescindieron de mi opinión, yo prescindiré de ellos. —¿Entonces tiene usted su propio partido? —Eso sólo yo lo sé. —¡Oh, jefe! Todavía desconfía usted de mí, a pesar de las pruebas de afecto y de adhesión que le he dado. —No desconfío —repuso el hombre de gris— mas en política no se muestran las cartas hasta la última jugada. El ayudante reflexionaba. Luego entre temeroso y zahorí preguntó: —¿Debo comenzar a trabajar para su reelección? —No madruguemos, no madruguemos. Ahora a deshacer a los atletas para que no lleguen a su meta. —El subjefe es fuerte y valiente. Nos dará trabajo. (Haciendo un gesto con la mano como para rebanar la cabeza) ¿No sería mejor accidentarlo? —Error —contestó el jefe —. El crimen político es recurso de neófitos y al cabo siempre se descubre. Es menor herir al adversario en sus centros vitales, paralizarlo, luego arrojarlo a la basura.

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—¡Genial, genial! (Enseguida, adulador) ¿Qué sería del partido sin su cabeza, jefe? Estaríamos perdidos. —El partido y el país seguirían marchando sin mí. Pero está bien seguir dirigiéndolos en vez que otros lo hagan. Entraron tres personas y transmitieron informes. El hombre de gris habló dos veces por teléfonos. Recibió de pie a una señora importante, cuyo marido ayudaba al gobierno. Escribió unas líneas. Luego, por el dictáfono, impartió órdenes al secretario privado. El ayudante humillado, silencioso, aguardaba. Había sido entrenado para el diálogo y los vacíos del jefe. El hombre de gris miró el reloj: faltaban cinco minutos para instalar la sesión de gabinete y él era puntual. Enseguida, como retomando el hilo de la anterior conversación, profirió: —Haga pelear al ministro de gobierno con su hermano el general de acuerdo al plan que ya acordamos. Y al periodista que nos golpea en su columna, invítelo para mañana a las siete; lo haremos esperar tres horas y al fin usted le dirá que disculpe que estoy muy ocupado. El ayudante disimulando su zozobra, se atrevió a indagar: —¿Y el "affair" de la aduana, Jefe? ¿se llevará a cabo la investigación? El hombre de gris leía en la mente del otro. "Tu también estás complicado". Levantándose del asiento —era su modo de despedirlo — manifestó con voz tranquila. —No. Es un compañero leal. Nos ha servido. Nos seguirá sirviendo. Es medio burro, solamente. Si viniese a verme y me diera la mitad del contrabando para el partido, todo se arreglaría. Esta falta de imaginación de nuestros hombres… El ayudante no pudo reprimir su alegría. Tenía la solución en las manos. Había alejado unos pasos del jefe, cuando escuchó las últimas palabras: —Al ministro de hacienda que conceda la autorización para el nuevo "Chrysler" al comandante de marina y que rechace el pedido del nuevo "Buick" para el comandante de ejército. Eso los dividirá más. Instrucción verbal y secreta, por supuesto. El ayudante exultaba de gozo. Ahora tenía un motivo para chantajear al financista que le negara divisas para una importación ilícita. Si esos doce minutos de charla confidencial se multiplicaron por los sesenta o cien que casi diariamente sostenía el hombre de gris con sus ayudantes, se puede imaginar el cúmulo de intrigas y disposiciones ocultas que urdía el jefe con sus ayudantes. Ellos eran sus hombres de confianza, bien aleccionados, porque no se fiaban de nadie, no ocupaban cargos oficiales ni recibían salarios del fisco. Eran, simplemente "sus hombres", en servicio particular a quienes pagaba con su propio peculio y de los cuales había múltiples pruebas de lealtad y decisión. ¿Y cómo no? Ambos le debían casa, automóviles, reservas bancarias, y seguían medrando, más sin ocultarle a nada. Al tercer ayudante lo despidió por haberse atrevido a realizar un negocio por su sola cuenta, sin ceder nada al jefe ni al partido. "Maquiavelo pensaba en grande; era sólo un filósofo —rumiaba el hombre de gris antes de abrir el Gabinete— yo cubro lo grande y lo pequeño. Maniobrar, maniobrar: ésta es la fórmula para afirmarse en el poder". 8 Si un novelista pudiera comunicar la rica y múltiple experiencia de los días, las peripecias, penas y júbilos, triunfos y caídas, y particularmente esa gran fuerza tensa y tranquila que tu esposa te entrega cada aurora para animar tu actividad; si pudiera narrar detenidamente esos primorosos y numerosísimos sucesos del diarios vivir, si llegase a transmitir la sensación de ese mundo quieto y móvil, trasfondo discreto de tu quehacer; si dibujase con mano diestra la figura maravillosa del ser amado que te quiere, te sirve, te sostiene, embellece tu vida, compondría una obra maestra.

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Esas vidas escondidas, abnegadas, flor de la especie humana, que nada piden para sí porque todo lo entrega a los suyos, no suelen atraer a los artistas. Fuente sellada para los demás. El gran tema de la esposa fiel, trabajadora, rica de ternura y comprensión, duerme en el olvido porque apenas lo insinúan las novelas. Martín-María. ¿Ha descifrado alguien el arcano mayor de la pareja humana? Son pocos (los que conoces) mas en sentido general muchos (los que ignoras) aquellos que pueden decir: "Lo que yo debo a mi esposa no se puede medir en palabras". Pasan diez, veinte, treinta años. Sigues enamorado de la Siempre Novia porque los años la perfeccionan y la revisten de una nueva hermosura sagrada. —Exageras. Estás, mintiendo… —Dije verdad, y la mantengo. El secreto de la felicidad en los ojos de mi mujer. 9 Segunda experiencia metafísica, la primera aconteció en Roma. Caminaba por la calle, apresurado, pensando en muchas cosas. De pronto, en la subitaneidad de un segundo, o menos, en la fracción de un segundo, sentir el vacío angustioso del ser y del mundo. No eres, no existes, nada es, nada importa, ni materia, ni idea, ni acción cuentan. Persona y esfuerzos resultan absurdos. Vacío total, más allá del placer y del dolor. Un segundo. O menos. Pasó rapidísimo, fulminante. Después alegre retorno a la vida normal. 10 Dice el escritor contemporáneo tales dislates y se expresa con tan manifiesto mal gusto, que parece salir de un chiquero y o de una morada mental. Y sin embargo estos monstruos de escándalo escriben bien. Poseen la técnica del encanto por el horror. Todos epígonos de Joyce, de Kafka, de Faulkner, de Sartre sin su genio. No todos, lógicamente, pero la gruesa mayoría pertenece a la secta del resentimiento. Quieren deslumbrar. Arremeten y destruyen. Si pudieran barrer con sí mismos, lo harían. Ya no expresan al mundo ni a la vida; son deshechos fetales de la vida y del mundo. Más ridículos, aún, críticos y escoliastas cuando tratan de supuestos hallazgos, significaciones, claves secretas, en esas escrituras crípticas engañabobos. Lamentablemente que unos y otros, los "monstruos" de la moda literaria y sus lisonjeadores o presuntos interpretadores, mantengan un anillo cerrado en revistas y diarios, proclamando que todo lo que no se ajuste a los nuevos cánones —el anti-héroe, el lenguaje dislocado, los tiempos enredados, la procacidad, la denuncia irritada, el sadismo narrativo— ya no es literatura. Y existen tontos o cándidos que escuchan a los taumaturgos del nuevo arte de narrar. Y millones de lectores que se deleitan en páginas que no comprenden pero que se ufanan de haber leído. Wagnerismo literario. Todos siguen la música estridente y monótona. Otra forma de las drogas del espíritu moderno. 11 —Ha sido un gran desfile. —Es cierto, pero el ochenta por ciento desfiló también hace un año vitoreando al gobierno hoy derribado. —¿Y qué culpa tienen ellos? El empleado público defiende el pan de su hogar. —Lo condenable es que se los obligue a desfilar. —¡Esta bien!

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—¡Comunista! —¡Reaccionarios! (Se arma una gresca de proporciones. Narices rotas, ojos morados, contusiones. En la vía pública siempre ocurre así: el gran teatro del mundo remata en escándalo y pelea). 12 Fue difícil comprenderlo. La prensa dijo que el ministro de seguridad pública, brazo derecho del dictador, su "hombre de confianza", conspiraba para derrocarlo. Se lo puso en prisión. Entonces brotaron, como hongos, los enemigos del caído; llevaron innumerables denuncias, ciertas unas inventadas otras, contra el dignatario depuesto. Se armó un remolino: diarios y radios propalaban, todos los días secretos de Estado, artilugios del gobierno, fraudes, atropellos, excesos de poder, abusos sin fin. El gobierno callaba, callaba… El preso, en su celda, incomunicado, nada decías. Las gentes se preguntaban, aterradas, cómo un solo hombre pudo cometer esa catarata de crímenes e inmoralidades. Algunos, sintiéndose comprometidos, huyeron del país. Otros se ocultaron. Reinaba gran confusión por la magnitud de las denuncias. Pasaron veinticinco días. Un comunicado escueto de la Presidencia de la República manifestaba que el leal y dinámico ministro de Seguridad Pública, había sido víctima de una vil maniobra de sus enemigos. Se le restituía a su cargo, con todos los honores, reparándose el error cometido con su persona. Terminaba el comunicado; "El señor ministro cuenta con la absoluta confianza del Jefe del Estado". Al difundirse la noticia, a muchos se les paró el corazón, sobre todos a los denunciantes más enconados, a los malos amigos que dieron la espalda al ministro los días de su caída. Comenzó una persecución sorda, sistemática. En cuatro meses no quedó suelto uno de sus adversarios. La prensa comentó: sí hubo calumnia y se la probó, el ministro tenía derecho de vengarse de los desleales. Pero nadie supo que su caída fue fraguada entre el Dictador y el Ministro para deshacerse de unos señores que molestaban al gobierno. Y ese fue uno de los episodios más livianos aquí, o en cualquier punto de Sudamérica donde el arte de mantenerse en el poder consiste, en buena parte, en saber intrigar, desconectar, y aplastar finalmente al adversario. 13 Dios no ha muerto. Nietzsche, los sabios de la "Unesco", el ateo Sartre escupen al viento. Lo que se va debilitando en la idea de Dios en el hombre, cosa distinta. La criatura se aleja de su Creador porque el mundo diabólico y artificioso que se ha construído le parece mejor que los cielos prometidos. El está, estará siempre allí, aquí, omnipresente. Que no todos lo admitan o presientan, cosa de cada uno. El hombre de hoy vive como desangelado, está próximo al objeto y al instante. Transcurre. Urgido de prisas y necesidades, carece de tiempo para mirar dentro de sí; ¿y quien que no revierte a sí podría hallar la senda que conduce a Dios? Lo s grandes soberbios, luciferinos, creen bastarse solos. Un golpe de ala y se extinguen hombre, obra, soberbia. Triste morir del incrédulo: sin amor, sin esperanza. Lo más alto y los más noble que el Señor ha dado a su criatura es el misterio de la Muerte que abre las puertas a otra Vida ignorada. Véase jugar, crecer a un niño: ahí están Dios y su designio. 14 —¿Cómo podrías novelar con seres in nombre? —Seres, personas, somos todos. ¿Qué importan los nombres? Acción el pensamiento, idea la acción. Lo que cuenta es la tensión del instante, el sentido del suceso. —Y tu ¿serás protagonista o mirarás de fuera las cosas? —Estaré confundido en el laberinto: mirando, recordando, expresando, de afuera o desde adentro. Es igual. —Locura. Te mordió el sensacionalismo reinante. —Nada de ello. Justamente contra él intento dar la cosmovisión del transcurrir actual. Nombres ¿para qué? Se hiere a unos, se envanece a otros. No es el patronímico el que define a la persona, sino su pensar, su hace, su carácter y ellos estarán en mi relato.

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—¿Dirás realmente la verdad o agregarás inventos? —Diré verdad y fantasía que ambas edifican la narración. 15 Del sacerdote sudamericano. Y del sacerdote rural, cosa más grave. Ni Bernanos ni Greene sondearon su abismal profundidad. Recuerdo un cura estrafalario que conocí en Corque, hace muchos años. Un hombre grueso, panzón, con lentes oscuros. Viajaba en un "Ford" destartalado, pistola al cinto. Tenía manceba e hijos. Sabía agarrarse a golpes cuando era preciso, pero también administraba justicia y hacía caridades. Cumplía con la Iglesia y con la sociedad, a su manera, ajustándose a las circunstancias hostiles de su cotidianeidad. Era bueno y malo sucesivamente. Eficaz o indiferente. Inasible, difícil de encuadre, porque —muchos en uno— mudaba de piel y de alma con frecuencia. Sucio, descuidado de su persona, tenía los altares limpios. Avaro hasta el centavo, de pronto abría la bolsa generosamente. Oraba con unción, pero también sabía proferir maldiciones y vocablos gruesos. No se metía en política y sin embargo su palabra era buscaba por todos. El "Tata", audaz, atrevido, a veces hasta provocador, protegido por el nimbo de su elevado ministerio, era intocable en la región. Lo protegían la sotana, su ironía mordaz, la fuerza de sus puños y en no pocas ocasiones la "Colt" 38 de la que nunca se separaba. Claro que no había matado, ni siquiera herido a nadie, pero manejaba con tal destreza el arma haciéndola bailar entre sus dedos, que se le tenía por consumado tirador. Y esto bastaba. Es que Cristo está en el Nuevo Mundo — y en Bolivia— no como en el Viejo, petrificado en las iglesias góticas, sino abierto a todos en el desamparo cósmico de la vastedad americana. Vivo entre hombres, a sol pleno, a ratos más humano que divino. El Corque y muchos de su estirpe conocen el Evangelio aunque no lo practiquen. Para ellos la autoridad es de aquí abajo, y la eternidad de allá arriba. Saber mandar, hacerse obedecer por el rebaño díscolo y pecador: ésta es la regla. El sacerdote debe ser hombre primero, varón de temeridades, después mensajero del Cristo. No todos son así, ciertamente. La mayoría de los hombres de Iglesia, en Sudamérica, son almas de vocación y de humildad, que ejercen dignamente su ministerio de paz y de virtud; mas, aun siendo minoría, existe un tipo singular: el cura rural que hace política, comercia, funciona a lo cacique y se toma libertades que ni la Iglesia ni la moral admiten. Arrastrado por el impuso revolucionario y populachero de la sociedad retrasada, acosado por el inmoralismo ambiente, debiendo subsistir más por sus propios medios que por los menguados recursos de los cuales es proveído, el cura rural lo mismo puede convertirse en diputado, jefe de policía o cacique del pueblo. ¿Le abrirá Dios las puertas del cielo, a pesar de sus yerros y flaquezas, considerando la carga de humanidad y pesadumbre que abrasa su dramático destino? A veces, a veces, este pequeño personaje, corto de virtudes y abundante en defectos, por razón de su ingenuidad y sinceridad, impresiona mejor que un cura culto, recto de conducta, presuntuoso, dogmático, que en los sermones paralogiza al creyente sosteniendo que el sacerdote es más que Dios. No parece lícito comparar, en un sentido general, al cura transatlántico que arraiga en su vocación, con el sudamericano que en casos aislados improvisa en ella, la transborda. Pero a veces, este sacerdote rural, aun pecador y equivocado, parece estar más cerca del Nazareno. Saber entenderlo: otra forma de caridad. Sotanas se conocen —importadas del otro lado del Atlántico— que por su soberbia se aproximan a Satán. Y otras —de las nuestras— tan sufridas y míseras que no obstante extravíos y deficiencias merecen perdón. Que el Señor las juzgue. 16 —¡No, no! No iré. —No puede ser. Es el cumpleaños del Jefe. Tú eres su mejor amigo, siempre te distinguió. ¿Por qué faltarás esta vez? —No tengo que dar explicaciones a nadie. El amigo, dolorido, insiste con suave persuasión. —Estamos ya cinco años en la lucha. Le debemos tanto, tanto al jefe. Nos enseñó a expresarnos, a conducirnos, nos ha formado hombres, quiere prepararnos para conducir mañana. Siempre generoso, nos dio material y nos abrió a la verdad del espíritu. —¡Tonterías! Ya estoy cansado de ellas. ¡El, El, El… siempre El! El grande, el único, el que no se puede comparar con nadie. Habla, escribe y procede mejor que todos. ¿Hasta cuándo? 11

—¡Cómo! ¿Estás celoso del Jefe? —No son celos. Es cansancio de hacer el sumiso. —¿Y no está él sometido a la causa? —Palabrerío. El lucha porque es ambicioso y ama la gloria. Y toda la gloria es suya, mendrugos para nosotros. —Te mordió la envidia. Quieres substituirlo. —No, no es eso… ¿Pero acaso nosotros, sus segundos, no podríamos hacer lo que él hace? Un partido no es un hombre. Y él no prepara sus sucesores. —Maligno eres. Me avergüenzo de ser tu hermano. —Tú callarás, porque si hablas te aplasto! —Entonces toda esa adhesión, ese servilismo, ese brindarte siempre el primero para cumplir sus órdenes y deseos eran simples maniobras para ganarle su confianza… —Al principio, no. Fui sincero. Lo quería y lo admiraba. Después de tres años comencé a dudar. ¿Por qué entregarse entero a otro? La ley de la vida es el egoísmo, uno mismo. Todo lo que aprendí a su lado será ahora para mi propio beneficio. Me haré nombre subjefe y después yo lo desplazaré. El será valiente pero tampoco yo soy cobarde y le llevo una ventaja: no tengo escrúpulos. —Eres un miserable. —Quiero ser un político: miro a lo más alto. 17 El gerente de una gran firma me invita a su casa para escuchar cuartetos de Bartok. Estuve dispuesto a ir pero al recoger una frase suya: "no me gusta Beethoven" pensé: "¿Qué me hago, yo con este magnífico animal?" No fui. Lecturas. Fallada, agradable. Thomas Mann, grandioso en su "Doctor Faustus". El profundo "Bolívar" de Masur, casi exhaustivo. Teatro: salto de Eurípides a Unamuno y de Hugo Batti a Brecht; el hombre y su drama siempre el mismo, pero cambian el enfoque visual y la manera de transmitirlo al lector. Séneca, siempre sabio. Maeterlinck, sugerente, soñador. Desagradable Durrell en su famoso "Cuarteto de Alejandría", sin desconocer su maestría técnica. Dürrenmat, como Ionesco y Beckett, vienen de Pirandello. Expresan la confusión actual. Deliciosos los "Cuadros de Viaje" de Heine. Exploro en el sagaz Stendhal. Y vuelvo a Platón y a Balzac, a Goethe y a Dostoiewsky. ¿Por qué ese temor a confesar las lecturas livianas? Si Gracián o San Juan de la Cruz te abisman ¿por qué no descansar con Zane Grey o Conan Doyle? Música. Un encantador concierto para cello de Haydn. Sigo aferrado a mis seis favoritos: Bach, Haendel, Beethoven, Mozart, Vivaldi, Shubert. Alta literatura: la "Imago de Spitteler. Y el "Nietzsche" de Halévy. Miro a mi esposa: me parece una "bambina" en su natural frescura de espíritu y es rica de sabiduría y experiencia. Soy joven porque estoy enamorado. En política, en literatura, en sociedad, cada día defender obra y posición, no por vanidad, sino porque el "yo" sólo se realiza en afirmaciones. Aumentan émulos y detractores. ¡Son tantos y tan tontos! Les debes algo: los acicates para levantarte a un quehacer mayor. Concentrarse. Actuar y saber callar simultáneamente. Treinta años de conducta digna y trabajo esforzado no pueden caer en el vacío. Pero hay destinos de lucha y soledad. 12

La patria ideal te rescata de la patria real que sangra en tu corazón. Padécelas, Martín Lucero. 18 Por el camino que conduce a Llojeta, antes de llegar al cruce que lleva al Club de Mallasilla, brota un paisaje soberbio: la garganta de Aranjuez que corre bajo un telón crispado de mesetas y cumbres que desgarran sus filos en el horizonte. Es en Calacoto, con sus altos cerros colorados, el valle de Obrajes, el turbulento río de La Paz. Pasa un "allkamari" negro, de pico rojo, planeando en grandes círculos y da un sentido dinámico al espacio como si el vacío se poblara de cosas y sucesos mágicos. Un hombre que mira, un pájaro que surca el espacio; y de pronto monte y vacío adquieren dimensión nueva, adivinada a través de una interioridad invisible. La cavidad aérea atrae, atrae… Luego, a cien metros del crece, otra perspectiva paisajil despojada de majestad; mas bien áspera, cruel, terrorífica que recuerda los espantos del Génesis. Un valle vacío, flanqueado de torres, pináculos, masas disformes de arcilla, grandes grietas, pedregales. Tumultos térreos. Es el valle de la Luna, espeluznante, fantasmal, poblado de seres pétreos que gritan por alzarse al cielo y sin embargo están cayendo en soledad ancestral. Más allá "Chiar-Hake", el Hombre de Negro de leyenda Kolla. Hay que verlo desde Llojeta donde señorea solitario, inmenso, poderoso señor de piedra y lava que una intrusión volcánica empinó en la serranía calacoteña. Estos paisajes insuperados de la cuenca paceña, son de mayor potencia plástica, de más hondo poder de sugestión, que los más bellos y serenos panoramas itálicos. Saber mirarlos! 19 El juicio del crítico fue terminante: usted no sabe escribir para hoy. Me explicaré mejor. Usted escribe bien, en el sentido clásico, para el gusto antiguo. A mí, personalmente, me agrada y admiro sus libros: los tengo todos. Pero ni usted ni yo estamos en la "onda". Para el gusto actual no existe el héroe en la novela sino el anti-héroe; asimismo el autor de moda no es el buen escritor sino el mal escritor. Hay que ser anarquista del idioma, desaforado, deslenguado, escandaloso, arbitrario, en fin: un narrador exasperado y exasperante, para ganar el favor del público. Pero el mundo rueda, todo volverá. Usted escribe como se escribirá dentro de cincuenta años, cuando hayamos vuelto al orden natural, a la armonía expresiva, al buen sentido. Ahora es tiempo de revolución, el furor destructivo lo corroe todo. El escritor escuchaba absorto: nunca se le había dicho que no sabía escribir. Tenía conciencia de su valer, conocía su oficio, dominaba las técnicas literarias. No le era difícil pasar de un género a otro, imitar estilos, y de quererlo tampoco le habría sido imposible ganar al público. Pero claro: el crítico razonaba bien, primero se requiere complacer al lector. El otro seguía implacable su análisis demoledor. ¡Vamos, hombre, usted es anticuado hasta en al expresión verbal! Si no sabe usted ni hablar a lo moderno. ¡Grite, blasfeme, lance palabrotas, maldiga! Vuélvase ordinario en el hablar y en la conducta; luego traslade todo esto al papel y verá florecer el "best-seller". El escritor, antes, servía al mundo, al ideal, a la belleza, se movía dentro de una escala de valores; el bien y sobre todo el bien decir eran sus patrones. Hoy el que escribe se siente dueño del mundo, atropella al ideal, pisotea la belleza, ignora los valores porque para él no existen los valores sino sólo náusea, absurdo, en suma: nada. Busca lo feo, lo desagradable, detesta lo sano porque ama lo enfermo. Es morboso y masochista. Se tortura y quiere torturar a sus lectores y éstos, complacidos, aceptan el látigo que los castiga. Es un destructor. Un verdadero anarquista. Primero arremete contra la idealidad humana, después destruye el lenguaje, finalmente convierte en basura lo visto, lo expresado, siendo su mensaje la negación. Brujerías y milagrerías le interesan más que verdad y realidad. Ciertamente: es un distorsionador; su óptica extraviada no refleja, descompone el mundo. Lo envenena.

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Siendo así —alegó el escritor— yo estoy demás. ¿Para qué seguir escribiendo? Equivocado —repuso el crítico— siga produciendo. Pasará la moda del furor uterino que sacude a las gentes de letras y sus libros serán buscados aunque ya no existe. Y esto es lo que vale. Sus obras no contienen sexo, sangre, escándalo, laberintos idiomáticos, lenguaje soez, ni vulgaridades: por hoy no sirven. Siga escribiendo: pasada la crisis apocalíptica de la literatura usted será restituido a su categoría de creador intelectual. 20 Sucedió así: la prensa denunció que en la compra de una planta industrial, se invirtieron diez millones de dólares. El rumor público — cosa que ya no se atrevió a recoger la prensa— aseveraba que de esa suma un veinte por ciento había anclado en los bolsillos de los ejecutivos de la empresa y de los políticos vinculados con aquellos. Algunos, cautos, guardaron lo ganado. Otros, imprudentes, adquirieron casas, lujosos automóviles. Más de uno se hizo de una embajada para vivir muchos meses fastuosa y licenciosamente. Y algún otro, inexperto, daba fiestas locas y repartía propinas fabulosas en los restorantes. Todo a vista y paciencia del público. Ni la oposición se arriesgó a denunciar el caso, porque algunos dirigentes andaban complicados en otro negociado similar. Nada nuevo, nada aislado. Pasa en todos los países, en todas las épocas. Esa redistribución de la riqueza entre Gobiernos, Fabricantes y Negociadores, es cosa común: aquí, allí, en todas partes. Y no una, sino diez, cien veces. Es la clave por qué todos quieren llegar la poder o a las situaciones de alta dirección. ¿Cuánto sucedió? ¿En 1950, en 1960, en 1970? Antes, ahora, seguirá sucediendo mañana. ¿Y quiénes fueron? Los causantes y bienhabientes de semejantes proezas, como ellas mismas, son tantos que reunidos podrían formar un partido político. Inútil señalar a unos pocos: se trata de una muchedumbre bien organizada; aunque odiándose en lo personal unos a otros, se mantienen ciertas reglas del juego para que todos puedan participar en él. A veces hasta pactan, transitoriamente, los de arriba con los abajo en una distribución equitativa. Vivir y dejar vivir. De moral no se hable: la moral no existe en el mundo contemporáneo. 21 Estaba rodeado por un vasto circo de altísimas montañas. Al centro de luna planicie, en la cual se erguía un árbol elevado. En su copa, no sabía como estaba él, único espectador de la terrible escena. Porque el círculo de montes, aunque bastante alejado del árbol, se movía, ondulaba. De tiempo en tiempo algunas cumbres se derrumbaban. ¿Principio o fin del mundo? Creyó divisar gentes corriendo a guarecerse en cuevas; pero no: eran tropeles de animales que desaparecieron prestamente. Un cielo color pizarra, iluminado a ratos por la fosforescencia de los relámpagos, daba tintes sombríos al paisaje. Pero el suelo de la planicie estaba quieto. El árbol se mecía suavemente como a impulsos de una brisa juguetona. El contemplaba la escena maravillado y aterrorizado a la vez. Porque era fantástico ver cómo el circo de montañas avanzaba y retrocedía, elevando sus cumbres, aniquilando otras. Sin embargo, aunque por instantes parecía que el anillo montuoso iba a estrecharse en torno a la meseta y al árbol que lo sustentaba, siempre había un espacio elástico, flexible, que mantenía distancia entre los altos cerros y la sola presencia vegetal. Y él seguía observando esa extraña soledad, sin hombres, sin animales, ceñida por un aire enrarecido que le oprimía el pecho. Era un levantamiento y simultáneamente un derrumbarse de montañas altísimas. La tierra convulsa se agitaba impelida por mil fuerzas dispersas, pero lentamente, con grave majestad. Y era el único testigo de esa irrupción fantasmal, sin fuego, sin intrusiones volcánicas, sin huracanes: como si el mundo se hubiera convertido en una muchedumbre, una población, acaso una humanidad de montes y cordilleras, porque todas y cada cual parecían animadas por una personalidad poderosa. ¿Qué hacía, él, solitario, empinado en el árbol elevado, contemplando ese hacer y deshacer de un mundo? Había sucedido. O sucedería. Estaba ocurriendo. Un tiempo lejanísimo, como una estrella remota, había hecho impacto con su tranquilo tiempo mortal. Y él se sentía como transportado a un plano desconocido, arrastrado a velocidad vertiginosa a un pasado sin nombre, o impelido a un futuro distante cuyo espacio vacío habitaría un astro no nacido todavía. Pensaba en milenios, en evos… Mas la sensación de irrealidad se volatilizaba. Y otra vez la escena fabulosa, nítida, concreta, inevitable: sólo un circo de montañas elevadísimas, comprimiéndose, dilatándose, levantando y derribando cumbres, moviendo todo el paisaje en una marea lenta, aterradora. Y él al centro de la planicie, empinado en el árbol, suelo y hombre quietos, firmes, como un dios ancestral en su solio tranquilo contemplando la revolución telúrica. Y el instante en que la Montaña Mayor avanzaba hacia él y grandes frases confusas brotaban de su cima, como queriendo hablar, se despertó.

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22 —Es una estúpida. No puedo tragarla. —Yo la encuentro linda e inteligente. —¡Ya saltó la palabrita! Inteligente. Eso es lo que me revienta de ella. Se cree inteligente, y sólo es una muchacha despierta, ingeniosa. No es inteligente; ni siquiera tiene cultura. —Inteligencia es una cosa y otra cultura. Tal vez no haya viajado, no tengo muchos estudios ni muchas lecturas… —¡Eso es lo que me vuela! Sabe poco, conoce poco… y habla de todo. Yo advierto su desconcierto antes de contestar; lo endiablado es que casi siempre acierta, adivina. ¿Creerás que cuando se ve cogida en yerro se limita a emitir una broma, sonríe como una colegiala? No, no. Yo no caigo en la trampa de la niña candorosa. —¿Verdad que te gana al ajedrez? —¡Hombre: eso de que me gana es muy relativo. De tres partidas yo le gano dos y ella una. O le dejo ganar la tercera… —Será como tú dices, pero la otra tarde ella te ganó dos consecutivas. —Era un mal día. Peleas en la oficina, tenía jaqueca, en fin: tú sabes. Pero la condenada, por una vez que gana, lo pregona cien. —La única que te saca de tus casillas es la prima de tu mujer. —Es que Wanda me irrita… Habla demasiado, no se cansa jamás de discutir. Pone la proa a todo. Le oyes decir "no" tres veces por minuto. Es el espíritu de contradicción. —Hablé con ella muchas veces y no comprobé lo que afirmas. —¡Claro! Es que ella no te detesta como a mí, y a ti de deja en paz. —No creo que te deteste —dijo el amigo— justamente ayer ella expresó que te consideraba un hombre de mucho saber y de gran inteligencia. (El quejoso vacila, mira sorprendido al amigo. Pasea por el cuarto. Medita. Luego indeciso pregunta) —¿Wanda dijo eso…? —Y no sólo una vez. —¿Entonces por qué me hostiga, por qué llevarme la contra? —Será un modo de probarte Roberto, para sacar de ti lo mejor y más variado de tus conocimientos, porque ¡vamos! Todo el mundo sabe que tu, cuando discutes y te enardeces, es cuando mejor y te expresas. —No lo creo. Pero el caso es que a mí me es fundamentalmente antipática. Detesto a la mujer intelectual, a la mujer pedante. —Pero si ella no es pedante ni intelectual. Al contrario: a mí me da la sensación de que punza para aprender. —Está claro: joven, bella, cuerpo incitante, rostro expresivo. Ya estás conquistando. Te volteó la mujer. Yo sólo veo en ella una contrincante enconada. 15

—Sí, es una linda mujer. Y me agrada más todavía, su flexibilidad para el diálogo; sobre todo cuando discute: parece como si creciera… —¡Ah! Entonces… ¿tu disfrutas viendo cómo me exaspera con su endiablada lógica femenina? —Es un espectáculo. Tu, con talento y habilidad de expositor, vacilando, a veces frente a los dardos dialécticos que ella te lanza. —A mí me irrita, a ti te divierte; y a mi costa. ¡Vaya amigo! —No seas tonto Roberto, sabes que yo siempre estoy a tu lado. Lo que me sorprende es ver cómo la primita te saca de quicio: discutiendo con ella o hablando de ella… —Es que la detesto. —Pues no ocuparse más de la dama: ni hablar de ella ni hablarle. —¿Y cómo evitarla si es intima de mi mujer y frecuenta mi casa? —No hacerla caso. Burlarse. Tratarla como a una niña impertinente; entonces tú la harás saltar. —Lo intenté, pero ella no se da por aludida. Se da maña para volverme a la discusión seria. —Creo que es más inteligente de lo que pensamos. Detrás de ese airecillo ingenuo, inocente, hay una sólida cabeza. —Te estás enamorando de ella… —¡Estúpido! Sabes que me caso el próximo mes y para mi no hay otra mujer que mi novia. Pero ello no impide que reconozca en la prima de tu mujer una espléndida hembra. (El quejoso, exasperado) —Todos acaban rindiéndole homenaje. Es un mosquito, pica y se escapa. —¡No la denigres, no la denigres! —Antipatizamos. Hasta creo que la odio. —No exageres. Es simplemente una joven hermosa que no se pliega a tu hechizo intelectual. Te enfrenta y eso hiere tu soberbia masculina. —¿En qué quedamos Juan: eres mi amigo o eres su rendido admirador? —Primero tu amigo. La admiro, precisamente, porque es la única dama que yo conozco que perturba tu dominio de ti mismo. —No me perturba, me irrita, cosa peor. Hasta puedo largarle una torpeza, una grosería y pasa a otra cosa o te mira con absoluta serenidad como si te refirieras a otra persona. ¿No te digo que es un demonio con faldas? No digo en sentido delictuoso, porque todos sabemos que es la virtud personificada, ama a su marido y le es fiel. ¿Mas no es en la mente donde crecen las pasiones demoniales? Ella es demoníaca: está poseída por el deseo de vencer y humillar a su contendor. Y me ha elegido como antagonista. Sabe que yo la supero en fuerza y clarividencia; pues ello mismo, se imagina que con preguntas astutas, réplicas vivaces, mezclando la ironía con una fingida ingenuidad, ha de romper mis defensas. Conozco el juego. —Es posible que haya algo de verdad. ¿Has pensado si ella tomará el asunto como tú crees? Es posible que sólo busque aprender por un lado exprimiendo tu talento y por otro divertirse logrando que te enojes. (El quejoso, desconcertado) 16

—¿Divertirse a costa mía? ¡Bah! Tendría que volver a nacer… Es solamente una mocosa engreída. Ya la pondré en su lugar en la próxima discusión, no dando resquicio a sus dardos. (El amigo, insinuante, vacilando) —Yo que tu, la evitaría. Dices bien es un mosquito. 23 La casa cada día más bella, más íntima, cuajada de ternuras. La hija desde Roma envía cartas semanales que iluminan los ojos de su madre y hace latir mi corazón. También el muchacho se casó y sólo tiene 30 años. Sin sus voces y sus risas la casa nos quedará ancha, bruscamente agrandada. No, no quedaremos solos. Dos que se aman y entienden de verdad, nunca están solos. Hermosos recuerdos pueblan el ámbito familiar. Seguiremos velando por ellos. Y está es fina presencia invisible: la espiritualidad del matrimonio para la cual no existen soledad, tristeza ni sensación de despojo o aminoramiento. O. Henry magistral en sus cuentos. Katzanzaki escribe con sangre: poesía y religión se desgarran en sus libros. Segundo volumen de las cartas del Libertador. ¿Qué me detiene para el fresco fantástico del Héroe? Entre Ibsen y Björnson vacilo: hondos y tremendos. Montaigne, Romain Rolland, finos maestros. Comienzo a leer la Inmensa "Paideia" de Jaeger: la mejor introducción a Plantón y a los griegos. La "Corina" de Mme. Stäel: mala novela, buena literatura. Gide y Camus lacerados, lacerantes; éste más pensador, aquel más artista. Martín du Gard no les va en zaga. Tres conciencias sobre el mundo actual. ¡Qué lucidez en estos galos, qué mirar de águila, pero águilas sin pico y sin garras en ciertas páginas! Otra vez al "Ramayana" y a los versos de Homero. Supremo goce: leer, absorber, aunque la sombra de dolor y la experiencia crezca con los años, amortiguando los bríos virginales de la belleza. Dos quintetos de Boccherini y un concierto para piano de Martini con un adagio melódicamente patético. La patria te asedia, te desgarra. Nada puedes hacer. Has sido eliminado. Sin ser llamado no es lícito volver a la lucha. Cuerpo y alma tensos, prestos a partir, pero la meta no se divisa todavía. Fraguando nuevos libros. Distantes política, económica: ¿y si la verdad estuviera del otro lado? Despojado de antipatías: todo es necesario, todos deben existir. Amar el mundo con sus portentos y sus talentos; también con sus grajos y escarabajos. Días oscuros, horas sombrías… pasan. Después del "andante" dolorido, vuelve siempre un "presto" jubiloso y rápido. Agitado, rico de vida y sentimientos, avanzar sereno y confiado aunque la tempestad ruja en el contorno. Este es tu camino, Martín. 24 El mejor concierto: el trino de los pájaros en la fronda de un árbol. El peor: la disputa de los hombres en el parlamento. Los parlamentos sudamericanos no sirven para nada. Se manejan desde el Palacio Presidencial. Unos cuantos gritones, otros payasitos exhibicionistas, raro el buen expositor en la feria de vanidades e ignorancia. Por un diputado que piensa y obra con la propia cabeza, hay cinco que se dejan conducir como borregos. En todo tiempo. El orador-vedette o el cacaseno que perora sin ilación desembocan en lo mismo: exhibicionismo, consigna aceptada, maniobra artera. Detrás del río de palabras que refuerzan documentos, cartas, citas… el vacío. Cierta vez un representante campesino, que escasamente sabe leer y escribir, advierte a los encopetados parlamentarios salidos de la tradición y de la universidad: "Señores: han pasado dos meses y no hemos aprobado ninguna ley. ¿A qué tanto discutir? Votemos de una vez. La patria nos paga para trabajar". Alguien sugirió al Jefe del Ejecutivo "clausurarlas, si ellas toman sobre sí el peso de las responsabilidades, aprobando todo lo que ingenia y dispone el Ejecutivo? Sobrevino, entonces, el sonado caso —uno entre ciento— del divorcio de un magnate minero que exilado del país no podía obtener jurídicamente, la disolución del vínculo conyugal. Pensó, primero, entenderse directamente con los congresales; luego, mejor aconsejado, pactó con el Jefe del Estado y con los parlamentarios. Dicen —estas admirables tratativas nunca pueden probarse— que el partido 17

gobernante recibió tres millones de dólares y los congresales dos. La "Ley-ilegal" salió pese a la protesta de algunos honorables realmente honorables. Después de esto ¿cómo extrañar que los parlamentos criollos muden constituciones, permitan la continuidad presidencial, respalden grandes negociados, destrocen honras y encaramen pícaros? Hablar, hablar, hablar; y sobre todo obedecer al que manda. Aumentarse las "dietas" parlamentarios. Vender influencias. ¿Cómo gozaría Aristófanes hiriendo y mofándose de los modernos representantes del pueblo, que frente al micrófono son peores que locutor describiendo un desfile popular! 25 No es lo grave que sobrevengan las crisis pasajeras: sin inspiración, sin tema, sin voluntad de escribir. El peligro real es cuando falta amor en tu tarea. ¿Por qué se va apagando ese talento joven que se inició brillante narrador? Porque se consume en el odio y en la envidia; toda su obra posterior denuncia al libelista, es decir al resentido. Si no amas lo que buscas, ¿cómo podrías encontrarlo? 26 Uno era donjuan y mundano: quería conquistar el mundo de la representación. Otro amaba los negocios, quiso ser rico. El tercero soñaba con viajes, aventuras. Hubo, también, el diplomático, el político, el que sólo se consagraba a su profesión de ingeniero. Todos llegaron a la meta elegida. Y el séptimo amigo, el que carecía de horizonte fijo porque sus anhelos móviles lo impelían siempre por rumbos diferentes, camina todavía. Camina… Nadie sabe cuándo llegará. 27 —No puedo mentir. Jamás lo hice. —Es necesario hacerlo. Tu mentira salvará a muchos. —No lo haré. —Prefieres tu orgullo, tu vanidad de varón honesto, al bienestar de los que podrías salvar. —Quisiera hacerlo, mas no puedo… —Tu moral estrecha rompe la ley cristiana: no quieres inmolarte por los demás. —Es cuestión de principio: no mentiré ni aun para causar el bien. —Eres egoísta, eres luciferino. Tú inmáculo; los otros que se aniquilen. —No me siento mesiánico. Cuido de mí mismo. No vine para salvar a nadie. —Te comprendo. No eres ni siquiera Lucifer. Te cubre la sombra del Ángel Réprobo que no quería manchar su túnica. 28 Ellos —amigo, parientes— no lo entendían porque ignoraban su búsqueda. Deísta, pero desconfiado de místicos, religiosos y oraciones, buscaba sus huellas lejos de la ortodoxia de los templos. Quería creer, dudaba, creía tal vez, vacilaba, se aferraba nuevamente al inalcanzable ideal; de tropiezo en tropiezo, de hallazgo en hallazgo, avanzaba siempre lentamente. Sabía que jamás lo hallaría. No podía ver su cara ni oír su voz, inaccesibles a la pequeña comprensión humana. Su morada, sus atributos, el poder de su amor y de su ira rebasaban la dimensión terrena. Ni el monstruoso desmesuramiento del universo en expansión podía dar idea de la infinita distancia que lo separaba de El. Era un propósito loco, irrealizable, ciertamente absurdo. Por ello mismo lo perseguía taciturno. Al comenzar su camino supo que no llegaría a término. Pero insistía: amaba lo imposible. Y siguió avanzando, interrogando, analizando. Preguntaba a las estrellas y a los pájaros. Escrutaba en el fondo de los corazones. Leía en los árboles y en las piedras. Sondeaba los móviles ocultos que agitan a las muchedumbres. Escudriña el secreto de las artes y el sentido de los libros ocultos. Bebía los vinos dulces y los vinos ásperos de la vida. Profundizaba sin temor en los abismos de la idea de la muerte. Había descifrado el secreto del tiempo: obras, obras sin descanso. 18

El espacio lo poblaba con su cuerpo y con su mente. De tanto estudiar y meditar llegaba a sabio por la vastedad y pluralidad de sus conocimientos, mas no ostentaba su ciencia porque su anhelo excedía de la ambición común. Callado, reconcentrado, tenaz, sólo una fuerza movía su inteligencia. Era un Buscador de Dios. ¿Pero existe Dios en este mundo corrupto que lo niega? Para los sabios sólo existe la energía, la materia que se aniquila y es sustituida por nuevas formas de materia. ¿Qué pueden teólogos, filósofos, pensadores frente a las precisas y rotundas investigaciones de biólogos, físicos y químicos? Un temeroso respeto sacude al hombre de fe cuando se ve acosado por la certidumbre matemática y el implacable rigor de las demostraciones científicas. Y sin embargo —pensaba ele Buscador— ¿qué son al fin, mundo, materia, vida, hombre? Misterio insoluble: mudan de nombre estudios, teorías, sistemas, cambian los ángulos de enfoque sustituyen sin cesar a conclusiones que parecían definitivas. Con todo: hoy sabemos menos que el griego genial porque abarcamos demasiado, profundizamos tanto que nos perdemos en la infinita división de la materia y en la inconcebible magnitud del universo. Que siempre aumenta. ¿Dónde está Dios? Era un hombre común en gustos y costumbres. Había sólo eso: la poderosa expansión de su mentalidad inquisitiva. Buscaba, buscaba… Cosas claras, concretas, aunque el mundo está ceñido por finas redes de enigmas y vaguedades. Tampoco lo encontraba en las iglesias, donde muchos rezan mecánicamente, se persignan y regresan a pecar. Pero seguía buscando. 29 La mariposa alzó vuelo en caprichosos giros. El muchacho la seguía fascinado. Se detenía a pocos pasos luciendo su vestidito bermellón con tintas negras: apenas si se divisaban sus finas antenas. Quedaba tan inmóvil como un árbol o una piedra; pero cuando el muchacho se aproximaba volvía a remontarse en elegantes curvaturas. Y él iba tras la fugitiva, embelesado por el diminuto insecto. Fuéronse alejando del parque solitario. El sol lucía mesuradamente agresivo en el esplendor del mediodía. Mariposa y adolescente se internaron por un sendero que reptaba hacia el bosque. Ella se detuvo finalmente en una piedra esdrujular, al pie de una cascada que fluía sin mucho estrépito por la pendiente. El muchacho, encantado, la encontraba cada vez más linda, más linda… Se aproximó y el animalito no se asustó como en veces anteriores. ¿No escaparía? El no se proponía capturarla, sino únicamente verla, admirarla porque esta mariposa se le antojaba infinitamente distinta y más hermosa que los centenares de mariposas que había seguido en sus correrías campestres. De cuando en cuando ella agitaba sus frágiles alitas; luego se inmovilizaba al pie de la cascada. Un delicado arcoiris cruzó de rivera a rivera el salto de agua, pero más linda era un la mariposa. El muchacho la contemplaba extasiado. De pronto las alas de la mariposa comenzaron a crecer. Las antenas se movían febrilmente. El cuerpecillo se hinchaba. El adolescente retrocedió sorprendido. Se frotó los ojos: ¡era imposible! Pero no: la mariposa crecía, crecía… Y de las alas desmesuradas brotó una jovencita de cabellos rubios y ojos azules que llevaba una corona de oro en las sienes. "Estoy soñando —pensó el muchacho— o es el recuerdo de un cuento de hadas, tal vez una alucinación provocada por el ardor solar". Se tocó los brazos, puso la diestra en una piedra y la sintió dura y 19

quemante. Su mente, lúcida, distinguía claramente el bosque, el cerro empinado, la cascada, el arcoiris… y en lugar de la perseguida mariposa la hermosa y sonriente muchacha que lucía un vestido bermellón a pintas negras. Ella lo contemplaba intrigada, acaso insinuante, sin proferir palabra. Se aproximó, lo cogió de la mano y colocando el índice sobre sus labios le impuso silencio. Se remontaron a cierta distancia del suelo, deslizándose por el aire. Cruzaron la cascada, sobrevolaron el pinar, y descendieron en una elevada meseta. Entonces, ya a pie firme, recorrieron una senda flanqueada de petunias y gencianas. Llegaron a un escondido anfiteatro de rocas pulidas como cristales. Ella le hizo un ademán de sentarse; el muchacho obedeció. Trazó la joven un signo en el aire y de pronto apareció un tropel de seres jóvenes, hermosos, fuertes. Danzaban con gracia singular. Sus bocas entreabiertas parecían sonreír, hablar, gritar, mas no se oían voces. Era una ronda al mismo tiempo viva y fantasmal. El joven hizo ademán de levantarse para acercarse a los encantadores seres de ambos sexos que le arrojaban miradas maliciosas. Pero la joven lo detuvo. Súbitamente la escena cambió. Un cielo gris puso en fuga al sol. Los danzantes, atemorizados, se apiñaban unos en otros. Miraban angustiados al muchacho como pidiendo amparo. El sintió que algo se desgarraba en su interior: hubiese querido dar su sangre para ayudarlos. A su deseo siguió un declinar de sus energías: se debilitaba, perdía fuerza, sangre, vida… La ronda juvenil fue recuperando vitalidad. Volvieron a danzar alegres y confiados. Rodearon al joven y a su acompañante y misteriosamente aquel recobró las fuerzas perdidas. Esto aconteció varias veces, como si un hilo invisible ligara al adolescente con los bellos danzantes de ambos sexos. La muchacha de cabellos rubios y ojos azules trazó otro signo en el aire. Desapareció el tropel de donceles y doncellas. Le pareció escuchar una voz ignorada que susurraba: —Son los libros que escribirás en los cuarenta años que te quedan para escrutar tu destino. Y nunca más volvió a ver a la joven que ceñía una corona de oro en sus sienes. Ni siguió a la mariposa de alas bermellón con pintas negras que solía encontrar en el parque solitario. 30 Horrores, horrores. Todo eso y mucho más de cuanto denunciaron periódicos, revistas, libros, declaraciones judiciales, fue evidente. Se ha escrito tanto, tantísimo al respecto. Rusos y alemanes violaron las fronteras del sadismo arrastrados por el furor político. Detrás de cada militante surgió la fiera humana. Y no sólo en el sapientísimo occidente; también en la retrasada e incipiente Sudamérica, verdugos y tiranos, reprodujeron los desmanes transatlánticos. El era un historiador probo, enemigo de exagerar, de parcializarse con uno y otros. No quería caer, como Carlyle, en el absurdo, en la injusticia de ver sólo el lado negro de los sucesos (¡esa su descabellada historia de la Revolución Francesa!); pero tampoco podía mentir, callar, silenciar las atrocidades que acababan de ocurrir. No aumentaría los tintes crueles, salvajes, pero diría la verdad. Y la verdad era así. Se llenaron las cárceles de presos políticos a los cuales trataba peor que a perros vagabundos. Se abrieron campos de concentración. Llovían las denuncias de tortura atropellos a viviendas y familiares, despojos de negocios, palizas, amenazas y la secuela de abusos de poder. El historiador investigaba serenamente los casos, comprobando que en un ochenta por ciento eran verídicos. Halló, todavía, pruebas de inmoralidad de altos funcionarios. Tropelías de los inferiores. Vergonzosas combinaciones financieras del partido gobernante con banqueros e industriales del exterior. Los servicios de inteligencia del gobierno, las policías, los organismos represores del régimen cometían abusos y maldades incalificables. ¿Cómo podría hacer el inventario de tales barbaridades? "No —se dijo el historiador— diré simplemente, a grandes rasgos, que se usó y abusó del poder y que se cometieron atropellos y crueldades indignos de la condición humana". 20

Así no mancharía su relato. Suetonio no puede renacer en el siglo XX. Pero aconteció que a los pocos días, habiéndose producido un estallido de furor en los partidarios del régimen, la prensa, en un acto de coraje que pagó después a muy alto precio, denunció los hechos del desborde partidista. En la madrugada del 22 fueron allanados diez y nueve domicilios, pegados y apresados políticos opositores, sus familiares ultrajados. Los esbirros —decía la prensa— se apoderaron de muebles, libros y objetos de uso personal. Horas después, pretextando delitos de especulación inexistentes, (que nunca se probaron) los desaforados ocuparon por la violencia muchas tiendas expulsando a sus legítimos propietarios que fueron desterrados. Se atacó y se incendió tres secretarías de partidos opositores. El director de un diario adverso al régimen fue baleado y golpeados tres redactores; sus oficinas y talleres quedaron parcialmente destruidos y luego incautados "por estar conspirando". Dos radiodifusoras se clausuraron por orden superior. En una junta de almonedas que debía aprobar una propuesta de repuestos ferroviarios, un prepotente vinculado a los gobernantes hizo aprobar con amenazas la propuesta de mayor precio habiendo cinco más favorables para el fisco. En un club nocturno, otro exaltado hizo desocupar el local disparando tres tiros al aire "porque quería divertirse solo con sus amigos", no sin antes propinar una paliza a dos pacíficos bebedores que hubo que trasladar al hospital. Y seguían las denuncias. Una reunión sindical de fabriles había sido disuelta a golpes de laque. Descubiertos cuatro desfalcos en reparticiones públicas. En un campo de concentración fallecieron dos detenidos a consecuencia de las torturas sufridas. Un motociclista detenido en estado de ebriedad sacó su revólver hiriendo a dos agentes de tránsito; no pudo ser arrestado porque era diputado nacional. En sólo dos noches, treinta y cuatro ciudadanos se quejaron por haber sido agredidos a palos y golpes de puño cuando se recogían en horas nocturnas a sus domicilios, sin que hubiera mediado motivo alguno. Los sicarios del régimen, exacerbados de poder, golpeaban a quienes les venía en gana. Se intensificaron amenazas de muerte contra personas y organismos contrarios al gobierno. Una bomba estalló en el domicilio de un jefe opositor sin causar daño a sus ocupantes. El matonismo callejero y la represión policial sembraban el terror en la población. Se diría un "western" italo-americano donde todos corrían peligro de muerte. Frente a las valerosas denuncias de la prensa —prontamente silenciadas negando papel, evitando renovar letras, exigiendo pagos inmediatos de gravámenes, deteniendo redactores y otras triquiñuelas del oficio— la policía dijo saber nada de los hechos producidos. El ministerio del gobierno sostuvo que no había impartido ninguna orden que justificara los atropellos denunciados. La presidencia de la república se indignó ante la sola sospecha de que hubiese participado en las cuarenta y ocho de vandalismo. El partido gobernante, a su turno, negó categóricamente que ninguno de sus numerosísimos afiliados hubiese intervenido en los sucesos. Prohibió, además (lo que quedaría en el papel) que sus militantes usaran armas blancas o de fuego. En resumen nadie había impartido orden alguna, nadie respondía de la explosión de violencia que durante dos días y dos noches conmoviera a la población. —Gajes de la dictadura —comentó en voz baja un político avezado—. Aquí los atropellos los cometen los fantasmas y los soportamos los ciudadanos de carne y hueso. Apenado confuso, el historiador reanudó su crónica (¡claro que no la publicaría mientras subsistiera el régimen!) reproduciendo las denuncias de la prensa. Y su juicio final fue éste: el peor régimen democrático será, siempre, más aceptable que la mejor dictadura. 31 Era algo endiablado. El tenía conciencia de su superioridad mental. En punto a cultura e inteligencia discriminadora, la sobrepasaba ampliamente. En largas discusiones siempre la vencía, o la dejaba malparada, aunque no sin sentir el efecto de dardos sorpresivos que ella lanzaba con destreza. ¿La dejaba realmente malparada, o era que su orgullo masculino se adjudicaba siempre la victoria? Quién sabe… Acaso una que otra vez, pero sólo una que otra vez, ella defendía hábilmente su causa. Sí: era ágil en el diálogo, pronta de respuesta… ¡Pero, nada, nada él la doblegaba de diez veces nueve! Entonces ¿cómo podía ser que ella venciese en ajedrez de tres veces dos? Era absurdo, era imposible, era verdaderamente endiablado. La prima de su mujer lo aventajaba en la ciencia de mover piezas sobre el tablero, aunque él preparaba cuidadosamente las jugadas, de acuerdo a la más rigurosa ortodoxia de ataque y defensa. Wanda a pesar de jugar 21

técnicamente menos (¡porque vaya si jugaba técnicamente menos!) Lo sorprendía con movidas caprichosas que desbarataban sus planes. Un descuido… y era el mate. Ahora se encontraba más inseguro que otras veces. Porque su contrincante no era únicamente una mujer, sino la poseedora de las piernas que lo tenían embrujado. Deliberada o inconscientemente (quién puede saberlo cómo actúa una mujer?) Ella estaba sentada un poco al sesgo, de modo que la mitad inferior de su cuerpo podía ser observada sobresaliendo un tanto de la pequeña mesa cuadrada que apenas si contenía algo más de espacio que el tablero de ajedrez. Cuando su contrincante se concentraba en las jugadas él podía contemplar las esbeltas, finas y tentadoras piernas, que, nerviosismo femenil, casualidad o acción intencionada, de tarde en tarde se descruzaban y volvían a cruzarse revelando lo que ningún hombre puede ver sin estremecerse. ¡Condenadas minifaldas, que ha concluido con el dominio que tenía de sí mismo el varón atingido por el sensualismo visual! Perdió las tres partidas, jurándose no volver a enfrentar a las encantadora. Profundamente herido en su orgullo, ese día advirtió que la atracción que sentía por Wanda iba convirtiéndose, lenta pero seguramente en odio. Sí: la deseaba ardientemente y al mismo tiempo la odiaba con furor. —No lo puedo comprender —confiaba a Juan—. Si ella me lo pidiese me tiraría al mar para complacerla. Instantes después creo que la estrangularía… —¡Oh! —repuso el amigo—. Estás ofuscado. Es el deseo reprimido, porque sabes que te está prohibida, lo que te hace oscilar del amor al odio, fenómeno nada extraño en materia pasional. No hay en realidad fronteras entre el mucho querer y el mucho desesperar: se odia y se ama alternativamente. —Es que no es sólo su cuerpo que me tiene imantado, esas piernas que agonizo por acariciar. Es la mirada burlona de sus ojos verdes, inocentes, seremos, en los cuales no leo la verdad: jamás sé si se goza en mi confusión o si le soy indiferente. Se comporta como una mujer fiel a su marido, perfectamente correcta en todo lo que hace. De pronto —muy de ven en cuando— una chispa de oro en sus ojos verdes; ese relámpago áureo me hace dudar: ¿me provoca, busca la aproximación, quiere quebrar mi entereza varonil, su burla, o finge no comprender para desarrollar mejor su juego de te tiendo y te mantengo a raya? —Sácatela de la cabeza. —Si estuviera en mi cabeza solamente… Está en mis nervios, en mi sexo, en todos mis sentidos. Mi tiempo le pertenece. Cuando estoy a su lado es como si el espacio no existiera: ella únicamente. —Consulta un psiquiatra; es una obsesión. —No puedo confesar que se trata de una pariente. El médico se percataría que estoy al borde del incesto. —El profesional honesto calla. Confía en su probidad. —No podría curarme. Dí que es una obsesión; para mi es algo más fuerte que sólo desaparecerá el día que me imponga a ella. —¿Quieres acostarte con la prima de tu mujer Roberto? —No necesito ni busco su consentimiento. Quiero sorprenderla en esos momentos de debilidad que tienen todas las mujeres. Luego violarla, humillarla, decirle cosas atroces. Finalmente abandonarla después de haberle demostrado que a pesar de los largos meses de angustia que me hizo padecer, yo sigo siendo el macho físico, el inteligente dominador. —Demuéstrale indiferencia. Abandónala por temporadas.

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—No da resultado con ella. Al volver es siempre la misma: tranquila, aparentemente indiferente, en el fondo (yo lo sé aunque no lo demuestre ostensiblemente) sutilmente provocativa, peligrosa… La situación no cambiaba. La mujer de Roberto no era celosa. Tampoco el marido de ella parecía incomodarse; más bien se divertía viéndola siempre en apronte verbal, llevándose la contra. No había resquicio para pensar mal. Ni citas, ni aproximaciones intencionadas, ni atenciones visibles. Los juntaban los vínculos familiares; más que prima ella era una hermana de su mujer, muy unidas desde la infancia, y este hacía que los maridos también congeniarán (¡mil demonios: él simpatizaba con el otro, lo respetaba, no hubiese querido ofenderlo, por qué demontre tenía que ser el marido de la codiciada!) y todos cuatro andaban juntos, no todos los días, ciertamente, mas sí lo suficiente para crear esa atmósfera de intimidad que forja verdadera camaradería. Una noche, invitados al teatro, a ver una obra de Brecht que él detestaba pero que Wanda (¿era por llevarle la contraría? Manifestó ser el mejor dramaturgo, los acompañaba otra pareja amiga: eran seis en total. El local, reducido, no tenía más de doce palcos, estrechos, construídos para acoger cómodamente a cuatro personas. En casi todos se daba cabida a cinco, seis y más espectadores. En el palco al cual estaban invitados tuvieron que acomodarse las tres parejas, silla con silla, rozándose los cuerpos. Nunca supo si fue casualidad o maniobra deliberada —ella se movía con tal naturalidad que no daba lugar a sospecha— pero lo cierto es que resultó al lado de la tentadora. Comenzó la obra, densa, cargada de intelectualismo, difícil de "agarrar", hasta para él, que se sabía "entendido". Había muchos esnobes en la sala: era obligado oír y tratar de entender a Brecht con simpatía. En el palco todos aparentaban embebidos en el desarrollo del drama. De pronto él sintió una descarga eléctrica: ¿quién había iniciado el movimiento, el sutil y apenas perceptible movimiento de aproximación? Había entrado en contacto con la pierna admirable. Nunca una sensación igual: quedó en suspenso, apenas se atrevía a moverse, temiendo perder el contacto inesperado y felicísimo. La prima miraba fijamente al escenario sin que nada denotara sorpresa o molestia en los ojos verdes. Y él sentía la cálida delicia de la carne femenina que no ejercía presión sobre la suya, pero que como una escolopendra con dedos invisibles recorría su piel y la hacía vibrar traspasando las telas que lo separaban. La falda, muy recogida, bastante más arriba de la rodilla permitía el contacto casi hasta la mitad de los muslos en placentera proximidad. El sentía las formas redondeadas pero firmes de la mujer que le infundían una sensación embriagadora. Una idea le atravesó la mente: ella era, ya, suya. Porque una mujer que permite, o sostiene, o se complace en el contacto turbador de los cuerpos, está consintiendo, sin palabras, al enlace mayor. Imperceptiblemente, con sumo cuidado, aventuró ligera presiones que le devolvían nuevos hallazgos sensuales. La pierna prodigiosa no se movía, pero aceptaba sus finos llamados. Era, en realidad, algo indescriptible. Había acariciado a muchas mujeres, absorbiendo las ondas erógenas que despide la carne femenina tocada; jamás como ahora, junto a la prohibida, cuya piel ardiente trasvolaba la media sutil, penetraba por la delgada tela de su pantalón y le transmitía toque incitantes que lo llenaban de júbilo. En la tensión del suceso, su pierna izquierda presionó excesivamente a la derecha de la bella, por instinto, sin que lo hubiese buscado deliberadamente. Se asustó: ahora el contacto era tan estrecho, que ella se retiraría rompiendo el encanto. Pero no fue así. La gatita seguía el drama con sostenido interés como si nada hubiese ocurrido. Y estaban tan juntos, tan juntos que él aspiraba el olor indefinible de la bella, mitad natural, mitad perfumería; ese olor enervante que el varón excitado se le antoja sólo puede exhalar la mujer largamente deseada. Cosa increíble: la inocente, la indiferente, aceptaba el mudo requerimiento. Acentuó las presiones que le devolvían raptos trémulos de cálida sensualidad. ¡Que no terminara nunca…! De pronto, receloso, comenzó a desconfiar: ¿por qué esa indiferencia glacial? Su cuerpo joven era cálido y sensual, él lo sentía vibrar; pero su mente o su voluntad permanecían como ajenas al contacto corporal. Entonces una furia inmensa, que apenas pudo contener lo invadió: lo despreciaba, no lo tomaba en serio. La pierna estupenda lo mismo podía apoyarse en la suya que en las maderas del palco o de la silla. No reaccionaba ni a favor ni en contra porque nada sentía. ¿El, vencedor en cien lides de amor desdeñado por la prima de su mujer, la jovencita de cuerpo soberbio y ojos de sirena? Ardía en cólera. "Bueno —pensó— es hora ya de aclarar la situación: es hembra o tonta". En maniobra lenta, cuidadosa, temeroso de precipitar una brusca reacción de la joven, primero con las puntas de los dedos que no fueron rechazadas, luego con ellos y finalmente con la mano plena se apoyó en la rodilla codiciada. Inició un roce suave sin hallar resistencia. No podía creerlo. Pero la hermosa no respondía a la audaz fricción. Despacio, despacio con lentitud exasperante que acrecía su deseo, se atrevió a subir hasta el nacimiento del muslo. La mujer tenía las piernas ligeramente entreabiertas. Un movimiento más y la mano atrevida que exploraba con la 23

palma la sensual redondez de la pierna derecha de la joven, no tardó con el dorso el muslo opuesto. Ascendió más, un poco más. Andaba ya por la mitad de los muslos femeninos, allí donde terminaba la minifalda, sintiendo (o creyendo sentir) que la bella era enteramente suya… Se disponía a penetrar más allá de la falda, a la zona prohibida, cuando la mujer, en primera y única reacción, apretó muslos y rodillas deteniendo a la mano osada. No la expulsó: la retuvo presionera, sin hacer ningún otro movimiento. La duda volvió a rondar al hombre. ¿Lo aceptaba, o simplemente ponía un freno su atrevimiento? Quedó en suspenso, sin atreverse a moverse. Pasaron minutos o segundos (no podía precisarlo) durante los cuales su mano aprisionada en los muslos de la bella siguió trasmitiéndole paraísos de voluptuosidad, sin que ninguno de ambos se moviera. La batalla de amor, paralizada en plena acción, sólo dejaba advertir a la mujer impasible y al hombre trastornado. Súbitamente ella separó las piernas opresoras y cogiendo delicadamente entre el pulgar y el índice la muñeca del varón, retiró la mano hacia su dueño. Y no hubo más hasta que terminó el drama. Al regreso, al acomodarse en el "Mercedes", ella evitó su compañía. Dos días después, antes de iniciar la consabida partida de ajedrez, habiendo quedado solos, la joven mirándolo con ojos inocentes y traviesos le dijo: —Te divertiste bastante la otra noche en el teatro. ¡Qué niño eres! Todavía no te diste cuenta que no soy mujer sensual; y aunque lo fuera; jamás engañaría a mi marido. El quedó confuso, humillado. No pudo responder. Como mínima compensación, ganó las dos partidas de ajedrez. Se quedó con la duda si la segunda no se la habría entregado su contrincante. Y las piernas tentadoras continuaron su juego excitante como si nada hubiera pasado. Y los ojos verdes miraban con tranquila inocencia. Furioso, él se preguntaba si tenía realmente 38 años y ella apenas 22. O si era la inversa. 32 Lecturas, lecturas. El insondable Baudelaire: crítico estupendo. Eurípides, maestro de almas, pero es tan pobre la versión española… Camus, atrayente y repelente, alternativamente. Symmonds insuperado en su análisis del Renacimiento en Italia: visión cíclica y hondísima. Descubrimiento de Saltykov y de Leskov: esos "Tres Hombres de Dios". Terminadas las cartas de Bolivar, el mayor drama psicológico del Nuevo Continente. Comedias de Calderón, Tirso y Lope, aladas, gravitantes. Buzzatti en cuentos y novelas, desconcertante. Torturada la Beauvoir, crudo Cadwell, sucio Miller, divertido Ionesco, magnífico Hesse. Diderot como Voltaire más erudito que creador. Píndaro relampagueante. Relecturas de Virgilio y de Aristóteles. Retornos a Emerson y a Montaigne. Un inglés fino y singular: Charles Morgan. Otro agudo, sugestivo: Aldous Huxley. 33 Me dicen, muchos, que hay vuelo filosófico y profundidades poéticas en mis escritos, pero no lo publican. ¿Cómo romper la dura coraza de los contemporáneos? Mayor tragedia la de Tamayo que, mejor cabeza y artista más hondo, escribía para sí. 34 ¡Qué bueno, qué noble era el petizo! Entreala izquierda le cedía la pelota con precisión; y esa tarde su sentido del pase, su cálculo exacto de la jugada, le habían permitido anotar los cuatro tantos de la jornada. Porque en realidad (él también era justo, ¡que diablos! Por algo ocupaba el puesto de centro delantero y capitán del equipo) era él, el petizo, el artífice de los cuatro tantos. Claro que como delantero centro, como goleador neto del equipo (por algo llamaban "el cañonero") también él supo aprovechar los cuatro pases y convertirlos en otros tantos goles. ¡Pero ese cuarto tanto…! Una maravilla. El petizo fingió pasar la bola al alero izquierdo; todos, compañeros y contrarios oscilaron hacia la izquierda; entonces el entreala esquivando a un contrario con un juego impecable de cintura, le cedía suavemente la pelota. Y lógico, "el cañonero" lanzaba el tiro preciso, fulminante, imparable que hizo vibrar el fondo de la red.

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Juego soberbio el fútbol. Pleno de vitalidad, de fuerza, de maestría. Nada se podía comparar a la emoción de sortear dos, tres contrarios, del avance impetuoso y velocísimo, el cabezazo oportuno, la jugada maliciosa y sobre todo los tiros inatajables al arco. ¿De dónde le venían fuerza y destreza? Comenzó a jugar tarde a los 19 años y ahora, seis después, era el fenómeno indiscutido. Por eso mismo, los pies de los contrarios lo buscaban con empeño, lo agredían de frente o disimuladamente, querían dañarlo. Pero él era diestro en el esquive, fuerte para resistir choques, sabía eludir taquitos y codos. Estaba, además, su agilidad; quien lo buscaba rara vez lo hallaba en el mismo sitio. Quince veces internacional, acumuló medallas de oro y de plata, copas, diplomas, regalos de los admiradores. Era el único que la prensa respetaba. Alguna vez jugó mal pero sus actuaciones acusaban casi siempre decisión, eficacia, coraje. Jugaba al fútbol con elegancia, con ímpetu controlado. En carrera, en dominio del balón, en el pase, y particularmente en el sentido del gol, nadie lo aventajaba. Ya era rico. Ídolo de los muchachos, presa codiciada para las bellas, fuerte, sano, enamorado de su profesión tenía diez largos años por delante: haría temblar de emoción a las multitudes por mucho tiempo. Esa embriaguez del triunfo, la marejada de los aplausos y los vítores, el nombre diez mil, cincuenta mil veces coreado por la muchedumbre. La suprema alegría orgullosa del goleador que sólo conoce aquel a quien se puede llamar "el terror de los arqueros". En fin: noventa minutos de juego intenso, impetuoso, porque lejos del frío academismo de los virtuoso, él no se desplazaba economizando energías, calculando instantes para acometer y otros para reposar, sino que jugaba a todo dar, incansable, arrollador. Salía exhausto, sí pero contento: los entendidos alababan su destreza y su gran voluntad. Por ese tiempo no existía Pelé, el Rey, ni los astros del fútbol ganaban cifras astronómicas, pero él era solicitado de todas partes. Quisieron llevárselo al Uruguay y a Europa. Prefirió quedar en su pequeño país. Era el "Maestro", tenía al petizo al lado, el buen servidor de goles, y "su" público que lo quería hasta el fanatismo. Si: le quedaban diez largos años de victorias y de gloria. El Cañonero haría temblar redes y arqueros por mucho tiempo… Pero una tarde en un partido amistoso, sin mayor relieve. Al saltar para impulsar el balón con la cabeza hacia la red (lo que obtuvo) al poner el pie izquierdo en el suelo sintió un dolor agudísimo en el tobillo. Mala caída. Se destrozó el tobillo y nunca más pudo jugar fútbol. Gloria y victoria se alejaron para siempre del "Cañonero". 35 —Vives en tu torre de marfil, te aíslas. —No es verdad. Participo en el movimiento general de la sociedad en la cual habito. Me trato con muchos. Mis puertas no están cerradas. —Sin embargo, tienes pocos amigos… —Es que pocos merecen el nombre de amigo. —No perteneces a sociedades ni academias. —Carezco de espíritu gregario. —O eres soberbio, desprecias a los demás porque te sabes superior a ellos. —Absolutamente errado. No me creo superior a nadie, ni genio, ni gran escritor; solamente un artista que recorre su camino con firmeza. Enseñé a muchos, ayudé a más. Sólo pido que me dejen defender mi intimidad, ese fondo sagrado inaccesible a la fricción cotidiana. —Eso es altanería, Martín Lucero. —No lo es. 25

—¿Por qué te apartas de amigos y conocidos que desearíamos frecuentarte? —No es que me aparte, es que me solicitan cosas que conceptúo más importantes que la charla o el devaneo en los cafés. —¿Qué hay más esencial que la vida de relación con los amigos? —Leer, oír música, estudiar, profundizar las artes, consagrarse al hogar, contemplar el paisaje, escribir, meditar, darse en parte a la patria y en otra a parientes y amigos; en fin: tantos caminos que debe recorrer el hombre de espíritu. —No te entiendo: apuntalas al amigo cuando tú quieres, no si él te necesita. —Quien me necesitó siempre me tuvo a su lado pero no entrego mi libertad ni mi alma. —¡El gran rebelde, el solitario que no requiere de nadie! Eso, más que orgullo, es soberbia. Y la soberbia satánica. —¿Para qué seguir discutiendo? El amigo que me critica puede ser sincero. Su sentido materialista, casi coactivo de la amistad, le impide comprender mis razones. Uno es el ser social, otro el artista. Y entre amistad e intimidad una zona de separación infranqueable. 36 Destroza el lenguaje, acomete a los críticos, injuria a la sociedad. Pronuncia las palabras más atroces y describe los hechos más inicuos. Sacude, asombra, horroriza, al lector. Serás un vencedor. El conocía la fórmula para imponerse. Freud, o Lawrence (D. H.) Durrel. Y Céline, Miller, Moravia. Después sobrevinieron los epígonos del "boom" latinoamericano, más crudos, más enrevesados, poseedores de una técnica refina del mal pensar y el peor decir. Es sencillo. Nada impide imitar, acercarse, o adherir a la vorágine autofágica que devora escritor y escritura, a trueque de una pasajera vanagloria. Pero él no quiso plegarse a la turbamulta de los alborotadores. Y prosiguió —monje laico— su severa y soledosa tarea de pensar y crear con dignidad. Es posible que hoy la lean pocos. Mañana cuando muchos "monstruos" literarios se hayan olvidado, pasarán estudiantes con los libros bajo el brazo de aquel que prefirió "el canto eterno al canto en moda" 37 Mañana se irá como el "coquero" que nunca anuncia su regreso. Hija: ¡sol de alegría! Sólo tú sabes pulsar la cuerda profunda de los corazones. La despedida no existe. Separación tampoco. Estaremos siempre unidos. Cuando asome el llanto a tus ojos y un ciervo tímido se adelgace en el misterio de tu voz, piensa en los padres lejanos que acudirán a disipar tu melancolía. Volverás. O iremos a buscarte. Ni tiempo ni distancia cuentan. El amor tiene una sola dimensión. Revelación maravillosa: nadie parte, nadie se queda en el país del sentimiento. Todos giramos en la ronda del Señor. 38 —"Es imposible —dijo al informante—. Ayer mismo me aseguró que yo tenía toda su confianza, que me ascendería el próximo mes, que el Partido me conceptuaba hombre de primera fila". 26

El otro sonrió con tristeza. El Jefe —expuso— ignora que somos concuñados, no sabe siquiera que nos conocemos. Y me ha confiado la misión "secreta" de provocar tu caída urdiendo una intriga con el ministro de hacienda; cartas falsificadas demostrarían tu entendimiento con la oposición para un golpe subversivo. —¡No puede ser! —insistía el afectado—. El me aprecia, yo siempre le fui leal. ¿Cómo se pueden sacrificar veinte años de camaradería? El informante meneó apesadumbrado la cabeza: tenía que cumplir lo ordenado. "He sacrificado la consigna política al lazo familiar, pro una sola vez, por el afecto que te profeso. Olvida que yo denuncié la trama y procura defenderte, aunque quien sabe lo mejor sería que te vayas del país. Creo que el Jefe ha trocado la simpatía hacia ti en odio el rencor en sus ojos y en sus labios". Se pasó la noche en vela, pasando y repasando sucesos. Nada, nada tenía que reprocharse. De pronto, como un rayo, vislumbró el probable origen de su infortunio: recordó que su mujer le había contado que en una reunión de amigas se comentó que el Jefe se ufanaba de sus cualidades donjuanescas y que buscaba, discretamente, aventuras con damas del mundo oficial y del partido. Ella, la esposa, había deslizado imprudentemente que no le encontraba ningún atractivo personal para ejercer de donjuan. ¿Y quien más vanidoso que el Jefe en materia de faldas? Trataba de vengar en el marido la opinión despectiva de la esposa. ¡Cobarde! —pensó— tiene todo el poder en las manos y me aplastará sin compasión, sólo por una torpeza de mi mujer. Pero el segundo secretario del Comité Político no era cobarde y menos inactivo. Inmediatamente se puso en campaña. No dijo a nadie lo que tramaba en su contra. Hurgó papeles, recordó hechos de antaño, se exprimió el cerebro tratando de devolver golpe por golpe. Si el Jefe quiere hundirme —pensaba— al menos le arrojaré a la cara el fango donde quiere sepultarme. Empezó la batalla de maniobras y rumores. Muchos se enteraron que el Jefe quería deshacerse sin escándalo del segundo secretario del Comité Político, y a poco se rumoreaba que éste sabía "cosas" muy graves sobre anteriores actitudes el Jefe. El informante recibía órdenes y contraórdenes del Palacio: acelere documentos fraguados— suspenda preparación documentos; viaje estrechamente segundo secretario — afloje vigilancia segundo secretario; informe posibilidad atentado personal — abandone posibilidad atentado, etc. Del otro lado, el Jefe recibía anónimos aparentemente siempre distintos, cambiando papel, letra, redacción en los cuales se le informaba (un "amigo" decía siempre el anónimo) que circulaban rumores muy perjudiciales para su prestigio político. El viejo zorro sabía que era un solo el sabedor y uno solo su adversario, y como conocía su dinamismo y su capacidad de lucha, sospechaba que había tomado sus previsiones para que los "rumores" fueran ampliamente difundidas si se atentaba contra él. Por eso cambiaba de opinión, vacilaba. Tres personas sin relieve alguno (no se pudo recoger sus nombres) ingresaron a tres Embajadas y entregaron documentos confidenciales contra el Jefe. La residencia del Segundo Secretario fue allanada, requisados todos sus papeles, secuestrados muchos. La víctima tuvo que esconderse. Tenía muchos amigos y aunque prófugo rehuía la persecución oficial. Un edecán manifestó a otro que el Dictador andaba nervioso. "Al agente que no pudo darle la referencia que pedía, lo sacó menos que a empellones". Los ministros soportaban los rigores de su mal humor. Los rumores eran tenues, confusos. No había nada concreto, pero traslucía que aun caído en desgracia, el Segundo Secretario poseía secretos que atemorizaban al Jefe. Y muchos pretendían sacar provecho de la situación, buscando contactos con el Presidente o con su víctima para proporcionarles informes ciertos o inventados, por los cuales obtenían dinero. Las redacciones de los diarios hervían de rumores. "¡Cernir, cernir las noticias! —decían los directores— Pueden cerrar el periódico". Las radiodifusoras, más audaces, perfilaban ya el conflicto en dimensiones reales: el Presidente había perdido confianza en el Segundo Secretario del Comité Político de su Partido, lo perseguía, quería aplastarlo, pero éste poseía terribles secretos contra su Jefe. Poco a poco comenzaron a difundirse detalles más concretos. Para la caza del réprobo trabajaban 500 agentes secretos. Este, demostrando ser más hábil que la Policía, seguía escondido y desde su escondite irradiaba sutiles mensajes que, sin acusar directamente al dictador, dejaban entrever su mano detrás de feos negociados y maniobras políticas reprochables. 27

El escándalo no se podía atajar. Cada día, cada hora, las acciones y represalias de ambas partes complicaban el caso. El Jefe movilizaba su tremendo poder: una máquina represiva conceptuada la más eficaz del continente. Debía, a la postre, vencer. Pero adversario no era manco; poseía una inteligencia intuitiva ejercitada largos años en literatura criminal y policiaca. Se burlaba de su adversario y le infligía golpes certeros. La opinión pública seguía apasionada el desigual y excitante duelo. Un día se anunció que había sido detenido el enemigo (el difamador decía la prensa oficialista) del Jefe. Resultó falso. Otro se propaló que los documentos más peligrosos, señalando directamente al dictador, aparecerían mimeografiados. Falso también. Siguió el duelo. Cuando los ciudadanos leyeron una mañana en los diarios que el Segundo Secretario del Comité Político, víctima de falsas acusaciones, había sido designado Ministro de Gobierno reconciliándose plenamente con el Jefe, un experto de ajedrez comentó irónico: "Hicieron tablas. En Sudamérica y en política, esto es no usual pero si posible: los peores enemigos pueden llegar a mejores amigos si poseen armas de igual poder mortífero para anularse". 39 Allá, en la pequeña ciudad donde habitaba, se juzgaba varón útil, activo, superior. Pero aquí, perdido en el torbellino de la urbe —autos, multitudes, luces ruidos— sentíase apenas una motita de polvo cuyos pensamientos y actos a nadie interesan. Entonces la autoestimación declinaba en negaciones, y la duda surgía densa, oscura: ¿no seré, más bien, un gran pecador? La prensa diaria registraba sangre, violencia, muerte y destrucción. El cien arrasa los valores morales: pornografía y libertinaje ya no conocen límites. La sociedad de consumo atenta contra la familia. ¿Autoridad? Nadie quiere ser mandado. No es la guerra atómica el peligro mayor: es la otra, la invisible plaga que no deshace por dentro, el furioso alineamiento contra todo, el hombre contra los hombres y contra sí mismo. Todo amenaza desintegrarse. Solía pensar: antes todo se refería a Dios, de El se desprendía ya hacia El volvía a dirigirse. Hoy flotamos en la nada. ¿Quién podría restituirse a la antigua confianza de abuelos y bisabuelos? Cobardía, instinto vital de seguridad, desesperación de une asidero, una chispita brota de la oscuridad: emprende la búsqueda de Dios. Pero no a la manera de místicos y santones, con renuncia a los deliquios, urgencias y miserias del mundo, sino precisamente a través de ellos. Porque el Creador hizo al hombre débil proclive al mal, ingrato, justamente para que se venciera en sí mismo; y es de su debilidad congénita de donde sacará su fuerza para el gran encuentro. La pequeña criatura no osará interrogar a su Creador, mas tiene la facultad de aproximarse (o soñar que se aproxima) en solicitud de amor y comprensión. Es un camino que no conoce término. Hay que recorrerlo sin embargo. Una señal. Sólo una señal, una mínimo indicio, un aviso misterioso. Un rayo de luz que ilumine la tiniebla actual. Así creería en Dios. Se avergonzaba de sus pensamientos. Creería en Dios si recibía un mensaje revelador. De no llegar ¿seguiría incrédulo? El enigma del milagro devenía angustioso: ¿acude al llamado de la fe, o engendra la fe que lo hará posible? Quería creer… pero no creía. Era criatura de Dios, mas no tenía idea de Dios. Pasaba de la esperanza a la negación. Y buscaba, buscaba sin arredrarse, a veces terriblemente cansado, a veces ágil y contento porque existen crepúsculos y auroras en la persecución de la verdad que es, en realidad, el antifaz que cubre la cara de Dios. 40 Veinte libros. Trabajaba en otros diez. ¿Cuántos serán? No cuentan número ni esfuerzo. Pero aquel que soñaba y perseguía acaso nunca sería escrito, porque nadie, o casi nadie alcanza a realizar su ideal. Si abandonara la lucha vana de los hombres, la porfía de las literaturas… Replegarse, meditar… 28

Pocas páginas resplandecientes de verdad, justificarían el largo quehacer de los años de angustia. Todo pensar, todo penar cobrarían un sentido. Porque no es la victoria la recompensa del soñador, sino los ecos que despierta en las almas que lo escuchan. Llueven injurias, burlas, vacíos calculados por el techo de Martín Lucero. Pero también los trinos del pájaro y el brote de las yemas vienen del jardín. Habitando únicamente el retiro del artista, sufriría menos. ¿Mas el hombre no reclamaba su derecho, su deber de actuar y padecer? 41 Sucedió exactamente así. Una mariposa desfallecida, próxima a morir, se posó en su mano. Insondable maravilla: lo frágil en lo fuerte. Luego una libélula le permitió observar su materia delicada, próxima a deshacerse al más leve contacto. Por último un hermoso colibrí se detuvo cerquísimo a libar el néctar de las flores. Tres milagros en la fugacidad de cortos instantes. Porque bien pensado —se dijo el poeta— la mariposa, la libélula, el colibrí, son cada cual por sí prodigios vivos, centros de revelación. Ahora que pocos llegan a extraer los zumos secretos que destila esa contemplación desinteresada, porque el hombre de hoy no sabe mirar-pensando… Pero llegó un gorrión y de tres picotazos se tragó sendos gusanillos. Un perro mordió a un niño despertando el vocerío en la mañana tranquila. Una bicicleta conducida por una muchacha de corta edad cayó sobre una planta delicada destrozando los lirios. Tres catástrofes tan rápidas, tan fulgurantes como los tres milagros anteriores. El poeta se sintió atravesado por seis puñalitos: tres decían que "si", tres respondían "no". 42 El ministro de Educación ingresó al despacho presidencial. Entusiasmado expuso su plan al primer Mandatario: —Tengo 88 empleados. Puedo manejar perfectamente el despacho con 40. Licenciemos a los 48 que están demás, mejoraremos los sueldos de los que quedan y el ministerio andará mejor. El primer Mandatario sonrió benévolo: —Hombre, usted, el humanista… ¿Arrojará a la calle a 48 empleados con su familiares? El ministro lo miró desconcertado: —Señor —repuso—sólo pensé en hacer más eficiente el servicio educativo, y economizar fondos que hoy se malbaratan para emplearlos mejor. El conductor del país lo tranquilizó. La intención era sana. ¿Pero cuántas intenciones se estrellan contra la realidad? Tuve otro caso parecido —agregó— cuando en la oficina técnica de administración se descubrió una mafia de la que formaban parte desde el gerente hasta último portero; era el robo organizado en gran escala y los fondos apropiados indebidamente se distribuían proporcionalmente a los sueldos entre todos. Debí destituir a todo el personal: 400 personas, más de 2000 con sus familias, a la calle. Pero no lo hice. En mi conciencia pesaron más la razón política, o el problema social que el aspecto ético. —¿Y usted cree, señor, que cerrando los ojos a la inmoralidad salvaremos al país?

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El primer Mandatario volvió a sonreír. —¡Caramba! Había olvidado su juventud. Aun ignora usted que los países se salvan solos. En la jerga moderna, si un gobernante separa de sus cargos a más de cincuenta personas, se llama "masacre blanca", no importa cuál sea el motivo. Está, además, lo otro: si los que merecen expulsión son muchos y fieles militantes, no se puede librar batalla campal contra el Partido. El Ministro de educación se sinceró con el conductor de la Nación. "Entonces soy un ingenuo —confesó— no advierto las relaciones de peso y magnitud entre moral y política. Quiero proceder bien, y veo que se levantan muros que me impiden avanzar. Otra vez pensaré, antes de presentarle proyectos, en lo político, en lo social, en lo económico… y luego en lo ético. ¿Será mejor?" —Ande tranquilo, amigo —terminó el primer Mandatario. Usted no es un político, si defecto y su virtud. Siga pensando y obrando conforme a su conciencia. Aquí estoy yo para justificar el equilibrio entre ideal y realidad. ¿No dijo gran estadista que política es el arte de lo posible? 43 Novela, novelar. La vida y lo que uno imagina de la vida. Antaño habían reglas, normas, lindes, lindes de decoro y de la lógica que todo narrador respetaba. Hoy se puede novelar aun sin saber escribir: basta acumular experiencias, sensaciones y dejar que se desborden hombre y lenguaje. ¿Cómo llegar a novelista? No es un camino. Cualquiera puede serlo si agita los afrodisíacos que exigen crítica, público y editor. Ya no es una obra de arte. La novela actual es una droga. Todavía Dos Passos, Steinbeck, Pavese, Heminghway, Musil, narran. Sus epígonos, blasfemos, delirantes, acumulan basura y jeroglíficos. ¿Y por qué el "best-sellerismo", las multitudes que devoran a los réprobos del idioma y de la lógica? Bueno: también las películas de "gangsters", las novelas de Corín Tellado, las tiras animadas de devoran como el pan. Fenómenos de época. Pero el balance cruel es que, para hallar una buena o regular novela, uno tiene que tragar diez o veinte malas. No afligirse: las modas pasan. Los narradores volverán al natural equilibrio, aprenderán a escribir de nuevo. La novela no murió. Ni puede morir. Seguirá abriéndose campo. ¿Qué importa que momentáneamente sean pocos los novelistas y muchos los bárbaros que invaden el relato? Más que los autores, los principales culpables de la desvalorización novelesca son los críticos morbosos, la patología publicitaria que se empeñan en convertir grajos en cóndores. Inmoralidad, mal gusto, desenfreno provienen del contorno. El novelista da lo que le piden. Lo divertido es que todos, o casi todos los escritores actuales, se proclaman orgullosamente socialistas (ignoran a Pasternak, a Schlienitzyn, el socialismo totalitario y aplastante de Rusia y Cuba) pero chupan ávidos la leche y las ventajas de la ubre democrática. Aunque no ocurra con todos, hay veces que los libros y la conducta de algunos escritores, dan ganas de escupir.

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44 Era inútil. No podía arrancarla de su piel ni de su mente. Porque la sentía con el cuerpo y con el alma. Absorbía las nodas eléctricas (¿o las ondas erógenas?) que emanaban de la deseada. Pugnaba por adivinar sus pensamientos. La quería suya, suya en la carne y en el espíritu, aun sabiéndola de otro y no siendo, él mismo, libre. Pasión… ¿Qué es pasión? Antes se reía de ella; ahora la veía surgir como el reino sombrío de que habló el poeta. Despojaba de sentido a su vida en el marco de las realidades, y al propio tiempo le infundía otro y misterioso sentido que daba acceso al reino tenebroso de lo prohibido. Triunfador, tal vez artista frustrado, él amaba lo difícil, lo imposible. Estaba habituado a vencer, a satisfacer sus deseos. Y en el juego amoroso —vital para todo macho engreído— supo ser, a un tiempo, marido ejemplar, en apariencia, sin dar motivo de escándalo ni ofender a la esposa, conquistador afortunado en aventuras aisladas que nunca lo ligaron seriamente a otras mujeres. Dos, tres veces; era más que suficiente. Luego a otra. Así ninguna le ganaba voluntad ni corazón. Pero ésta, la endiablaba, le oponía indiferencia y resistencia con tal astucia, dosificaba tan diestramente aproximaciones y desvíos, que había quebrado todas sus defensas. ¿Por qué tenía que ser la prima de su mujer? Siempre en la casa, frente a sus ojos, al alcance de sus manos, acicateando su deseo. Porque no eran amor, pasión, ni sentimientos nobles los que sentía por ella; era simplemente deseo, el deseo carnal que sube como lava ardiente por las venas y la fiera voluntad del macho que quiere someter a la hembra. ¡Y vaya si era hembra! Con todos los atributos de belleza y de poder que el cuerpo soberbio, la cara linda, y el modo seductor de atraer o distanciar a los hombres le permitían ejercer. Hablaba poco, como si no quisiera brillar. Hacíase querer por todos: el marido la adoraba, y su propia mujer, la mujer del victorioso, la tenía por su mejor amiga. Y lo era. ¿Qué diablos podía hacer frente a esa fortaleza de virtud, que además de su invencible resistencia contaba con la lealtad familiar que la tornaba mayormente inasequible? ¡Bah! Olvidaría a la enigmática. A buscar blancos más fáciles… Pero la noche de su cumpleaños la joven dio una fiesta en su casa. Naturalmente, él estaba con su mujer, desempeñando dignamente el papel de buen marido. Bailó con la esposa y con otras damas muchas veces, cortés, fino, ingenioso, caballero irreprochable que todas admiraban. Wanda bailaba poco, esmerándose en atender personalmente a sus invitados. El evitaba mirarla, para no caer en el hechizo de su figura. Pasada la medianoche, cuando la fiesta tendía a declinar, la agasajada se acercó al receloso: —Ven bailemos —dijo con voz suave—. Ni siquiera me has felicitado. —Te mandé un ramo de gladiolos. —Eso es puro protocolo. Creí que tu estimación era mayor. Era la primera vez que bailaban desde que la "descubriera" en la otra fiesta. Más claro: donde se enamoró de ella, porque la verdad ya no se podía rehuir. Estaba enamorado. Pero tenía perfecto dominio de sus actos; no dejaría traslucir sus sentimientos. Tomó a la bella en sus brazos e iniciaron la danza. Tuvo que apelar a todo su carácter para no dejar advertir su excitación; porque apenas entró en contacto con el cuerpo anhelado, comprendió que estaba perdido. Sentía las piernas maravillosas rozando las suyas, el torso cálido, el contacto embriagador de los senos. Y ese olor indefinible, esa mezcla sutil de perfume alquitarado y olores femeninos, que lo envolvía en una onda de ternura. Bailaban con perfecta compostura, cambiando frases triviales, risas, sin que nada dejara entrever intimidad entre ellos. Los buenos parientes, afectuosos, respetándose mutuamente. "¡La imagen fiel de la virtud familiar¡" —pensó con amargura—. La onda de calidez y fragancia de la joven lo invadía cada vez con mayor persistencia. Ya no pudo resistir. Oprimió a la deseada con fuerza, las caras se rozaron, y atrevidamente quiso prolongar el contacto de las piernas. Ella parecía no darse cuenta del cambio ocurrido. 31

—Tú lo que buscas es esto — dijo la joven. Y el cuerpo maravilloso se adhirió al suyo. Sus muslos se apretaban tensos y vibrantes. Por unos instantes que se le antojaron horas, creyó sentir el sexo femenino latiendo contra su cuerpo musculoso. Un delirio, una gloria… A poco la voz deliciosa, mientras la joven se apartaba "honestamente", sentenciaba: —Es lo que haces con todas. No lo busques conmigo, porque entonces no bailaremos más. Y la miraba fría, burlona, con absoluta tranquilidad como si no hubiese ocurrido el enloquecedor acercamiento. Antes de dormirse Roberto reflexionaba desconcertado. ¿Había querido burlarse de él, comprobar si seguía teniendo dominio sobre su voluntad masculina? La gatita era ya una gata temible, provocativa sólo cuando ella juzgaba oportuno, con agudas garras que la defendían celosamente. El cuerpo cada vez más incitante, la cara de ojos burlones cada vez más insolente, porque esa seguridad, esa sangre fría de que hacía gala, se resolvía en insolencia pura. ¿Por qué lo embrujaron las piernas sensuales? ¿Cómo no alcanzaba a librarse del hechizo de la hermosa, si existían diez, cien mujeres tan seductores como ella que responderían a su cortejo? La forma tenaz y sistemática cómo sin enojarse se evadía, todo eso la tornaba más deseable. Y aunque en la vida de relación nada cambiara, porque él sagaz, seguía llevando las conversaciones en la familia y la joven aparentaba aceptar su predominio, en el fondo, como si existiera un pacta secreto entre ambos, existía un estado alternante en que ella dominaba al hombre con su sola presencia. El problema consistía en analizar hasta qué punto la deseada trabajadora sutilmente para mantener su dominio, o hasta qué otro él resultaba víctima de su deseo y sus imaginaciones. Otra vez, terminando un baile durante el cual Roberto se comportara con absoluta corrección, temiendo la amenaza de la bella, sintió que los dedos de ella le recorrían suavemente la nuca. Se estremeció. Pero lo había hecho con tal naturalidad, que después no podía discernir si la joven fue deliberada o distraída en la caricia. ¿Caricia o sólo un roce casual? En otra ocasión, hallándose solo, ella cruzó las piernas y —preconcebida o natural ¡siempre la maldita duda!— permitió que el vestido se recogiera más allá del medio muslo. La joven siguió conversando; desviaba la mirada como para dejar que él pudiera contemplarla sin temor, y en instantes indecibles volvió a gozar la visión del cuerpo soberbio que se entregaba sin moverse, de las piernas largas, firmes, armoniosas, de voluptuosa curvatura, piernas de Diana Cazadora que habrían tentado a los pinceles de Boucher. Una vez más se preguntaba: ¿casual o deliberado? Roberto dejaba que lo ganase en ajedrez de vez en cuando, pero ella adivinaba certera la cesión de la partida: —Es una jugada estúpida — anotaba. No quiero que se me regale el juego. Y lo obligaba a rectificar la falsa movida de la pieza. Pero cuando tomaban asiento junto a la pequeña mesa cuadrada y el atinaba a exhibir las piernas lo derrotaba con facilidad porque no podía concentrarse en el juego. Largo fue el suplicio: pocas semanas, algunos meses. Como se encontraban casi diariamente dada la relación familiar no podía evitar los encuentros, ni arrancarse la imagen de la joven de su mente. En la cena de la embajada sucedió lo inesperado. El estaba entre la prima de su mujer y la esposa del ministro-consejero húngaro, dama tan bella como la deseada. Acudió entonces al pérfido recurso que rara vez falla con mujeres: hizo como que olvidaba a la joven y se puso a galantear animadamente a la otra dama que respondía al juego con prudente coquetería. Pasaron varios minutos, acaso más de lo debido. El brazo desnudo de la joven tocó su cuerpo y la voz armoniosa resonó insinuante: —Mis guantes cayeron al suelo. ¿Quieres tener la bondad de recogerlos?

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Pidió excusa a la húngara, se volteó para atender a la joven y lentamente se inclinó para buscar los guantes. Las sillas estaban tan próximas, que al agacharse inevitablemente su cabeza tuvo que reposar en los muslos de la mujer. La falda estaba tan levantada, la tela del vestido tan delicada, que le parecía recoger la vibración de la piel desnuda. Había visto los guantes. Los tomó. Siguió moviendo el brazo izquierdo como si los buscara para prolongar el momento exquisito. Acarició con la derecha la esbelta pierna de la joven mientras acentuaba la presión de la cabeza contra el cuerpo anhelado. Sólo algunos instantes, segundos, mínimas fracciones de tiempo ensanchadas, dilatadas por el infinito deseo. Ella, imperturbable, no se movía, pero el hombre sentía el rumor del cálido río interno que circulaba por el cuerpo amado. Creyó que Wanda respondía casi imperceptiblemente al toque de su cara y de su mano. Creyó… Pero al recuperar la posición normal y entregarle los guantes caídos, sólo recibió las "gracias" de reglamento. Aunque habría jurado que esta vez la chispa de los ojos verdes no escondía burla ni desprecio, sino un pequeñísimo rayo de ternura que reflejara la alegría de quien recupera algo que juzgaba perdido. 45 Entusiasmado, alteración: condiciones del hombre. Pero llega un tiempo en que todo parece inevitable. Suele circular un ancho silencio por la casa. O se llena de alegría con la voz de mi mujer y el pensamiento de los hijos ausentes. Detengo mi trabajo y escucho: música inaudibles bajan del Padre Nevado, se filtran por los cristales del Estudio: el paisaje y las cosas inanimadas hablan. No quiero incurrir en pesimismo. No desespero. Aunque los hombres de aminoren en conducta y los problemas se agiganten en perspectiva. La acacia se expande ancha, circular, fraterna. Tiene la majestad de una diosa dormida. Tu refugio es encantador, pero tienes que pelar todos los días afuera. Y padecerás mucho, todavía, por muchos que ni te quieren ni te entienden, pero que se metieron en tu corazón. El jardín resplandece de poderío y de misterio. Allá, en una loma, el parquecito joven y viejo a un tiempo, tiene abolido el tiempo. La Bien Amada sigue siendo clave de dichas. Encantamientos de la primera nietecita. El Patrón de la Hoya proyecta su magia eterna de nieve y de basalto sobre la casa. Pero está, también, lo otros, eso que turba tu sosiego y conturba tus sueños: la carrera vertiginosa, el despertar de la civilización atómica. Hombres, pueblos, naciones, cada vez más inteligentes en el dominio de la ciencia y de la técnica, cada vez más cerca de la locura. La patria cuesta abajo. Retrasada siempre. Tiempo del prodigio. Todo cuanto veo, escucho, leo, siento, imagino aparece transido de novedad y revelación. Esta oquedad maravillosa al pie de las montañas. Estos hombrecillos díscolos. Esta tierra sin mar. Estas almas sin fe… ¿Qué significan? Es milagroso que rodeado de disolución no te disuelvas. La gran aventura de la revista literaria, tras algunos números de fatigas y quebrantos, termina en el vacío. Perdimos dinero pero ganamos experiencia, la satisfacción de crear y difundir cultura. En sus páginas vibró lo nacional, lo americano, lo universal. Grandes y nuevas firmas. La revista ganó el favor del público aquí y simpatías en el exterior; pero no pudo subsistir porque el mercado intelectual de alto nivel es muy reducido: pocos leen, menos compran información cultural cuando escándalo y literatura barata al libro y a las revistas serias. Consejo a quienes quieran seguir el camino: antes de publicar una revista, financiarla. Ambición creadora cumplida. Saber que se hicieron bien las cosas. Han pasado los años. Todavía, al obsequiar ejemplares de la revista extinguida, recojo signos de sorpresa: —¿Esto es hecho aquí…? Es la ley de la vida: que se alternen victorias con derrotas. 33

La revista literaria hizo un camino. Proyectó una imagen del país y de su alma. Abrió ventanas a escritores y artistas. Como aprendiz de humanista, gané mucho. Como hombre práctico perdí todo. ¿Descontento? ¡No! La carga y descarga emocional fue rica y varia que justifica el grande esfuerzo. Ambición y actividad siempre en ascenso. ¡Disparate al horizonte! Luego el Destino te coge del cuello y te empuja al descenso. Cae, cae… Sólo dolor y desgarramiento pulirán tu ciencia de la vida. Porque perder, fracaso, derrota, frustración momentánea son también maestros en la sabiduría humana. La "sofrosyne" del griego no se hizo para mí. Es luchando, inventando, fatigando alma y cuerpo como me realizo. Martín, goloso de éxitos; es necesario también saber perder. Y acepto mi destino sin contar las batallas que aguardan, sin pensar que las derrotas podrían superar, en número, a los triunfos. El horizonte político-social cerrado. El país prosigue su derrotero de brumas. ¿Qué podrías hacer? En este campo nada: soy menos que un grano de arena en el torbellino, pero ese-menosque-un-grano debe seguir pensando, trabajando, produciendo. Idealista desencantado: no aflojar. Producir es tu tarea, conmover a las gentes! He pensado una novela, un personaje que brotado del "Humus" patrio, se proyecten al continente. Pero no en lo anecdótico o costumbrista, en la brujería remota de la provincia, sino en el plano subjetivo del sudamericano que pugna por adquirir conciencia de su medio y su destino. Un avivamiento, un afinamiento de las potencias intelectuales y sensibles. ¿Qué será? Después de leer a Esquilo y a Lesky: reflexiono que no sólo el dolor espolea al creador. Es posible edificar en la alegría y en el sumo contentamiento de la tarea elegida. Te disgregas en el roce diario. Y es preciso desprenderse de la idea de alcanzar metas universales: ni comarca lejana ni escritura levantada lo permitirían. Bien mirado, si profundizas —descontada la compañía venturosa de la esposa, que es tu mismo— estás entrando a la soledad. Nada exterior te es ajeno, mas toda interioridad se desenvuelve aislada. ¿Cómo serán los años crepusculares del último humanista? Entre libros, cuadros, discos, paisajes, jardines, el hogar y la selva colérica de los hombres. Leyendo, meditando, estudiando, escribiendo siempre. Formando conciencias jóvenes. Alentando a otros. Defendiendo la verdad y lo justo. Hundido en la época sin dejarse arrastrar por ella. A un flanco Platón y Homero, Agustín y Dante, Shakespeare y Goethe. Al otro Bach y Haendel, Mozart y Beethoven, Monteverdi y Vivaldi. Y los cuerpos musculosos de Miguel Angel y las figuras espiritadas del Greco. Y el Ande palingenésico que como la Esfinge egipcia mira y promete mas no entrega su secreto. Jesús: único Maestro! Pero vendrán otras formas de religiosidad. La era nuclear, los astronautas, desalojaron las deidades del cielo. Dios y Cielo ya no son físicos. Del interior del hombre vendrá la nueva verdad. Mirar más hondo… Y recordar que el Cristo descubrió el alma para los hombres. Irse extinguiendo lentamente, serenamente. Tarea cumplida. Esperanza de un proseguir análogo. Porque nada se ha de perder y el más laborioso puede aspirar a la duradera actividad. ¡Es tan corta la vida, y tan larga la inquietud! Mi mujer es, nuevamente, mi novia. Fuimos al Jardín Botánico. ¡Qué plenitud de amor y de ternura en sus ojos, en su cara hermosísima! ¡Qué paz en mi espíritu viéndola linda y pura, milagro sin reproche! Leal, inteligente, abierta a toda comprensión. Sin fraude y sin defraude: todo en ella es noble y veraz. Vida con ella es vida sin precio. Si después de muchos años de matrimonio, sigues pensando que en los ojos de tu mujer reside la dicha de este mundo, yo te llamaré "Elegido". Y seremos hermanos. Pero no basta que seamos felices. Hay que esparcir ventura en todos cuantos nos rodean. Y más allá. Esta es tu misión Martín Lucero.

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46 Entró un hombre y se encerró quince minutos con el Jefe. Después otro. Y otro. Cada uno llevaba misión distinta, ni se conocían entre sí. Nadie se explicaba por qué los mejores dirigentes comenzaban a sentirse inseguros en sus elevadas posiciones. Fue primero una retirada discreta de los íntimos. Luego ciertas vallas inesperadas que dificultaban sus labores. Más tarde las entrevistas con el Conductor que acortaban visiblemente. Transcurridas algunas semanas se producía el desbande de los partidarios: pocos quedaban con los caídos en desgracia. ¿Pero cómo podían caer en desgracia las personas formadas, elevadas por el mismo Jefe, sus íntimos, que quienes depositara toda confianza? Todo separaba a los cuatro favoritos entre sí: inteligencia, métodos, ambición personal, recíproca envidia, ansia de supremacía. Cada cual sentíase Delfín para suceder al Rey. Claro que no existían corte ni monarca, mas la dictadura ¿no es más que una monarquía? Sin confiarlo a nadie pero dándolo a entender veladamente, el Jefe difundió que tras diez años de gobierno requería descanso. Montarían elecciones, habrían Cámaras, y uno de los cuatro favoritos sería el sucesor… por tres años, al cabo de los cuales el Dictador recuperaría el mando supremo. No hubo pacto abierto ni encubierto. Pero cada uno de los cuatro altos dirigentes comenzó a montar su correspondiente maquinaria política y electoral. El Conducto deslizaba de tanto en tanto palabras acerca de las fatigas del gobierno, de su deseo de tomarse un descanso y hasta parecía que alentaba a los cuatro elegidos para persistir en la sucesión. Avanzaron los meses. ¿Qué ocurrió en la mente cavilosa y desconfiada del Mandón? Nadie lo supo porque no acostumbraba confiar a otro sus problemas y menos las posibles soluciones. O pasó la fatiga y el mejor descanso se le antojó seguir manejando las riendas. O vio crecer en exceso a los escogidos. O temió que no se le devolvería el poder. O advirtió que el Partido se estaba despedazando en la pugna de los cuatro favoritos. O pensó que sus 70 años no eran, todavía, motivo de retiro. ¿Quién sabe? Lo cierto es que la misión de los cuatro agentes secretos para socavar a los cuatro altos dirigentes comenzó a rendir frutos. Claro que al principio ninguno de ellos se dio cuenta que el Jefe había cambiado de intención. El seguía hablando del próximo viaje, lanzaba consejos para desconcertar a la oposición, y hasta llegó a sugerir que hubiesen dos vicepresidentes; así serían sólo dos los descontentos. Su frase usual era: "La unidad del Partido por encima de todo". El líder valluno, más ducho, fue el primero en adivinar el juego del Conductor. Lanzó una denuncia pública, se retiró del Partido y fundó otro partido, pequeño al nacer porque lo siguieron pocos. El líder obrero hizo otro tanto. Los otros dos líderes, más débiles, más calculadores o más ingenuos, siguieron pensando que al ver debilitado el Partido con la salida de los dos rivales que arrastraban opinión partidaria y nacional, el Dictador se vería constreñido a elegir entre los dos que aún permanecían a su lado. Cálculo no muy acertado, porque a poco siguieron las hostilidades poco disimuladas contra los dos favoritos restantes. Uno fue expulsado del Partido, otro renunció por dignidad. Cada cual arrastró, a su vez, partidarios y opinión. El Partido aparecía descuartizado por dentro. El Jefe despojado del concurso de sus cuatro mejores líderes, convertidos, ahora, en temibles adversarios. Y una mañana estalló la bomba informativa: frente a la crisis producida en el seno del régimen gobernante, para evitar los fraccionalismo, y asegurar la continuidad de la obra revolucionaria, el Partido, en gran asamblea, por unanimidad, resolvía presentar la candidatura única a la Presidencia de la República. Naturalmente: el Jefe. Sólo él podía salvar la unidad del Partido.

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Los cuatro "chasqueados" se aproximaron a regañadientes, olvidando celos y agravios. Primero se unieron entre sí. Luego tomaron contacto con los partidos opositores. Después, sigilosamente, se acercaron al ejército. Pero el Jefe pudo gobernar todavía tres años más porque su poder era muy grande, y aunque los sistemas de mando y de organización acusaban general relajamiento, tuvo muchos meses para reírse del candor de los cuatro exfavoritos. El jamás sería derrocado. Tenía veinte años de comando por delante. ¿No llegaban a octogenarios los dirigentes europeos? El seguiría su ejemplo. Una noche, en la cena, a su hijo que economista detestaba la política, le deslizó un consejo que valía un Potosí: —Nunca creas en las palabras del Hombre Fuerte ni en la política ni en finanzas. Porque aquel que se apoderó de la voluntad del pueblo, o el que domina las fuerzas económicas, son fuertes justamente por eso: porque pueden hacer lo que les viene en gana. —¿Entonces por qué mentiste a tus cuatro favoritos, hombres valiosos que ahora los tienes al frente? El viejo zorro miró compasivamente al hijo: —En política no existen verdad ni mentira; sólo aquello que conviene al momento. Nunca pensé resignar el mando. Quise probarles: ya ves el resultado, ambiciosos, desleales. Y el mundo de los satisfechos —cada vez menos— siguió usufructuando de las delicias del poder, mientras el mundo de los descontentos —cada vez más conspiraba en la sombra para derrocar al dictador. 47 No es el libro que llega el más ansiado, sino el más esperado. ¡Castillos de avidez construídos en la morosa espera! Quien supo poblar su quehacer en la búsqueda y el tráfico de obras literarias, feliz mortal: se mueve entre ideas y la belleza lo escolta. Abrir un paquete de libros. Acariciar el lomo intacto. Oler el empaste de cuero. Hojear sus páginas. Imaginar los tesoros que encierran. Entran todos los sentidos en juego: se ve, se oye, se aspira, se palpa, se gusta placeres anticipados. Dios entregó al hombre el libro para elevación de su espíritu y regalo de sus horas. Si sabes leer, si llegas a entender: cien vidas en una! 48 Iba a recomenzar la búsqueda, cuando un pensamiento atroz lo detuvo. No supo, en verdad, si lo pensó él solo, si le fue sugerido, si estaba ahí, en el aire, o flotando en el tiempo. Pero vino. Y era éste. El mejor argumento para demostrar la existencia de Dios: un niño que juega. El mayor testimonio para demostrar la inexistencia de Dios: un niño ciego. Terrible antinomia. Ignoraba si le había sido impuesta o si sólo por su propio riesgo llegaba a ella. Pero estaba, ahí, sólida, indiscutible, redonda como una esfera que no explica su presencia. Mundo en sí. ¿Por qué, por qué? Se diría que la búsqueda de lo divino, eso que la Iglesia llama "el descanso absoluto en la luz", debe partir de la perplejidad y el desaliento. No se atrevía a profundizar el análisis de la cruel antítesis. Sondeos metafísicos. Abismal oscuridad. ¿Cómo admitir que el Señor, todo bondad, permite asimismo mucho mal? Era superior a su poder de comprensión. Millones de seres viven felices; muchos millones más subsisten desgraciados o perecen de muerte violenta. ¿Qué lo explica? La duda lacerante corría su alma: ¿por qué la naturaleza animal —hombre incluído— tiene que alimentarse de otros seres? La 36

naturaleza es ciega, autofágica; mas Dios, el providente, ¿por qué permite la vida de uno con la muerte de otro, la desdicha de muchos y el bienestar de manos? Desvaríos pavorosos alzaban una cortina negra ante sus ojos. Una voz secreta sugería: ¡No, no! No es lícito emprender la marcha hacia El, pretendiendo hallar la verdad antes de encontrarlo. Había intentado levantar la cortina, mas dejaba en suspenso las preguntas. Sería humilde, soportaría confusión y contradicciones, proseguiría la indagación paciente sin pretender abrazar la verdad en un instante. ¿Y se puede llegar a la verdad, pedestal del Omnipresente. O son muchas y cambiantes las formas de la verdad? Preguntador, inquisidor: apártate! Sintió que la lógica, la dialéctica implacable, aun la inteligencia crítica y mordaz, alejan del Señor. Entonces entendió el sentido profundo de las palabras del Cristo al referirse a los ricos que no pasarán por el ojo de una aguja: se trata de los ricos en bienes y también de lo ricos de espíritu, de los que quieren saberlo y comprenderlo todo. Hay un cierto demonismo emboscado en la inteligencia que escruta el enigma de la vida. Solía tener sueños más fuertes que la vida, durante los cuales una noción oscura se albergaba en su alma: Dios existe, señor de lo creado y lo increado. "Creer —decía alguien invisible— es ya crear. Si crees en El existe ya. No que tu fe lo haya creado —absurdo— sino que al pensarlo capturaste una de las infinitas imágenes que lo acercan a la comprensión humana". Y los sueños proseguían raros, intrincados, en una red de mutaciones o dislocamiento imposibles en los cuales se anulaban las leyes del espacio, fundíanse de discurrir normal, cien de curso antilógico, confuso, de entreveramiento de figuras y situaciones. Era el caos. Pero lo mismo en las visiones plácidas que en el disparatado transcurrir de las pesadillas, con frecuencia terminaba soñando que él seguía angustiado, anheloso, detrás de una figura blanca, imponente, ceñida por un halo de luz que avanzaba o se deslizaba entre cielo y tierra y a la cual no podía ver el rostro. "Es El —pensaba es el que estoy buscando…" Tuvo otras manifestaciones insólitas, en el plano onírico, en las cuales su mujer fallecida tres años antes, se le aparecía más linda y joven que nunca. Casi no hablaban. Cogidos de las manos se contemplaban extasiados, como cuando eran novios. Cuando él la interrogó si existe otra vida, si volverían a encontrarse, ella sonrió tiernamente musitando: "Mi enamorado…" Entonces supo que más allá de la vida hay otras vidas. Que amor de verdad mira a lo eterno. Que el recuerdo es el puente que el Señor brinda a quienes separó temporalmente. Y si ella seguía existiendo en el sueño es porque éste, vencedor de la muerte, anuncia la sobrevida. Y a través del amor fiel que retorna insistente en os desvaríos del que sueña, serpea una senda que lleva también a Dios. Se despertaba contento, optimista. Abría los diarios: terremoto en el Irán, 20.000 muertos: 100.000 heridos y personas sin hogar. ¿Cómo pudo ser? Según los cables escenas indescriptibles de pánico, de horror y sufrimiento convulsionaban a los sobrevivientes. Esto sucedió, sucederá muchas veces en el planeta. ¿Por qué bruscamente, sin aviso alguno, miles de seres perecen trágicamente, pierden sus hogares, ven desechas las familias? ¿Por qué? Y los fallecidos ¿pasan como se cree a vida mejor o para ellos todo terminó? ¿Y dónde esta ese Dios providente, magnánimo al cual rezamos en los templos, el que ama a sus criaturas? Jeovah Sebaot, el de la ley antigua, el vengativo y colérico, no es concebible ya después del largo caminar de la estirpe cristiana. Ahora creemos en el Cristo, mensajero de la nueva ley, el que predicó paz, amor, nobleza y caridad. Cierto que también exige que cumplamos con lo sano y con lo justo, sacrificando los egoísmos al imperativo de la fraternidad y el desinterés por las cosas materiales y los placeres degradantes. Pero el dulce Jesucristo que dio su sangre por redimirnos del pecado ¿cómo podría desencadenar estas tormentas, estos castigos colectivos que envuelven por igual a justos y pecadores? No: Dios no envía estos desastres. Es el Maligno que reina en el mundo y disputa al Cristo la supremacía del Mal sobre el Bien. Cristo y Anti-Cristo. O Dios contra Satán. El gran dualismo incomprensible que teología alguna pudo desentrañar. Creyendo, dudando escéptico a veces, el Buscador de Dios seguía marcha inevitable. 37

49 —Es un presuntuoso, siempre dictando cátedra. Cuando toma la palabra no la suelta. Hay que derribarlo —dijo el hombre de corbata blanca. —Me adhiero —repuso otros de largos bigotes caídos— es un pedante insoportable. Un hombrecito irreprochablemente vestido, insinuó con timidez: —Pero es muy fuerte; su Partido, muchos militares y el favor del propio dictador lo respaldan. Y el de lentes negros, gruesos, agresivo: —¡Nada, nada! Tumbarlo. No hay otro camino. Al entrar el hombre uniformado todos lo rodearon: la opinión del ejército era decisiva. El castrense no fue muy explícito: —Veremos, veremos — respondía, recordando que el atacado lo dejó mal parado en más de una ocasión. Entraban, salían los edecanes y los ministros seguían confabulando en voz baja contra el Canciller. Había que voltearlo. Más allá otro grupo —sólo cinco— representaban la fracción ministerial adicta al Canciller. Sus adversarios totalizaban trece votos. De cuando en cuando como abeja distraída en busca de nuevo panal, se desprendía uno de su grupo y se aproximaba al contrario; entonces todos cambiaban de conversación y acogían al intruso con frases corteses e innocuas. Nada. Ninguno de los exploradores alcanzaba a captar el sentido de lo tramado. Porque también se complotaba en el grupo menor: provocar la salida de los cuatro más fuertes del grupo mayor para reemplazar con figuras adictas a los más débiles. Así el equilibrio se sería restablecido: 9 por el Canciller, 9 contra el Canciller. Claro que todos se sometían finalmente al Gran Mandón, pero el Canciller movía muchos hilos y sin tener el sumo poder en sus manos, se daba maña para ayudar a sus acólitos y perjudicar a sus desafectos. De pronto la sala de espera (el Dictador hacía esperar largas horas a los ministros y así, cansados, los manejaba más fácilmente) se fue llenando de gentes extrañas que entraban y salían con rapidez, como si sólo se tratara de infundir zozobra a quienes ya estaban en ella. —¿Qué pasa?— preguntó alguien. Y los rumores saliendo de los muros, de las bocas, rompiéndose en los cristales, brotando de unas personas, rebotando en otras, configuraban (o desfiguraban) la realidad. "Parece que el Jefe no vendrá, ha tenido dificultades con los militares" Difundióse que el Canciller estaba preso. Alguien, que entró a la sala, deslizó nervios: "Se posterga el Gabinete para las seis de la tarde". No dio explicaciones y se retiró. Sorprendidos, los grupos rivales se aproximaron en momentánea amistad. "¿El Canciller preso? Absurdo. Intrigas de la oposición". Otro rumor desmentía al anterior": ¿Y porqué no? En política nada hay imposible. También se dijo que se desvalorizaría la moneda y esto puso en alarma a casi todos: "nos despojarán de nuestros ahorros". Golpe militar —circuló en la sala. O nuevo Gabinete. Parece que el Partido se está imponiendo al Dictador. No: es que los obreros imponen dos ministros más en el Gabinete. ¿A quién creer? Un edecán pasó empujando a un ministro, precisamente al hombrecito tímido y bien vestido. —Estoy perdido —confió éste a dos colegas— me empujó y ni siquiera ha pedido disculpa. Ya no soy ministro. Cuando los ministros, desconcertados, se aprestaban a dejar el palacio, sonó el teléfono. Otro edecán, amable, insinuaba: 38

—Señores ministros: Su Excelencia se dirige al Palacio. Llegará en diez minutos más y les ruega excusar la tardanza. Los rostros se compusieron pero las conciencias no. Cuando el Conductor demoraba mucho, era porque se traía algo escondido. Llegó el hombre. Alto. Ceñudo. Tranquilo. Instaló la sesión —secreta según recomendó— y expuso directamente las cosas. El ejército, el partido y grupos afines al gobierno, habían planteado la necesidad de renovar los cuadros de dirección del régimen. Paso a la juventud — era la consigna. Los actuales ministros, cuyas edades fluctuaban entre los 45 a 60 años, debían ser reemplazados por líderes nuevos que no pasaran de las cuatro décadas. "Claro que con estos imberbes, sin preparación, sin experiencia, no podría gobernar dijo el informante a sus oyentes. (Un murmullo de aprobación circuló en los miembros del Gabinete). Luego expuso su plan táctico. Los ministros presentarían renuncia colectiva, para dar paso a las corrientes juveniles. "Si yo confiara en ellas —expresó el Jefe— les permitiría un ensayo de gobierno; mas como sé que fracasarán, voy a precipitar ese fracaso. Y la fórmula es muy simple: llevaré jóvenes también a las subsecretarías, a las oficialías mayores, a todos los cargos importantes, políticos o técnicos. Hasta los asesores y consejeros serán removidos. Careciendo todos de experiencias, los novatos no tendrán a quienes consultar sus dudas: en consecuencia el desbarajuste será general. En menos de 30 días alzarán las manos, porque nadie llega a dominar el complejo mecanismo interno de un ministerio si no cuenta con tres requisitos: experiencia, capacidad personal y el gran respaldo de colaboradores preparados, habituados a sortear los problemas administrativos". —¿Y el Canciller por qué no vino?— se atrevió a preguntar el ministro de minas. —El Canciller—repuso el Gran Mandón— explica y prepara los planes respectivos a funcionarios y empleados que entrarán en la gran maniobra. La maquiavélica operación se ejecutó tal como fue prevista. Los 18 nuevos jóvenes ministros y sus inmediatos jóvenes colaboradores, no dieron pie con cabeza en su primer mes de actividad. La protestas de la prensa y del público exigieron el retorno al antiguo sistema de los hombre preparados y con experiencia, sin límite de edad. Poco después el Presidente reconstituía su Gabinete. Volvieron todos menos el Canciller. ¡Cómo! Si era su hombre de confianza, el ejecutor de la maniobra presidencial. —Subió mucho —dijo lacónicamente el Dictador al Jefe de la Casa Militar—. Estará mejor en una embajada. 50 Concierto para violoncello de Tartini. Otro de oboe de Cimarosa. El grandioso Requiem de Mozart. Regresando, siempre, a las fugas y preludios de Bach, a las sonatas para piano de Beethoven. Misas de Schubert, corales de Monteverdi, melodías del "Prete Rosso"… ¿Cómo existiendo tantas y variadas maravillas los grandes públicos se entregan a la vulgaridad del grito y del estrépito modernos? —Es que usted no los entiende —dijo el crítico y no me refiero al mecanismo interno de la composición musical. Discurrir acerca del atonalismo de Schöenberg, por ejemplo, nos llevaría varias horas. Pero ya que usted confiesa ser sólo un melómano, un amante de la buena música, ajeno a los procesos técnicos de su evolución constructiva, hablemos sólo en el plano del gusto auditivo. ¿Por qué frecuencia a Vivaldi y rechaza a Strawinsky? —Por qué el italiano deleita mis oídos y suscita sentimientos placenteros o elevados en mi espíritu. El ruso, en cambio hiere mi sensibilidad, me irrita, descompone mi equilibrio estético. El crítico rió con sorna: —Es que usted no educó su oído. ¿Acaso en las calles no existen ruidos, frenesí sonoro, disonancias, entrecruzamiento de tonos y atonalidades? 39

—Pero lo que pasa en la calle no es música… De acuerdo: es vida. Y el arte refleja la vida. Los compositores no podían quedarse en la sonata de Haydn ni en la armonía de Mozart. A partir de Debussy es justamente lo inarmónico lo que se busca. Nuevas maneras de componer música, nuevos recursos acústicos. Aparecen instrumentos ignorados. Los efectos de percusión, el disco de varias bandas, la orquestación electrónica, y el juego musical de las máquinas que producen sonoridad sin ayuda del hombre constituyen expresiones audaces del nuevo gusto musical. El adicionado vaciló. Luego escéptico replicaba: —Usted sabrá mucho de técnicas musicales; pero me da la impresión de que confunde música con sonido. —¿No es música el sonido, no es el sonido música? —De ningún modo. Los sonidos elegidos, concertados por el compositor hacer la música. También la naturaleza la genera en las voces del viento, del mar, de una cascada. Pero llamar música al aullido, a la explosión de ruidos, a la desarmonía artificialmente elaborada, es otra cosa. —Todo lo que está en la naturaleza es materia del arte. Lo feo, lo estridente, lo atonal, los efectos acústicos, por desagradables que aparenten al primer impacto, son música aunque no ganen la aquiescencia general. —Romper los cánones. Removerlo todo. Innovar, inventar. Y el resultado final es el caos. —Caos para el oído y la mente inacostumbrados. Escuche diez veces, veinte veces un cuarteto de Bartok, una pieza de Berg, y comenzará a reconocer su interna estructura. —Nunca pude terminar un cuarteto de Bartok ni menos soportar tres minutos de Berg. —Falta de cultura musical. —O exceso de formación clásica. El oído acostumbrado a Bach, a Mozart, a Beethoven no puede soportar la baraúnda moderna. —Y el alma del hombre moderno ¿no es confusión, caos, frenesí, vértigo, angustia y desesperación?. La sociedad en la cual vive, la metrópoli ruidosa, ¿no son centros de violencia y exasperación? Pues todo esto es lo que produce la música moderna. —Justamente porque todo o casi todo conduce a la disociación, la música debería ser un remanso de clarificación. —El eterno idealista: quiere cambiar el mundo. —No. Quiero salvar mi reino sonoro, que debo a los clásicos y que los modernos pretenden reducir a cenizas. —¡Vaya, vaya! No podemos entendernos. Los compositores actuales están construyendo el nuevo orbe musical. Avanzan. —Avanzan hacia el huracán. Yo prefiero solazarme en la vieja y siempre joven sabiduría acústica de los primitivos. No torturar el oído: educarlo, refinarlo. Extraer del goce físico la elevación espiritual. —En ese terreno no lo sigo —alegó el crítico— mística y filosofía nada tienen que ver con la música. Tocó su turno de sonreír al aficionado: —¿Entonces no existen el canto gregoriano, las grandes Misas, la Pasiones, la Cantatas del hombre de Eisenach? 40

—Le confieso que nunca pude terminar un canto gregoriano. —Y bien: usted es tan limitado como yo. No le agrada la música religiosa porque la ignora. —Hablábamos de música moderna… —Lo clásico y lo nuevo se tocan. Son pura continuidad, partes del mismo río sonoro. El crítico reaccionó con viveza: —Usted se queda en las riberas plácidas; yo me voy al turbión que se lleva las piedras. –Linda metáfora. La verdad es que aun no se ha dilucidado, en la estética actual, dónde termina la música y dónde comienzan los ruidos. —Usted desprecia la música moderna porque no la entiende. —Yo no desprecio nada, y no entiendo lo que no "siento". El que siente, ama. El amor nos lleva a la comprensión. Despojada del sentimiento, la fría cerebralidad del moderno pide sólo análisis. Yo sólo entiendo aquello que me produce simpatía y atracción. —Un idealista, fuera del mundo. —Y usted un analista, lejos del alma. 51 Se fue tras del aro de fierro, grande y pesado, que rodaba veloz por la pendiente. Al llegar al enrejado protector del cerro, el aro como si procediera con astucia propia, buscó exactamente un hueco entre dos barrotes y se precipitó cuesta abajo. El muchacho se aproximó al enrejado viendo cómo el aro se perdía entre árboles y maleza. Desaparecía, seguía rodando, reaparecía, hasta que pronto fue solo un puntito que se hundía irremediablemente en la intrincada vegetación que cubría ese lado del cerro. Quiso bajar a la búsqueda del fugitivo, pero el miedo lo contuvo: sólo tenía nueve años y el boscaje se le aparecía inmenso, aterrador. No se atrevía. Estaba a punto de soltar el llanto: el aro, el famoso aro de fierro que lo pintaba de diversos colores cuando se desteñía el anterior, su mejor compañero de juegos. El aro azul… Tan honda era su aflicción como si el mundo fuese a desaparecer tragado por un abismo que se lo llevaría a él también. Una pequeña lagartija, verde y oro, se detuvo junto al niño. Sus ojillos giraban como queriendo hablar. Guiños astutos; quería decir: "ven, sígueme". Y el niño fue detrás del animalito que no huía, sino, que calculadamente, a saltitos, dejaba que el afligido lo siguiera. Frente a un pequeño muro de ladrillos la lagartija dio tres golpecitos con la cola. Se abrió el muro y apareció un gnomo que no se alzaba más de treinta centímetros del suelo. "Por aquí —dijo muy cortés y abriendo campo hizo pasar a los visitantes. Era fabuloso. A pocos metros se veía un tobogán largo, larguísimo, que se perdía en la distancia… Niño y lagartija subieron a unos carritos que se deslizaban por el gran viaducto y se lanzaron, intrépidos, sobre el canal metálico que parecía nunca terminar. Bajaban, bajaban, cada vez más rápido, venciendo curvas atrevidas y pendientes excitantes, traspasados de alegría, porque también el animalito abría y cerraba sus ojillos compartiendo el júbilo del niño. Bajar, correr, casi volar. ¡Qué sensación maravillosa! Ya nadie se acordaba del extraviado aro azul. Y mientras descendían en hermosas y veloces evoluciones, un paisaje de torres, castillos, verdes campiñas, nubes blancas, y bosques azules desfilaba continuamente variado a los flancos de los viajeros. ¿Serían minutos, serían días? El niño habría querido que nunca terminara el descenso por el maravilloso tobogán. 41

Llegaron a una estación y bajaron de los carritos. Entonces el gnomo, en una pequeña motocicleta, los condujo a un palacio de caramelo, de altos muros y elevadas torrecillas. Bajaron el puente levadizo y los visitantes entraron al palacio. Un patio vastísimo, lleno de soldados. Una banda que los acogía entonando un himno lindo y extraño. Vítores de la muchedumbre esparcida en el amplio recinto. Salió un heraldo, tocó su reluciente trompeta, y de la galería superior descendió un chambelán de casaca dorada y guantes blancos: "por aquí, por aquí". Los visitantes subieron la gran escalera de piedra. Atravesaron varias salas suntuosas, todas llenas de niños que jugaban y reían alegremente y fueron introducidos a la sal del trono. Altos dignatarios, bellas damas, príncipes, y princesas. Y al fondo, sentado en el trono de oro y de esmeraldas, el monarca los invitaba a aproximarse. Vacilante el niño, presurosa la lagartija, se acercaron al soberano. Era un gordito joven simpático, cuyo rostro infundía confianza. Vestía capa de armiño y tenía un cetro de cristal en la mano derecha. Miraba al niño y sonreía bondadosamente. —¡Cómo! Eres tú… Mi aro azul… Y ahora el Rey! El monarca sonrío malicioso: —Me hiciste rodar mucho en el parque —repuso afable—. Me cansé de dar vueltas. Ahora me estoy quieto, aquí, y todos dan vueltas en torno a mí. ¿No te parece mejor? —Si dijo el niño que amaba tanto al aro azul— Quiero que descanses y que todos te obedezcan. El monarca lo atrajo hacia sí, lo besó en la frente y puso una piedrecilla en sus manos. "Un recuerdo —expresó— para que no me olvides". Hizo una señal con la mano izquierda y de pronto todo se esfumó: el Rey, la corte, el palacio de caramelo, soldados y gentes. El niño y la lagartija estaban nuevamente en los carritos del tobogán. Pero ahora hacían el camino inverso: subían, subían ya no tan velozmente como en el descenso. "Cuánto tardaremos en llegar" —pensaba el niño— feliz de haber visto a su arco azul ascendido a la dignidad de soberano. La lagartija, a su lado, miraba al niño con ojitos astutos que siempre parecían más de lo captado. Ella no hablaba, quieta y muy compuesta. El pequeño observaba el paisaje y miraba con cariño al animalito: ellos lo volverían a conducir a la corte del rey Aro Azul. Subían, subían a velocidad moderada, como un tren fatigado ascendiendo en cremallera. ¡Qué largo el viaje de regreso! Cabeceando, cabeceando, se durmió. Despertó en brazos de su padre que lo acunaba afectuoso. —¡Hijo, hijo mío! ¿Qué te pasó? Como no llegaste a la hora del almuerzo saló a buscarte. Estabas durmiendo, aquí, al pie el enrejado. Debió cogerte fuerte el sol del mediodía. Son las tres de la tarde. Ahora a casa, a comer y a descansar. El niño pidió ser bajado al suelo. Miró en su rededor. Ni rastro del gnomo ni de la lagartija. Pero en su mano derecha el niño empuñaba celosamente la piedrecilla que le regalara el Aro Azul. Era un diamante que despedía vivísimos destellos, de cambiantes colores, chispas mágicas. Y al centro, al centro, cuando lo hería la luz del sol o en la medianoche, en plena oscuridad, una claridad inefable decía al pequeño que el Aro Azul reinaba también en el diminuto territorio del diamante. 52 El juego ya duraba demasiado. Cortar por lo sano. El impondría su fuerza de carácter, esta famosa fuerza de carácter que lo convirtiera en un victorioso: hacer lo que uno se propone hacerlo 42

bien. Basta, pues: raya y cuenta nueva. Evitaría todo acercamiento a Wanda. Ni diálogos ni regocijos visuales. Distanciarse: ese era el secreto. Verla y tratarla lo menos posible. Mantener relación amistosa, sí; no hacer notar cambio; conservar el equilibrio familiar. Queda ni ella misma sintiera la mudanza. Pero alejarla, alejarla para librarse de su siniestro influjo. Le costó mucho: grandes esfuerzos, ligeras caídas, disgustos. Al fin se sintió liberado. Jugaban ajedrez y se concentraba íntegramente al juego. No la miraba. Se sustraía al juego (o al movimiento) fascinador de las hermosas piernas. Bailaban correctamente, como antes, sin que nada dejase traslucir interés de su parte. Recuperado el dominio de sí, hasta atenuó su espíritu burlón. Ya no la provocaba con frases hirientes; sólo rápidos toques, apenas epidérmicos, que más divertían que molestaban. ¿Había notado el cambio la beldad? ¡Cláro que lo había notado! Sorprendida al principio, admitió la conducción masculina. Eran, nuevamente, dos irreprochables concuñas, casi dos hermanos. Y viéndola serena, Roberto llegó a pensar que el desvarío amoroso había sido únicamente un proceso físico y mental suyo, de varón excitado y encaprichado por la mujer prohibida sin que ella se hubiese inmutado en lo mínimo. Mejor. Hecha la paz, podían frecuentarse sin peligro. Pasó un tiempo. Cada cual volvía a su lugar: ella, la prima de su mujer, enamorada de su marido, no muy culta, no muy leída ni informada, pero endiabladamente linda. El, intelectual, irónico, sin hacer gala de superioridad mental, pero haciendo sentir con discreción, que era el conductor, el juez poco menos que inapelable en las discusiones y reuniones familiares. Y qué: ¿no era el más inteligente, el mejor informado casi siempre? Todo volvió a su cauce: otra vez respetado y admirado aun por ella, la esquiva, que al verlo tranquilizado, ya no agresivo, sino cordial, era menos punzante a su vez como buscando la antigua armonía rota en un tiempo de trastorno que iba alejando de su cabeza. Una noche, viéndolo bailar, se preguntaba cómo pudo hechizarlo. Era, simplemente, una mujer: bella, de formas incitantes, encantadoramente femenina, pero nada más que eso: una mujer. ¡Y habían tantas! ¿Estuvo realmente enamorado de ella, fue sólo un capricho masculino, el deseo físico que lo embrujó? ¡Bah! Había sido una locura, un desvarío pasajero, de esos que suelen asaltar a los hombres mejor templados. Nada más. Y ahora, al contemplar a la hermosa desinteresadamente, sin que su cuerpo ni su alma sintieran celos ni deseos al verla en otros brazos, comprendió que estaba curado: había escapado al hechizo. No volvería a padecer por mujer alguna. La receta era infalible: apartar de la imaginación a la que no se rendía prontamente y eludir en modo tajante a las peligrosas. Tiempo glorioso. Otra vez el hombre fuerte, dominante, obedecido o seguido por todos. En la familia y fuera de ella. El triunfador. A veces — raras veces, evidentes sin embargo— solía sorprender en los ojos verdes de la joven una mirada fugitiva como si ella indagara las razones de su alejamiento. "¿Por qué, por qué…?" — preguntaban los ojos verdes. Y él ignoraba si era sólo simple curiosidad, inquietud femenina o acaso, acaso, un leve remordimiento por haberlo perdido. ¡Qué más daba! El andaba ya fuera del juego. Para los demás nada había sucedido. Sólo ellos eran materia del cambio. La tenazmente acosada pasaba a ser la pretérida, la olvidada. Por que el varón la trataba con sutil indiferencia, sin abandonarla del todo, mezquinando sus atenciones, lo suficiente para no caer en descortesía, lo preciso para no demostrar interés. Y la joven comprendía, perfectamente, que la intención del carnero fugado de su rebaño consistía en no volver jamás a la manada. Llegó el cumpleaños de la joven: 25 y estaba en la plenitud de su belleza. Tenía dos niños; la maternidad la había hermoseado. Estudiaba, leía, se expresaba mejor. Y esa tarde, deliberada o casualmente, lucía espléndida. ¿No era el tiempo de la moda atrevida y la exhibición de los encantos corporales? Un escote atrevidísimo, dejaba entrever la firme opulencia de los senos. La espalda desnuda hasta la cintura cruzada por dos tiras verticales en "v" que sostenían el vestido, largo, orillando el tobillo, pero con dos aberturas en los flancos que al andar la mujer dejaban ver las piernas magníficas casi hasta el linde de las caderas. En visión relampagueante (sólo cuando ella bailaba o al caminar) se apreciaba el muslo largo y firme, hermosamente redondeado, un trozo de carne morena, desnuda, y el nacimiento del corto calzón negro de encaje que hacía más incitante la pierna portentosa.

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El miró contra su voluntad, sólo una vez, sólo un instante pero su mirada experta de conocedor captó como lente fotográfico la visión arrobadora en todos sus detalles. Pero ya sabía cómo evitar la antigua seducción: para no sufrir la atracción voluptuosa de la bella que bailaba con el marido, se volteó de espaldas y se puso a conversar con otra dama. Había vencido, una vez más, el peligro. La voz envolvente interrumpió el coloquio: —Aun no me has felicitado — dijo la primita mientras le entregaba un vaso de whisky. El se volvió, la tomó con delicadeza de los brazos y la besó castamente en la mejilla: —Por el cuarto de siglo y por el vestido. Y cogiendo el vaso de whisky reanudó la charla con la otra mujer sosegadamente. También ella se alejó con absoluta naturalidad sin que el hombre pudiera observar su reacción frente al desaire refinado, imperceptible en realidad, que sólo pudo advertir la interesada. La fiesta proseguía con animación. Durante la cena él comentó con tacto los últimos incidentes políticos y contó algunos cuentos de esos que le valían la simpatía de las damas, porque sin caer en lo grosero sugerían algo punzante, intencionado. Dos soles extraños entre sí, como si quisieran alejarse el uno del otro, pero ganándose la mayoría de la sala. La mujer despertando envidia en las mujeres, el hombre odiado por los hombres. Bailando con Raimunda, su propia mujer, ésta le dijo: —¿Por qué no la sacas a bailar? Es su fiesta y no le has hecho ninguna atención. —Su traje es demasiado atrevido. Bien sabes que no me gustan los excesos. La invitaré para complacerte — repuso el hombre fingiendo indiferencia. Y esta vez también salió bien librado de la prueba. Hablaron trivialidades, hubo una fugaz lidia de toques verbales finos, ingeniosos. Danzaron correctamente: ni Wanda provocaba ni él intentó presión alguna sospechosa. El perfume parisino y el olor natural de la mujer amenazaban quebrantar su equilibrio; los resistió victorioso. No pasó nada. Cuando el baile terminó, el varón dijo simplemente: "gracias" y la llevó junto al marido. Sentíase embriagado con su victoria. Había resistido la máxima tentación. La gatita de los ojos verdes no volvería a turbar sus sueños. Y ella comprendió, con instinto femenino, que él deseaba ser el único que no saliera perturbado después de tenerla entre sus brazos. Otro instante, al encontrarse con la joven que seguía muy solicitada por la jauría masculina, creyó advertir un velo de tristeza o de preocupación en los ojos verdes: —¿Cansada, inquieta? Preguntó con tiento. —Me siento derrotada — repuso ella con malicia. El hombre sintió que le caía el rayo. ¿Sería por él, había comprendido su estudiada indiferencia? Pero la pérfida, sorprendiendo al vuelo la duda del cuñado, agregaba: —Tantos bailes, tanto champán, tanta charla insulsa… Y distraídamente dejaba caer su mano sobre la mano varonil. La muchacha volaba en fiebre o era el calor natural de la atmósfera recargada de la fiesta. No se movían sus dedos largos y bien modelados, pero él los sentía vibrar, vibrar sutilmente. Más aún: Hablaban un lenguaje terrible 44

y ardiente, el lenguaje viejo y siempre joven de la pasión. Imploraban, despidiendo finísimas ondas erógenas que le encendían todo el cuerpo. Entonces él aflojó todas sus defensas morosa y trabajosamente levantadas a través de semanas, meses de laboriosa actividad y también su dorso y sus dedos devolvieron fluidos mágicos que lo acercaban, lo ligaban lo envolvían en el arrebato femenil. "No debe ser, no debe ser…" —pensaba esforzándose por sustraerse al influjo de la joven. Pero el vértigo de la carne lo sumió en el torbellino. Vió los senos temblorosos palpitar muy próximos, la pierna que se adelantaba hasta llegar al roce palpitante con la suya. Cerró los ojos deslumbrado y al abrirlos miró cuajar dos lagrimas en los ojos verdes. Estaban solo, en el desván de los abrigos, mientras los últimos invitados se despedían. La muchacha se le arrimó. Le hizo sentir el contacto enloquecedor de su cuerpo joven. Sus manos subían ávidas y ardientes por sus hombros, como si fuesen a cogerle la nuca, y el momento en que el cuñado se inclinaba para besar los labios que aparentaban trémulos de dicha, reapareció la gata traicionera. Bajando bruscamente los brazos y conteniendo al hombre Wanda dijo lentamente: —Sólo quería saber quién es el vencedor de esta noche. 53 El buscador preguntaba: ¿por qué razón unos merecen salud, bienestar, satisfacciones de todas laya, y otros sólo enfermedades, pobreza, sufrimiento? Un Dios magnánimo, un Dios providente ¿puede dividir la humanidad en dichosos y desgraciados? Y la felicidad de otra vida prometida ¿compensa de los infortunios aquí abajo? El Cristo Redentor ¿se ha de identificar con Jeovah castigador? La frase de Kafka: "estoy acosado, he sido elegido", se comprende en un espíritu superior, reflexivo, que acepta la expiación de la inteligencia en el dolor. Más a los miles y millones de personas sufrientes y sencillas, que ignoran de teologías y metafísicas, ese pensar profundo nada explica frente a la angustia irremediable de perder familia, techo y pan. ¿Dónde está Dios en esas catástrofes masivas que hieren despiadadas castigando por igual a justos y pecadores? Vida eterna, reino celestial, supremos consuelos del creyente: prometen mucho, nada que objetarles. ¡Dichoso quien cree y espera! Es el vencedor de la muerte. Porque si no existe otra vida ni otros mundos después de esta vida y de éste mundo, entonces descansará; y si los hay, su fe será recompensada. En ambos casos la esperanza hará feliz a quien cree y espera. Pero la verdad es que la mayoría de hombres y mujeres transcurren en su campo natural: esta concreta y tal vez única y es a ella que se refieren sus horas placenteras y sus días oscuros. Excluyamos a místicos y artistas; mundo aparte. Es la humanidad corriente, jadeante, la que no profundiza el pensar porque la asedia la materia, la que absorbe el cavilar de los buscadores. ¿Qué ley tremenda dictamina: padecerán los más, disfrutarán los menos? ¿Por qué terribles castigos, durísimos penares en la existencia de millones? ¿A qué Dios acudirán los afligidos si tan feroz como el Jeovah bíblico el Dios cristiano los desamara y permite que sean aplastados? Preguntas sin respuesta. Dios existe, tal vez… Pero no pude estar vinculado a los innumerables destino individuales, ni mover cada uno de los infinitos hilos que rigen las acciones de cada cual. Sería absurdo. Cierto que El sólo puede hallarse o ser comprendido a través de la mente humana. Como dice el místico —¿era Echhardt, o Blake?— Dios existe porque el hombre existe; perecido éste se aniquila aquel. Esa misteriosa relación entre Creador y criatura nunca suficientemente esclarecida… Ese querer meter a Dios en todas nuestras pequeñas miserias o júbilos cotidianos. Puerilidades. Como muchos cristianos de convicción, mas no de conducta, el Buscador había vivido alejado de Dios. Asistía a la misa dominical, rezaba por las noches, olvidaba los mandamientos. 45

Solían sorprenderlo la música sacra, los textos patrísticos, estudios teológicos, pero de cierto transcurría distanciado de la quemante cercanía de Dios. Mucho tiempo la palabra sólo le inspiraba respetuosa admiración. Después de años de búsqueda penosa, comenzó a sentir que ella se transfiguraba en presencia fervorosa: algo que no podía explicar, vivo y palpitante como su corazón, mas extraño a su cuerpo físico. Entonces "Dios" se convirtió para el Buscador en la Palabra Mayor, inasible, la única que jamás entregará su secreto porque embosca una esencia inexpresable que huye de quien se le aproxima. A veces tan lejana como una estrella que se desvanece en el espacio; otras tan oscura que da vértigo a la mente. Goethe, sapientísimo, era deísta pero no se detenía a escrutar los últimos enigmas. Nuestra tarea —afirmaba— consiste en realizarnos en este mundo, desprendidos del misterio que aguarda en el otro. ¿Pero quién tiene el genio moderador de Goethe para alejarse de las tentaciones de la Serpiente? Porque en cierta manera, todavía no bien analizaba, la Serpiente custodia a la Palabra Mayor y nos tienta sin descanso, levantándonos más alto para precipitarnos después más hondo. ¿No dijo Santa Teresa que el pecado del intelecto es el pecado satánico de querer comprenderlo todo y alcanzar las verdades más altas? Entonces la clave de su búsqueda se perfilaba nítida: acercarse a Dios por el sentimiento, no por el intelecto ensoberbecedor. Había pasado por todo: altas victorias, abismales caídas. Júbilos, penas, aventuras, sobresaltos. Largas esperas. Súbitos hallazgos. Lo visitaron sufrimientos y alegrías. Mucho tiempo fue un triunfador. Luego expío el exceso de dicha en el dolor. Conoció la fricción delirante con los hombres y también la soledad. Hombre de acción, realizador de mil grandes y pequeñas acciones, pudo ser, asimismo, varón de ideas, el pausado meditador que erige sus torres espirituales. Pensó por muchos, hizo la tarea de más. Y aunque sólo era uno entre millones y muchos pudieron aventajarlo en el soñar y en el hacer, su vida transcurrida en intensa actividad, en plurales quehaceres, sin jamás perder la esperanza ni agotar la inquietud, se le antojaba un tesoro inagotable. Esplendía. Pero ese balance promisorio pertenecía al pasado. Ahora lo asediaba la idea de Dios, un confuso remordimiento por haber merecido tanto de la fortuna, cuando otros, mayores en virtud y en méritos, discurrían desdichados u olvidados. Hay quienes piensan que es muy cómodo cargar a Dios con nuestras desgracias y atribuirle nuestra felicidad. Integralmente no es así, porque cada cual es dueño de su albedrío y decide, muchas veces, el camino que ha de seguir; pero muchas otras una mano invisible traza o rectifica el rumbo de nuestras andaduras, y entonces comprendemos o creemos comprender que en modo inexplicable Dios se vincula a nuestras débiles y pequeñas existencias. Dios: esa pequeña luz fugitiva en la mente del hombre, ese gran esplendor inmanente en la sabiduría cósmica. 54 La envidia, con sus dientes de víbora, rondando siempre… La sociedad y los murmullos. Críticos y escritores. Perversos, resentidos que se cuelan en las redacciones o se apoderan de tribunas que les quedan anchas. ¿Por qué es inversión de valores? Manos ruines y mentes mediocres barloventean en el mar literario: de adentro y de fuera. —¿Pero aun no comprendiste, que todo eso es necesario, es parte del oficio de escribir? Sin el odio y sin la envidia de los émulos no habrías ascendido por la escala del espíritu. 55 Bolivia: la herida que sangra siempre. ¿Qué pueden las conciencias atormentadas de unos pocos idealistas? Nada. Este pueblo pide caudillos crueles, dominadores, positivos. Profesionales del poder. Ideal, justicia, ética, verdad no interesan. Por ello se frustran, casi siempre, moralistas y soñadores. Habrá excepciones, mas la regla general para regir la turbamulta de los políticos es habilidad de maniobra y mano dura en las decisiones finales. Muchas veces el buen Conductor es traicionado por la venalidad y la codicia de sus mejores colaboradores. O se ve arrastrado por el remolino de las ambiciones y disputas de los propios partidarios. Tiene que enfrentar un cúmulo de problemas con un mínimo de recursos. Gobernar país subdesarrollado es cosa grave; mas, todavía, si acechan en forma permanente traiciones y conspiraciones, deserción y confusión. 46

¿Cómo reformar o modelar al hombre boliviano? Fallan las élites de conducción, no el pueblo. Porque si aquellas diesen ejemplo de virtud y probidad, el pueblo seguiría su enseñanza. La revolución moral tiene que realizarse desde arriba. 56 Las Sonatas para piano de Beethoven (tocadas por Schnabel) y el Clavecín Bien Temperado de Bach (por Fisher) han sido el fondo fantástico y animador mi vida de hombre y de artista. Oyendo estas músicas maduré en sabiduría y en virtud. Hasse, el inimitable, lo que hubiese querido ser como artista. Pero ni la geografía, ni la sociedad cerrada en la cual vivo, ni mi propia geometría espiritual me permitieron seguir ese camino. Muchas veces tuve que debilitar al artista para afirmar al hombre. Y mi tarea humana vale el reino perdido del gran creador. El teatro de Priestley raro, desconcertante, como el alma moderna. Preanuncia la angustia en moda. Pero todos éstos: Brecht, Dürrenmat, Ionesco, Beckett, son nietos de Pirandello. Colette deliciosa, Burckhardt en su monumental "Historia de la Cultura Griega", tan vasto y profundo como en "El Cicerone". Crítico e historiador vuelan parejo. No pasarán. Filósofo con Julián Marías, inteligencia superior pero desprovista del vuelo lírico y genial de su maestro Ortega, gran domeñador de la lengua castellana. En Azorín, estilista y pensador rayan muy alto. ¿Tono menor? Error de perspectiva. Azorín como Miró, el fino alicantino, envuelve en primores de forma el modo mayor de su meditación espiritual. Demasiado sutil y espiritual para estos tiempos de turbión, lo sustrajeron al Nobel. Injustamente. Soy el reconocido. El que agradece los dones del destino y acepta sus rigores. Abrí, pero también se me abrían los caminos. Adversidad y buena fortuna cruzaron sus redes. Escrutando la naturaleza o buceando en la intimidad del ser, comprendí la maravillosa plenitud del pensamiento. Crecí en tres direcciones: la del padre de familia, la del ciudadano, la del artista. Lo demás, accesorio: glorias y honores pasajeros. Humanista y luchador lidiaron en mi corazón, voluntad y meditación también; y al cabo hombre de acción y alma sensible erigieron su torre armoniosa de verdad y de belleza. En el trasfondo de la trama la vida misma elevada a claves del lenguaje. Saber perder ¿no es la mitad de la ciencia del vivir? Pero nunca sentirse vencido. El Cóndor Blanco que atraviesa mi sueño debe llevarme muy lejos todavía… Dividido entre dos remansos próximos: el parque del Montículo, la plaza España. Panorámicamente, aquél supera a ésta: es un mirador fantástico cuyo contorno se abre en soberbias perspectivas. La otra posee, acaso, más intimidad, encanto recogido. Allí el Ande, girando altanero, grandioso, deslumbrante. El sendero de los primeros versos. La novia imaginaria. Aquí Cervantes, los árboles, nuestra casa humanizan el lugar. Infancia, adolescencia transcurrieron en el parquecito aéreo circundado de vacíos y montañas. Juventud y madurez junto a la plaza sosegada donde se aquieta el báratro geológico. A las cuatro de la tarde, arden paisaje y soñador. Un libro bajo el brazo. Tranquila andadura. La Amada en el corazón. Mirar, absorber, meditar… De los altos sueños del Montículo, descendiendo al suave misterio de Plaza España. Martín Lucero ahonda en su morada. Leo autores modernos (Heidegger, Murena, Böll, Cortázar) sin entender por qué algunos se empeñan en aparecer abstrusos, difíciles. Discurso enrevesado, etilo oscuro. Muchos, de hoy, no llegarán a clásicos —aun teniendo talento— por falta de claridad conceptual, de belleza expresiva. Ya Ortega, en aguda observación, anticipa el mal: cierto hermetismo constructivo, una dilatación abigarrada del habla. Pregunto: ¿qué se busca? Escribir, comunicar nada tienen que ver con acertijos y confusión. Idioma, si ha de quedar, se limpiará de afectaciones. Porque hay también una nobleza de la sana expresión. Muchos modernos densos, artificiosos, se esfumaron. Otros como Borges, como Amado, quedarán.

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Si dijera "el hombre que habitó en el Paraíso", nadie lo creería". Verdad que la ronda demonial acecha el curso de los días, pero los hubo apacibles, venturosos, como transcurridos en paraje extraterreno. Recuerdo el verso de Goethe: "No sé cómo decirlo, porque aun no está hecha mi palabra". Cosas incomunicables: fueron, no pueden ser reproducidas. Existe una beatitud del ver y del sentir que como las frases excelsas en los grandes compositores musicales, no se da en permanente alarde, sino después de largas pausas. Lo increíble: días, horas en los cuales uno se siente morador del perdido Edén; y otros en los que te hieren quemantes llamas alevosas. Infierno y cielo están aquí, Martín y en ti también. Platón forjó la imagen de las islas bienaventuradas como meta imaginaria del filósofo. El meditador actual sólo cuenta con la contemplación extática del paisaje y el sosegado pensar. Pero la Bienaventuranza está ahí: en los ojos de la Amada y de los hijos, en la vibración fugaz del minuto que trasciende a eternidad, en el tranquilo fluir de la conciencia. Otoño: mi mujer resplandece en la serena llama de una belleza inalterable. Afuera ruge la tempestad del mundo. Tendrás que participar en ella; y el moralista, el humanista, el que quisiera pacificar y aproximar a los demás, será combatido, escarnecido, negado. Pero también esto es mandato del Sino: padecer para vivir en plenitud. 57 Jefe: Mis órdenes deben cumplirse: hay que marcarlos a todos, como al ganado. Primer Ministro: Algunos se resisten… Jefe: Esos serán expulsados de inmediato. Obedecer es la primera ley del Partido. Ministro de Hacienda: Señor, yo creo que sería mejor esperar: estamos en vísperas del balance de fin de año y renuncias colectivas perjudicarían a la administración. Jefe: no habrán renuncias colectivas. Ministro de Gobierno: ¡Bravo! Me gusta el Jefe. Primer Ministro: Procederemos con cautela. Yo propongo una negociación final con los grupos intransigentes… Jefe: Ni disidencias ni intransigencias. El que no está conmigo está contra mí. (Todos se miran, recelosos) Ministro de Hacienda: Si es a sí, Jefe, sólo cabe esperar sus instrucciones. ¿Cuál será la estrategia a seguir? Jefe: Muy simple. Todo funcionario, empleado o trabajador del gobierno se inscribirá dos veces: primero en los registros del Partido, luego en la célula específica del organismo en el cual trabaja. Así estará dos veces vigilado. Ministro de Defensa: Excelente. Todo marchará como en un cuartel. Ministro de Gobierno: La oposición alegará que esto no es democrático, que por coacción no se puede gobernar. Jefe: Que patalee la oposición. No nos importa. Primer Ministro: Una vez que nuestro Jefe ha resuelto el problema ya nada hay que añadir. Procedamos! Ministro de Hacienda: El medio por ciento de descuento en los haberes de la administración, no alcanza para cubrir los gastos del Partido, y sobre todo los egresos de los servicios que cada día aumentan. Jefe: Muy sencillo, subiremos por decreto reservado ese descuento al uno por ciento. Ministro de Defensa: Ya hubo gran resistencia cuando salió el decreto sobre el medio por ciento… Ministro de Gobierno: Aplicando la técnica de mano dura nada hay que temer. Fabricaremos, una vez más, un plan revolucionario que atribuiremos a la oposición. Todos se asustarán. Luego "cotorrearemos" a los líderes opositores. Y en cuanto a prensa y radios, telefonazos anónimos amenazantes. ¿Quién se atreverá a protestar? Primer Ministro: Que se ponga en el plan del Ministro de Gobierno, que el presunto nuevo Gobierno impondrá una rebaja del diez por ciento de todos los sueldos. Así, pensando en el diez, nadie reclamará por el uno por ciento. Jefe: Buena idea. Ponerla en práctica. Ministro de Defensa: Mejor no mezclar en esto al ejército. Las medidas coactivas que la ejecute la policía. Jefe: Por supuesto. 48

Ministro de Gobierno: Asumo plena responsabilidad. Primer Ministro: Todos somos igualmente responsables por las medidas y actos de gobierno. Ministro de Gobierno. Pero odios y deseos de venganza caerán sobre mí. Jefe: Para eso es usted ministro de gobierno. Ministro de Hacienda: Otra cosa, Jefe: la inflación aumenta, los precios suben, nuestra moneda se desvaloriza. Los cupos y las colas en las tiendas enardecen al pueblo. Jefe: Difundan el rumor de que las grandes firmas ocultan mercaderías para desacreditar al gobierno. Unos cuantos saqueos caerían bien. Ministro de Defensa: Debo informar que dos jefes militares en retiro conspiran con los carabineros y con dinero de la oligarquía económica para derribarnos. Jefe: ¡Dé los nombres! Ministros de Defensa: Señor: no puedo hacer de delator en público, Se los diré a usted privadamente. Primer Ministro: La defensa propia no implica delación. Ministro de Gobierno: Amplio la información del colega de Defensa: apresamos a uno de los jefes en retiro y el otro, oculto, es perseguido. Tengo en lista a dos industriales y a siete comerciantes, todos pájaros de alto vuelo, que dieron fuertes sumas para el golpe. Además una radiodifusora y dos periódicos andan metidos en la cosa. De los tres partidos opositores sólo uno entró en la conspiración: el de Unidad Revolucionaria. Jefe: Aplique ley de fuga militar. Mediante pliegos de cargo por defraudaciones impositivas, ciertas o inventadas, haga quebrar a los dos industriales. La tiendas de los comerciantes afectados, pasarán "legalmente" a poder de compañeros del partido, cuidando, como en casos anteriores, la apariencia jurídica en las transferencias. Se robarán las principales piezas de la estación radiodifusora inutilizándola por varios meses. Los directores de ambos diarios serán apaleados en incidentes callejeros por medio de provocadores bien instruidos, para que el asunto aparezca fortuito. Para reforzar estas medidas, dictaremos el Estado de Sitio. (Todos, consternados) Primer Ministro: Pero Jefe, si no existe la conspiración… Jefe: Mejor. Así la que se estaba armando para dentro de cuatro meses se dilatará por lo menos a un año. Ministro de Gobierno: Apruebo las medidas enérgicas. Jefe: (dirigiéndose al Primer Ministro) ¿Y usted? Primer Ministro: ¡Naturalmente! Jefe: (mirando al Ministro de Hacienda) ¿Y usted? Ministro de Hacienda: Sí, sí. Claro que sí. Jefe: (enseña con el dedo al Ministro de Defensa) Ministro de Defensa: Yo también. Jefe: Ya consideramos la expropiación "Legal", no olvidar, nunca, que la política está casada con lo legal, de las fincas de los tres jefes del golpe revolucionario frustrado del año pasado. Hemos aprobado los nuevos planes económicos. Castigamos la huelga de maestros desterrando a 18 dirigentes. Mantendremos los precios políticos en la carne, en la gasolina, en el azúcar y el kerosene; en cambio subiremos los gravámenes sobre utilidades. Así protegeremos al pueblo y apretaremos a los ricos. Ahora debemos preparar la gran Convención del Partido. Ya saben ustedes, como hombres de confianza, qué resorte debe tocar cada uno de los ministros. La lista que yo faccioné debe salir íntegra, sin ninguna modificación. Primer Ministro: (vacilante) ¿No habrá opción, señor, para que ninguno de nosotros pueda optar a un cargo de la alta dirección? Jefe: (enérgico) ¡No habrá! Primer Ministro: (asustado y convencido repite) No habrá, no habrá. Jefe: Ya hemos trabajado bastante. A descansar. Para mañana los aguardo con otras novedades. Jefe: (secamente) No. Ministro de Gobierno: (resentido) Yo soy el encargado de la seguridad del gobierno, señor. Soy su leal amigo… Jefe: Yo no tengo amigos en el gobierno. Sólo colaboradores. (perentorio) ¡A descansar! (Los ministros sales cariacontecidos) 49

58 Una trilogía andina. Tres tragedias. "Ollanta", "Cahuide", "Huallparrimachi", los tres indios insignes que mueren por amor y ambición, por el deber, por la libertad. Buscar una forma teatral nueva, dando grandeza épica a las figuras masculinas, ternura y delicadeza a las femeninas; y sobre todo esa atmósfera de dignidad y de misterio que el europeo nunca comprendió porque veía sólo salvajes donde había seres herméticos, profundos. Esa atmósfera india de impasibilidad de estoicismo y permanencia que en los cristales de la sangre y en las vetas minerales de las montañas, habla de un pasado grandioso que vive todavía. Esa fuerza vital del ancestro ya no puede influir en la praxis de la moderna sociedad pero sí renace y se acentúa en la espiritual gnosis del genio americano. También Bolivar, Murillo, Barrientos, serían protagonistas de sendas tragedias. Pero éstos fueron generosamente reconocidos y loados por la historia, en tanto aquellos —Ollanta, Cahuide, Huallparrimachi— apenas sobreviven oscuramente en el corazón del pueblo. Los tres indio insignes piden estatuas de granito sobre plintos de basalto. Ya vendrán los dramaturgos que esculpan sus figuras inmortales. 59 Es un joven escritor que ha conocido ya éxitos de librería y de críticos. Grave, culto, a ratos impasible. Da la sensación de no conmoverse por nada. Una rara mezcla de inglés y de argentino a la defensiva. ¿Ha sufrido mucho? Su reserva rechaza la confidencia. Tiene mucho de la compostura trasatlántica y subyacente el resentimiento criollo. Su inteligencia fría, aguda, raya en lo insensible. ¿Es pose o es temperamental? Deja una sensación curiosa: atrae y rechaza a la vez. No se ríe ni se asombra por nada. ¿Pero es que se puede concebir la vida sin risa y sin admiración? Como intelectual es, ciertamente, muy apreciable: tiene talento. Sabe escribir. El hombre produce escalofríos. Extraño, inasible como sus ensayos y sus novelas que tienden a los hermético y oscuro deliberadamente. Pero aquel —vino y se fue— es un personaje definido. Irá lejos. En cambio, aquí, uno entre muchos, tenemos cierto figurón que pasa por novelista y poeta sin ser ninguno de ambos. Cursilón, ignorante, desprovisto de cultura general, prefiere el género bastardo de los chismes y la sátira volandera. Herir, difamar, burlarse son sus armas. Presuntuoso y evasivo. Falso de palabra y de obra. Criticaba. Tiene su corte de adulones y sicofantes. Negador de lo bueno, encumbrador de medianías, silenciador de lo superior, se pasa la vida ufano y ratonil. Se le punza con el dedo… y se desinfla. Pura pompa de jabón. Alto, miope, escuálido. Fachadismo criollo, detrás ni muros ni techumbre. El intelectual menguado, el hombre más pequeño aún. Y éste es solamente uno de los dictadorcillos de opereta de nuestras letras. 60 Dejar a cada cual con su destino. ¿No es la literatura espejo de la vida? Si el transcurrir actual supera, para muchos, la soledad irremediable, el desamparo, la confusión del hombre perdido en la babel moderna ¿por qué los noveladores hace trizas el relato y el lenguaje, introduciendo a la ficción literaria el falso realismo óptico de las sensaciones? Se lo acepta porque tienen genio. Aun para negar y destruir, pero se manejan dentro de sus propios laberintos. Sus epígonos, en cambio, se empantanan en la náusea y la basura. Dejarlos. El mundo es, hoy, horrible. La literatura será detestable. Necesariamente. Y quien no arremete contra el idioma y contra lo noble de la vida, será para los públicos hiperestesiados de hoy un atrasado mental. —¿Pero es que se puede leer y entender a los autores de moda? —Tampoco se escuchaba ni comprendía las óperas de Wagner hace un siglo, pero los teatros se colmaban de públicos ansiosos de gustarlas. El wagnerismo literario es peor que el musical. 50

61 Uno contra la organización: es el drama del hombre actual. Por eso artista, escritor, sabio, idealista o varón selecto, reacios al gregarismo y a la turbamulta, son débiles hojas que arrastra el viento de la sociedad mecanizada. Un joven filósofo boliviano —Marvin Sandi— se suicida en Madrid antes de llegar a los treinta años. Parecido a Tamayo en el físico y en el estilo. Reconcentrado. Dotado de un vigoroso intelecto. Delicado compositor Salía de su nativo Potosí mineral para tomar contacto con Europa. Sólo de deja un libro y dos folletos cuajados de un pensar denso y zahorí. Pudo llegar muy lejos… y se truncó al iniciar la vida. ¿Por qué? Solitario, sólo conoció pobreza, trabajo, disciplinas mentales. Estaba preparado para emprender vastos vuelos del pensamiento. Por contraste se evocan los años de disipación que Heminghway vivió en París, para convertirse, después de los treinta, es escritor famoso. Ganó el Nobel y también se eliminó, ya sesentón, después de haber agotado vida y facultades creadoras. Nuestro Marvin Sandi, hombre de interioridades, emboscaba una grave melancolía en su habla enérgica y vivaz. Acaso presentía que pensador y poeta no están bien armados para la lucha con el mundo. Noble inteligencia, en la cual despuntaba ya el genio. Su "Meditación del Enigma", breve, casi aforística con algo de Nietzsche y mucho de Franz Tamayo, es un puente aproximador entre Europa y América. Saber cruzarlo. Potosí vió nacer a Marvin Sandi. La Paz le dio estímulo. Madrid lo engulló. Es peligroso vivir reconcentrado en el mundo de las ideas. Carecer de sentido práctico. La organización odia al combatiente solitario. Lo acosa, lo destruye finalmente. Estrella fugitiva Marvin Sandi volverá a cruzar los páramos andinos. Hombre o idea. 62 El hombre de azul entró al Banco. Se dirigió al pagador No 1 y entregó su cheque. El cajero lo examinó, lo pasó a cuentas corrientes donde le dieron la visa respectiva, y al regresar a sus manos entregó una suma considerable al hombre de azul. —Billetes grandes — pidió éste. Antes de 24 horas un millonario dueño de las fábricas de aceite denunciaba la desaparición de su libreta de cheques. Los funcionarios del Banco se alarmaron: ¿robado y falsificado el cheque? Se trataba de una suma equivalente a doscientos mil dólares. Quien lo cobró tenía su documentación en orden. Examinaron cuidadosamente el cheque: era la firma indiscutible del millonario. Respiraron: todo estaba en orden. Pero el millonario alegó que no era su firma. Peritos van, peritos vienen. Opiniones divididas: para unos era la propia firma del poseedor de la cuenta corriente; para otros estaba cuidadosamente falsificada. El hombre de azul no pudo ser habido. Nadie lo conocía. El millonario entabló pleito al Banco. Faltaba un rasguito casi imperceptible en la firma; y aunque los peritos del Banco demostraron que la tinta usada era la misma utilizada en otros cheques del girador, un juez —probo, venal o simplemente confundido— dio la razón al millonario.

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Duraba ya el pleito tres años. Pruebas y descargos. Entró en juego el no muy estable estado de los negocios del dueño de las fábricas de aceite. Gastaron mucho dinero, el Banco y el millonario. Sobornaron, ambas partes, a funcionarios del poder judicial, a periodistas, a políticos. El pleito cobró proporciones fantásticas. En la pequeña ciudad, la población se dividió en dos bandos: uno por el millonario a quien —decían— estafa el Banco; otro por la institución mercantil que —afirmaban— era víctima de una conjura diabólica para despojarla de su dinero. El asunto tenía muchos bemoles y diez mil aristas. Cuando ya uno de los litigantes creía haber vencido, el otro oponía un recurso legal inesperado (las leyes son tan elásticas y acomodaticias) y el pleito proseguía como sucede en los países subdesarrollados de legislación lenta y pesada. Seguía, seguía… Ya nadie mencionaba al hombre de azul. Había sólo dos poderes en pugna: el Banco y el millonario. Un día los diarios anunciaron que, con apoyo del Gobierno, el millonario cobraría la enorme suma que con interese acumulados, costas, y otros gastos se aproximaba a una cifra equivalente al medio millón de dólares. Tres meses después el Banco quebraba, no habiendo podido resistir la terrible merma de su capital operativo. Y (lo que muy pocos supieron) la caja del partido gobernante se enriquecía con una cantidad equivalente a los doscientos mil dólares. Los negocios del millonario tomaron rápido ascenso. Pasaron once años. Murió el millonario —ya multimillonario, empeñado en muchos negocios y fábricas— y como carecía de herederos, los representantes del fisco invadieron su residencia para levantar inventario. Anotaron todo. Cuando ya estaban por retirarse, uno de ellos tropezó y al apoyarse en el muro éste cedía: en una cavidad disimulada hallaron un traje arrugado, unas gafas, unos bigotes postizos. El hombre de azul volvía a circular en las bocas. ¿Ficción o realidad? Díganlo los empleados del Banco que aun recuerdan el caso. 63 Hay tanto, tantísimo para leer; lo difícil: saber elegir. Mirajes. Profundo, revelador el gran estudio de Karl Jaspers sobre Nietzsche. El panorama de las letras francesas actuales de Gaetan Picon, vivaz pero discutible. Prefiero, como crítico, a Rousseaux, Claude Mauriac y Boisdeffre. Esto es crítica. Notables la "Mirra" y la "Merope" de Alfieri, aunque mal traducidas. Excesivo Ibsen en los "Guerreros de Heligoland", mas siempre grande. Pierre Benoit, Hilton, Cronin, Wodehouse, distraen. Kazantzaki inimitable en "El Jardín de las Rosas". La "Ifigenia en Táuride" goethiana, perfecta. Un torso griego. Y Quevedo y Gracián, maestros de vida. ¿Por qué creían loco a Strindberg si era sólo un alucinado de sus propios desvaríos? ¡Pero qué gran autor! "A orillas del mar libre" y " Señorita Julia" sacuden. Rolland arde y transmite su incendio en su Diario Interior. Lawrence el de Arabia, está más en sus cartas que en "Las Siete Columnas de la Sabiduría"; en cambio el pansexualista D.H. Lawrence se distribuye en los libros desiguales acaso los mejores (además de los cuentos) "Mañanas de México", "La Serpiente Emplumada" y "Apocalipsis". Denso y aquilino Dante: ni tres lecturas desentrañan su "Comedia" gigantesca. Montaigne siempre sabio, equilibrado, Montherlant, Giraudoux, Mauriac desgarrados, carecen ya de la vitalidad radiante que alienta en Moliére, en Balzac y aun en el desventurado pero admirable Gerardo de Nerval. Vitalidad en el sentido literario, se entiende. Shaw divierte, Pirandello angustia. ¡Cuantos errores de perspectiva en Spengler, pero qué nuevos horizontes remontados! El conde Keyserling, torrencial (comprimido sería mejor) ha sondeado estratos del mundo y de la conciencia que muy pocos alcanzaron. Su "Conocimiento Creador" vale por diez tratados. Tres caminos que conducen al esclarecimiento de la idea de Dios: Kierkegaard, Tolstoy, Plotino. Pascal y Proust desgarran, Emerson y Vives restauran. ¿Sabemos leer a 52

Nictzsche? Cuánto camino hizo la literatura si se sale de los pautados relatos de Plutarco para entrar en los senderos tormentosos de Dostoiewski y de Andreiev o en esas "summas" de saber que encierran los libros de Thomas Mann y las obras de Berdiaev. ¿Pero se leen clásicos y grandes autores? Acaso por finas minorías. Los grandes públicos se vuelcan en las novelas excitantes de Robbins, de Wallace, de Stone, baja literatura, poderosos estimulantes de la imaginación. Ya casi no existe una escala de valores para elegir y leer. La mayoría acumula, acumula… basura y distracción. 64 Dijo el escritor en la plenitud de su vida y de su técnica: —Vuelvo a sentir la vieja voz del destino. Una apertura de los sentidos, una cierta afinación del gusto, una mayor penetración inteligente en el mundo y sus secretos. —Me alegra que estés contento —dijo el amigo—. ¿Y cómo se llega a ese estado ideal de suprema maestría? —Treinta años de escribir, de pensar, de persistir en la tarea elegida. —¿No sentías lo mismo al empezar? —¡De ningún modo! Son los años, la experiencia, la ejercitación continua, el afán incesante de perfección los que afinan la técnica del hombre de letras. El amigo callaba, discreto. Entonces el escritor agregó: —Claro que existen, también, la suerte, la inspiración, esa concertación de circunstancias propicias que en los debidos momentos impulsan nuestra marcha… —¿Reconoces, así, que Dios mueve tu mano? —Para el intelectual de hoy no existe Dios, sino el destino. Volvió a vacilar el amigo: —Me das la impresión de estar ensoberbecido. —¿Y por qué no? He llegado a adquirir tal facilidad para escribir, trabajo con rapidez, domino los temas y las técnicas de expresión. Nada me arredra. Soy un vencedor. Habrán, otros, que vendan más ejemplares y cuenten con más traducciones a otros idiomas pero yo sé que narro mejor lo que quiero decir. Y estoy produciendo en forma realmente excepcional: libros, dramas, artículos, ensayos, versos. Más y más. El amigo lo miraba apenado, sorprendido. Diez días más tarde asistía al entierro del vencedor. 65 La odiaba, la odiaba furiosamente. La nueva derrota lo tenía avergonzado. "¡Haberse dejado engañar con la gatita!" Respondería al juego: sería pérfido, disimulado, cauteloso. Nadie podría percatarse de lo sucedido; ni menos de sus propósitos de venganza. Reanudó o prosiguió sus relaciones familiares con la joven, manteniendo la estudiada indiferencia, pero sin que dejara entrever resentimiento o deseo de revancha. Satisfecha su vanidad femenil —lo había vencido ¡y cómo!— la primita retornó a su serena posición. Amenguaron notoriamente, de ambas partes, las pullas y las frases ingeniosas para dejar malparado al contrincante. Hasta la propia mujer advirtió la mudanza celebrando que ahora se llevarán mejor marido y prima.

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Ocultando la rabia que lo devoraba, él se limitó a decir: —Es una buena chica. Medio tontita, pero buena. Ahora discutimos menos. La venganza cotidiana se cobraba lentamente. Ya no podía Wanda ganarle al ajedrez. Nunca rehuía los encuentros, se defendía valerosamente, pero como Roberto se concentraba en el juego olvidado de la mujer la derrotaba, a veces con esfuerzo (¡cómo progresaba la maldita!) mas la derrotaba siempre. La otra, la gran venganza, se hacía esperar. Quería humillarla, como ella lo había humillado, haciéndole sentir la supremacía masculina. A lo macho, torpe brutal. O en modo fino, pero incisivo, que a veces duele más que una ofensa. Ya no miraba el cuerpo admirable. Evitaba, sobre todo, detenerse en las piernas estupendas y al conversar con la joven rehuía los ojos verdes, haciéndose el distraído mas guardando la perfecta cortesía de trato. Un "statu quo" recíprocamente equilibrado regulaba relaciones armoniosas entre ambos cuñados. Para la familia, para la sociedad, siguieron siendo dos buenos parientes que se apreciaban y respetaban mutuamente. Semanas, meses. Parecía que el destino no le brindaría la ansiada venganza. Pero el destino premia a los pacientes y tras larga espera llegó, de súbito, el momento de cobrar agravios. En el transcurso de una cena íntima —pocas parejas— las buenas viandas, los exquisitos vinos y el espíritu jovial de los comensales llevó la conversación al tema trivial pero siempre recomenzado de la mujer y los tipos femeninos en relación al erotismo. Se analizó el asunto desde múltiples ángulos. Se habló de ninfomanía, de adulterio, de masochismo, de coquetas y lesbianas, de las que se entregan por curiosidad y de quienes lo hacen por vicio, de las narcisistas y de las soberbias. El disimulo, el rencor, la hipocresía, al vanidad, el tedio matrimonial, todo desfiló a su turno. Y hubo censuras para el genio cazador del hombre, que toma y se va. Pero como el tema era la mujer, el debate volvió sobre ésta, sea evocando figuras de la historia, sea rememorando hechos de la sociedad en la cual se movían. Aunque las damas tomaban parte en el litigio, defendiéndose con vigor de las acusaciones masculinas, los caballeros, apoyándose en la literatura y en el cine, renovaron sus ataques rindiendo homenaje a las damas que asistían a la cena. "Claro que esto no va por ustedes, mujeres cristianas y honestas; nos referimos a otro tipo de mujeres, las que olvidadas de virtud y castidad aminoran la excelsa jerarquía de la madre y de la esposa". Fuese cálculo en una y natural discreción en la otra, ni Wanda ni Raimunda intervenían en la discusión, a no ser con monosílabos. —Bueno: creo que hemos agotado la materia —dijo un señor que aparentaba el de mayor madurez y experiencia—. El desfile ha sido completo. Balzac envidiaría la variedad de tipos femeninos que hemos recordado esta noche. Roberto comprendió que había llegado la hora de su venganza. Y hablando lentamente, como recordando hechos muy lejanos, agregó: —No, no está agotado la materia. Hace muchos años, cuando yo todavía era soltero (una sonrisa afectuosa a su mujer) conocí una dama de rara perfección. Muy bella, culta, distinguida, vivía rodeada de virtudes. Su fama intachable, su simpatía excepcional. Yo tenía 22 años, la edad en que toda locura parece posible, mas no me hubiese atrevido a cortejar a la hermosa, si ella en el modo más sutil no hubiese empezado a ceñirme con los hilos de una coquetería refinada. Pensé, al principio, que sólo se trataba de una humorada de mujer virtuosa, que no queriendo caer en los peligros del amor ilícito con hombres maduros, prefería divertirse a costa de la admiración de un jovenzuelo. Pero no era así. Porque la astuta —y tengo derecho para calificarla así— inició una campaña destructora despertando amor y deseo en mí. Todo con tal discreción, que nadie advertía sus propósitos. Sólo yo. Omito entrar en detalles por respeto a las señoras que me escuchan; diré, únicamente, que no fue omitido ninguno de los arteros recursos conque las mujeres casadas perturban a los donceles inexpertos cuando quieren hacerlos caer en sus brazos. 54

—¡Hombre! —apuntó irónico otro de los comensales—. Nos va a contar usted una de sus grandes conquistas. Al contrario —dijo el narrador— mi mayor derrota, la que nunca olvidaré. Porque la dama en cuestión, después de haberme provocado muchas veces conduciéndome hábilmente a las puertas mismas del triunfo —pueden tanto un roce, una mirada, un apretón de manos, hasta un beso furtivo—, exhibiendo más allá de lo lícito sus encantos, el momento en que yo me sentía ya vencedor de su virtud, cortaba bruscamente mis arrebatos de pasión y con frío dominio me demostraba que sólo era un juguete de su capricho. —Abandonaría su conquista… —Nada de ello. Era demasiado joven, apasionado. Caí diez, veinte o más veces en sus redes. La pérfida me expulsaba de ellas… para volverme a capturar. Ignoro si ella misma se excitaba en ese juego de provocación que nos llevaba al borde del precipicio, para dar pie atrás cuando el abismo se abría ya a nuestros pies. —Es increíble — anotó una señora que escuchaba absorta al disertante. —Parece increíble, pero es exactamente como lo cuento. Ella llevó el juego a extremos inusitados, hasta corriendo riesgo calculados, despertando en mi juventud un erotismo feroz, más ardiente cuanto menos satisfecho. Una voz, tímida, se alzó entre las damas: —¿Y ella participaba en el juego amoroso o sólo se divertía con usted? —Le responderé con una pregunta: ¿cómo puede un joven inexperto conocer el interior de una mujer? Yo sólo sé que ella pertenencia al tipo más peligroso y detestable de las mujeres: las provocadoras-reflexivas con las cuales no se llega a nada. —Eso es maldad — anotaba un varón de recia voz. —¿Y por qué no? — repuso otra de las damas. ¿Acaso ustedes no juegan con la tranquilidad y la dicha de las mujeres? —Es verdad —dijo el narrador— los hombres somos más egoístas que vosotras. Pedimos mucho y luego mantenemos poco. También hay mujeres valerosas que lo juegan todo por una pasión desesperada. Son dignas de respeto. Pero las provocadoras-reflexivas (felizmente sólo una conocí, hace ya mucho tiempo) son ciertamente despreciables. Porque hombre y mujeres cuando se arriesgan por un amor prohibido merecen siquiera, compasión. Mas esos demonios con faldas que incitan por el solo placer de incitar, sin arriesgar nada, sin conceder nada, acaso únicamente por satisfacer su vanidad femenina, son lo más despreciable. La mujer, como el varón, deben darse o negarse. Las medias tintas, la vacilación y sobre todo la perfidia en el ataque reiterado que terminará, invariablemente, en retroceso, sólo puede llamarse crueldad. Felizmente en nuestra sociedad creo que no existe el tipo de las provocadoras-reflexivas. La reunión terminó entre burlas y frases chispeantes. Al despedirse, él, siempre oportuno, siempre sagaz, elogió a las damas concurrentes, dechados de virtud. Al tocar la mano de Wanda, la encontró más fría de lo habitual. Tal vez algo nerviosa como queriendo sustraerse a su contacto. Leyó en su mirada furia, reproche y resentimiento. La joven había comprendido quien era la verdadera expresión de las provocadoras-reflexivas. Esa noche, antes de dormir, saboreó largamente los azúcares de la victoria. La había humillado, ofendido, despreciado. No importa que los otros no lo hubieran entendido; bastaba que ella lo sintiese. Y que la hirió fue evidente, pues varias veces, mientras él hablaba, había visto encenderse un ligero rubor en sus mejillas. Ahora sí que estaba tranquilo. Vencida las etapas rutinarias de la pasión cazadora defraudada: amor, indiferencia, odio, finalmente desprecio. Y ella lo sabía —esto era lo mejor— y necesariamente se sentiría herida, humillada, humillada (¡qué linda palabra para el vencedor, qué cruel y ominosa para la vencida!) 55

Cerrado el caso. Aplastada la pérfida, no volvería a ocuparse de ella. La borraría de su mente. Pero las cosas no se desenvolvieron como él pensara. Varios días después de la cena se encontraron en la embajada de Hungría. El estaba sin su mujer; tampoco se veía al marido de la joven que bailaba con un hombre apuesto, pegadas las mejillas, estrechamente ceñidos los cuerpos. Progreso evidente —pensó con ironía— antes los contactos eran furtivos disimulados, ahora abiertos, cínicos sin recato alguno. No podía desprenderse de la visión de la primita entregada a peligroso coqueteo con el galán. "¿Y a mí qué me importa? Que se entregue a quien quiera…" Pero miraba, miraba, y una culebrilla insidiosa le recorría el cuerpo. ¿Por qué rompía sus reglas entregándose sin pudor al peligroso juego? Poco después la invitaba a bailar. Esta vez la danza era normal, sin aproximaciones ni roces ilícitos. Bailaban en silencio. De pronto el hombre, agresivo, anotaba: —Te estás volviendo descarada. No creo que tu marido apruebe la forma cómo girabas en brazos de ese joven. Ella replicó secamente: —Mi marido no está y aunque estuviera; más vale arriesgarse que ser una provocadora cobarde. El absorbió el golpe mas no quiso ceder. —Sólo te faltaba decir, en voz alta, que deseas ir a la cama con ese muchacho. —Quien sabe… — contestó la gatita evasiva y burlona. La vió danzar con otros y dos veces más con el joven apuesto. Sabiéndose observada, ella extremaba sus actitudes. Pasó junto al cuñado y éste pudo ver que sus dedos largos, finos, acariciaban furtivamente la nuca del joven. Bailaban muy ceñidos, casi frotándose las mejillas, perdiendo a veces el compás de la danza, como arrebatados en otros pensamientos. ¿Qué pensamientos? Se pronto ella hizo un movimiento llevando tras sí al joven y se fueron a otra sal donde había pocas parejas. ¡La maldita! Iba a concertar la cita para entregarse al joven o qué diablura más…" Y bueno —pensó— ¿qué me importa a mí? Ella no existe en mi vida, yo no existo en la suya". Pasaron largos minutos angustiosos. Y si él, con su torpeza, con su crueldad, estuviese empujándola al descarrío mayor? Porque era evidente que en la muchacha influía la conversación malaventurada de la cena. ¡Eso era: quería vengarse del falso moralista! Dejaría de ser una provocadora-reflexiva, para trocarse en la mujer mundana, la que incita y se entrega sin temor al peligro. La hembra, en fin, que toda dama lleva emboscada en su alma. Pasó bruscamente del desprecio al remordimiento. El era, en el fondo, un bellaco. Había deseado a Wanda, la acosó, y al ser rechazado, la hirió en su vanidad al punto de llevarla al extravío. Era, pues, dos veces responsable. Un sentimiento de culpa y confusión fue subiendo en su espíritu. La joven caería por su causa… Y no podía hacer nada para salvarla porque orgullosa, vengativa, ella no le escucharía. Salieron de la sala próxima. El joven la tenía cogida del brazo. Se contemplaban traviesos, risueños. ¿Una pareja de enamorados? ¡Pero esta gata se ha vuelto loca! Con sólo decir yo lo que he visto. Maldita sea; no podía decir nada porque también él intentó tomar la fortaleza siendo rechazado. Cualquier otro podía denunciarla ante la familia, menos él. ¿Y por qué habría de denunciarla, por qué molestarse, si cada cual hace la vida que le place? Finalmente: ¿no estaba resuelto que no pensaría más en la pérfida? Recuperó la calma. Se entretuvo conversando con dos diplomáticos amigos y el momento que se disponía a retirarse de la fiesta, sintió la mano en su brazo y la voz amada-odiadadespreciada decía: —¿Me llevas? Estoy sola. En el "Mercedes", antes de encender el motor, la primita que lucía las piernas soberbias y el busto arrogante con desenfado, tomó la mano varonil y colocándola sobre su seno dijo insinuante: 56

—No se qué me ocurre. Nunca me agité tanto. Siente cómo late mi corazón. Latía, evidentemente, agitado. Pero el hombre recogía el palpitar del seno que hablaba, para él, la lengua misteriosa del deseo. Presionó suavemente y no fue rechazado. La joven lo miraba fijamente… La mano exploradora se volvió más atrevida: apretó ávidamente el seno de la joven. Luego con cautela soltó dos botones de la fina blusa de gasa y se introdujo hasta tocar la piel ardiente del seno firme, que parecía vibrar bajo sus dedos temblorosos. Se inclinó sobre la joven y la besó en la boca, dulcemente, suavemente, como se besa a una novia. Ella le echó los brazos al cuello, y los labios no querían separarse. No hablaban, no podrían hablar. Se desprendían, se contemplaban extasiados y volvían a besarse con ternura, como temerosos del incendio del ser. No era la pasión, todavía, sino sólo el amor, el amor que hace sagrada a la mujer y único al hombre. Y el deliquio fue tan hondo, que al separarse para emprender el retorno, ambos tenían lágrimas en los ojos. El camino, recto, no ofrecía peligro. El guiaba con una mano; la otra se perdía en los dedos de la joven. No hablaban, no podían hablar, presos de la emoción intensamente compartida. Al llegar a la casa de la cuñada y abrir la puerta para que la joven descendiera, los labios trémulos del hombre sólo atinaron a balbucear: —Perdóname. La muchacha lo envolvió con tierna mirada: —Soy tuya —dijo— todo está bien. 66 "Carta a la Esposa" la llamó el poeta. Y dijo así. Bien Amada: hoy es un día triste y venturoso a un tiempo. Hace 30 años que Ella se fue sin alejarse de nosotros. La dulce criatura del Libro de los Misterios, es la verdad revelada de la dicha constante; el hilo de oro que enhebra el transcurrir de nuestros días. Existe en un plano inaccesible a la razón, grato sólo al sentimiento. Es la fidelidad que nos acerca, la esperanza reanimadora, el claro entendimiento que nos liga y nos confunde. Siembra sin término, grana para siempre. Nos devuelve a la pureza, a la confianza. Los cortos días que vivió a nuestro lado, iluminan los largos años que nos dieron para recordarla. La que se fue, la que regresa… Cierro los ojos y recojo el leve andar de sus pasos. Los abro y una criatura amada me tiende sus bracitos cálidos. No olvidé el timbre de su voz, la fina caricia de sus dedos, el roce suavísimo de su piel, sus risas y sus mimos, ni sus caprichos infantiles. Suele acompañarme en mis paseos solitarios, como se acerca a ti en el cuarto de sol cuando aguardas mi llegada. Navega en la fronda verde de los pinos. Juega con los pájaros. Flota en el aire de las madrugadas. Brilla con el oro de la primera estrella vespertina. Asoma por las páginas de los libros que leemos. Corre por los senderos invisibles de la música que oímos. Está en la fragancia de las rosas que cultivas. Me ayuda a pensar, te persuade a serenarte. Nos fortalece en el dolor, ahonda la felicidad que nos visita. Nunca se aparta de nosotros: memoria y corazón la tienen suya. El sentimiento hondísimo que nos ata y enamora, la delicia del mutuo acercamiento, la fidelidad en la pasión y en el sosiego, son emanaciones de su personita: es la fuerza angélica que guía nuestras horas. ¿Recuerdas los felices días cuando ella empezaba a caminar, la primera sonrisa, el balbuceo en que nacían sus palabras, sus gestos, ocurrencias, y gracias indecibles? Nada se perdió: todo vive o revive acrecentado por la ternura reminiscente. Nosotros declinamos; ella se mantiene intacta, pura, virginal como el día en que partió. Desde una arcano de luz vela por nosotros. Ciertamente: nunca se fue. ¿No ves cómo gira por la estancia, ríe, tropieza, corre a nuestro encuentro? Se duerme con sus padres, nos despierta cabalgando el primer rayo de sol. Apacigua las penas, sutiliza la inquietud y la alegría. Es la pequeña reina invisible de la casa que no llegó a conocer. Niñez inalterable. Ese amanecer que no tiene final. Nuestra pequeña hija: clave de amor, fiesta de las resurrecciones jubilosas del corazón. Hermosa como un pensamiento de Dios. Treinta años después, sigo creyendo que el Creador manifiesta su bondad y su pericia cuando entrega a los padres el misterio radiante de una niña. 67 ¿Cómo germina una revolución? Sordamente, lentamente. La crisis interna del régimen gobernante y la conspiración exterior a ella nacen paralelas. Los que manda, desgastados en el poder —es sabido que el poder debilita y corrompe— cometen 57

mil arbitrariedades, violan la ley natural y pisotean la dignidad humana. Ensoberbecidos, ahuyentan a los capaces y encaraman a los ineptos. Violencia, terror, inmoralidad, los abusos del unipartidismo diezman a la Nación. El cisma interno y el descontento de afuera, acaban por tumbar al gobierno que se cree más fuerte, cuando éste carece de unidad en sus filas y de autoridad moral para seguir mandando. Esa mañana la población despertó al ruido de los tiros: revolución contra el dictador. Las guarniciones militares, una por una, se fueron plegando al movimiento libertador. Los partidos opositores y el pueblo en general se adhirieron a la revolución, y después de tres días de combate las reducidas tropas civiles del dictador depusieron las armas. Fuga general: unos a las embajadas, otros huyendo a las fronteras. Se repetía el ciclo clásico de las insurrecciones sudamericanas: proclamas, combates, saqueos, muertos, heridos, venganzas, heroísmo, cobardía, traiciones, oportunismo. Toda la miseria humana que acarrea el estallido político. Unos perdieron la vida defendiendo un ideal de patria libre. Otros la dieron por aferrarse a alas prebendas de la dictadura. El amor desmedido al poder, el culto a la fuerza, la tolerancia excesiva para con los parciales, en suma: el desgobierno tumbaba a la dictadura. Una ofensiva más. Y otro gran sueño de gloria se desvanecía en el horizonte. La quiebra de los partidos civiles, dio lugar al gobierno militar. Se trataba de reconstruir la nueva Patria desde los cimientos. Un joven general de aviación asumió el mando. Los primeros días todo anduvo enrevesado, confuso. Nadie sabía sus funciones. El Palacio de Gobierno marchaba de cabeza. Y era lógico, se trataba de demoler la monstruosa maquinaria de la dictadura y al mismo tiempo volver a recomponer el organismo institucional de tendencia y estructura democráticas. Las primeras declaraciones y discursos adolecen de ambigüedad o de lirismo. La Junta Militar no quiso compartir con los civiles las tareas y responsabilidades de conducir. Llovían ideas, proyectos, decretos, Mordeduras de adentro y de afuera. Todo se acumulaba en problemas, planes, obstáculos; pero el General, de genio rápido y resuelto, más intuitivo que político formado, supo afrontar las pesadas tareas de la demolición y la reconstrucción a un tiempo. Y algo más difícil: comenzó a manejar hombres y a regular pasiones con acierto. Revolucionario por ímpetu renovador, por amor al pueblo y a los campesinos, el nuevo gobernante se dibujaba demócrata, nacionalista. Desde los primeros días impuso un nuevo estilo de conducción: no se encerró en los muros del Palacio. Alternaba las fatigosas sesiones de gabinete, con viajes rápidos y múltiples por el territorio, llevando a todas partes ayuda material y esperanzas. Fue por ello que una mujer humilde, en un rincón olvidado de la patria, lo llamó "El General del Pueblo". Y así entró en la historia. El concebía la política en el más alto sentido: servir a todos, disolver las discordancias. Pretendía hacer un gobierno fructuoso para el bien común. Buscaba ser amado y entendido. Poniendo a un lado la espada, hizo del diálogo y de la persuasión sus armas para conducir. Parecía un joven héroe, empeñado en luchar con el Leviatán de la demagogia y el desorden. 68 Maestro mayor: el que da, el que enseña, el que ayuda a los demás a resolver sus problemas. El sol no pide apoyo: emite sus rayos generosos, infunde calor, confianza, vida. ¿No es esto más noble que levantar el propio edificio? Dar, darse. Acrecentarse en la entrega armoniosa. 58

69 Lo asediaba la idea de Dios. ¿Cómo pudo vivir tantos años alejado de ella? Buscando a Dios en el ser humano, diósele por pensar en Bolívar, varón de mil hazañas y grandes desafueros. Tan pronto Arcángel: Libertador, perdonador, generoso, providente, intrépido, paciente, fecundo, constante, esforzado, incansable, inteligente, finísimo, osado, inquebrantable, magnánimo, noble, visionario. Tan pronto Lucifer: rebelde, soberbio, arrollador, duro, frío, implacable, matador de hombres, sacrificador de mujeres, megalómano, desigual, ambicioso, desorbitado, vanidoso, voluble. Idéntica dualidad de bien y mal en todos grande, lo mismo en Dante o en Goethe, en Miguel Ángel o en Beethoven. Pero Bolívar los supera por la tensión de sus pasiones. Bien y Mal en una sola alma. El Jano bifronte. ¿Por qué el Libertador de un mundo tenía que ser el satánico del "Yo"? Si Dios o su designio se manifiestan en el acontecer humano ¿por qué en Bolívar se entrecruzan Cielo e Infierno en grado máximo? Terrible misterio, insondable acertijo. No es un rostro, mas un ser compuesto de dos mitades. De frente el protector, el creador. Detrás no hay nuca, sino otra cara: el tentador, el disolvente. ¿Y si Dios y Satán fueran uno al vertirse en la redoma humana? Absurda idea. Pero Satán nació de Dios… ¡Ah Bolívar, genio incomprensible, seráfico y sombrío a la vez! Tu vida fulgurante dice mucho, tu muerte dolorosa enseña más. Componer una vida del Libertador verdadera, fidedigna, más allá de la biografía y de la hipérbole, sería tremendo. Hermanar la virtud y el error, luz y sombras, lo noble y lo reprochable. ¿Entonces no existe la plenitud de la grandeza porque la rosa y el espino asoman paralelos? ¿Cómo hallar a Dios en el hombre si el Demonio también se inserta insidioso, si detrás de toda grandeza acechan lo mísero y lo repudiable? Verdad que Francisco de Asís y Juan de la Cruz no tienen mácula. Pero los santos más que hombres, son seres excepcionales, a mitad de camino entre el varón humano y el serafín. Puedes admirarlos, no comprenderlos ni sentirlos bien porque ellos giran ceñidos por un aura en la cual no podemos penetrar ni entender. Es otro mundo. El Santo es ya emanación divina. Los hombres quedamos marginado de la experiencia mística. Gozo matinal en el parquecito familiar. Un airecillo apenas frío acariciaba su faz. El lo respiraba a pulmón pleno, sintiéndose como sus ondas puro, recién lavado, fresco y sencillo como el aire inimitable de la montaña… ¿Cómo pensar torcido en esta atmósfera de beatitud? El paisaje esplendía recordando el verso del poeta amigo: "…fina escultura intacta…" Todo como detenido en sapiente inmovilidad. Cielo de cobalto. Nubes graciosas. Los erguidos eucaliptos meciéndose dulcemente en el vacío. Las tejas de la iglesia y su campanario blanco resaltaban sobre el pardo de la tierra. Tapices verdes de la hierva. Un kiosko, bancos sevillanos, la fuente de Neptuno y los caballos marinos. El parquecito circular, encaramado en un promontorio, deja filtrar por todos los ángulos, a través de la arboleda, visiones mágicas de la ciudad que lo contornea. Allí —encumbrados y distante— "Illimani" tricúspide preside inmutable el poderío andino. La mañana serenísima invita a la meditación reconocida. La vida es buena, la naturaleza perfecta. Niños en bicicleta dan movilidad al paisaje quieto. El buscador de Dios aguardaba a su novia. Pensaba: ¿por qué la naturaleza se organiza dócil y armoniosa ante los ojos que la miran? Existen instantes en los cuales paisaje y hombre parecen uno. ¿Qué norma oculta aproxima en tranquilo ensamble el feliz contorno y el ámbito interior?

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Una mariposa se posó en el suelo. En la fragilidad de sus alas negriabermellonadas, palpitaba delicadamente el misterio de la mañana fragante. El buscador pensó: Dios existe. Por la tarde, al recogerse a su casa, supo que Octavio, su mejor amigo había perecido en un accidente automovilístico con su esposa y dos de sus cuatro hijos; los otros dos sobrevivían huérfanos y heridos. Y no era todo: varios coches, encastrados unos en otros, produjeron ocho muertos, 15 heridos, cinco familiares destruídas. Octavio, el hombre más pacífico. La prudencia misma, que evitaba la velocidad y nunca quiso sobrepasar a nadie. Buenísimo, esforzado con un hogar ideal, a los 45 años lucía el hombre más feliz. ¿Por qué el trágico y brusco final, ese hogar mutilado? Y los dos huerfanitos, esas familias destruídas ¿por qué tenían que soportar castigo tan cruel? Dios no existe — pensó el Buscador. Un vacío en el alma, el estupor que anonada. Horas después reaccionaba contra el descreimiento. Pero de su corazón, de su razón o de un oscuro fondo animal, algo angustiado que subía del fondo de su espíritu acongojado, formulaba esta pregunta que acaso es tan terrible como una negación: —¿Existe Dios? El Buscador atravesaba los pantanos negros de la duda que amenazaban devorarlo. Lejos, muy lejos, una débil lucecilla mantenía la fe vacilante en su alma. 70 La familia es lo más noble del existir humano. Un Navidad dichosa, rodeada de los suyos ¿cuántos la agradecen? Yo más que nadie porque he vuelto a entrar al infierno de la política. ¡Cuán difícil conciliar el derecho de unos con la seguridad de otros! Ambición y resentimiento marchan lado a lado: quien no fue satisfecho, se torna enemigo. Procuro arreglar lo que muchos averían. Mi tarea consiste en aconsejar bien, evitar atropellos, unir, acercar, buscar el orden y la paz pero asentándolos en lo justo. Y señalar líneas claras, proponer soluciones. Proyectar decretos, elaborar dictámenes, largas conversaciones con el General, evaluación de personas, concertar a los ministros, gestiones políticas delicadas, revisar los planes administrativos, preparar mensajes y discursos. Velar por el protocolo y la corrección de los actos de gobierno. Se diría que el consejero debe abarcar la pluralidad de funciones y artes en el manejo de la cosa pública. Sigo pensando que gobernar es aproximar, lograr que los hombres se entiendan. Las primeras semanas de un gobierno revolucionario son confusas. La acción política se diluye en tareas dispersas. Hay que frenar las persecuciones y poner límite a las ambiciones. Se navega entre estadistas inexpertos, políticos ambiciosos, una economía desquiciada, el ansía de revanchismo de muchos, el furor de supervivencia de los caídos. El reencuentro de los ciudadanos es una frase: la pugna por el poder una batalla sin cuartel que se aviva tras el cambio de gobierno. El idealista está perdido en el torbellino de las pasiones, los cazadores de situaciones, los oportunistas y adulones que acosan al Mandatario. Pero el deber manda proseguir la marcha: buscando conciliar, apaciguar, orientar. Martín Lucero, fuiste llamado, debes responder. El General es hombre desconcertante. Impetuoso, sabe reprimir. Intuitivo en política y en la elección de personas, es ducho para escoger sus intenciones y manejar a los demás. Un fondo sano y noble. Sus reacciones emotivas a veces perjudican a sus decisiones mentales. Tiene grandeza de alma, conciencia civil. Ama al pueblo desinteresadamente y en particular a los campesinos. Tiene un deseo profundo de transformar el país en sentido del bien común. Comprende los problemas nacionales, quiere resolverlos con rapidez y decisión. Valiente hasta la temeridad; no obstante sereno en las situaciones difíciles. Prototipo del militar que aspira a convertirse en hombre de Estado. Quiere pasar a la historia y realizar grandes cosas. Ojalá pueda defender su figura y su obra de los peligros corruptores del poder. Muchos militares entusiastas y pocos civiles capaces en Palacio. Es visible la ausencia de hombres maduros con experiencia y de valores jóvenes centrados. El régimen caído, después de 60

doce años de gobierno, ha dejado un vacío humano y político que sólo se llenará tras largos meses de esfuerzo, selección y ensayos. Hay que organizar partidos y formar líderes. Es fácil definir una línea popular democrática. Proclamar el nacionalismo revolucionario. Un programa de principios y un plan de gobierno se elaboran en pocos días. Lo difícil es desarrollar y aplicar concienzudamente lo proyectado. Entre nosotros abundan teóricos y planificadores. Para la praxis sirven muy pocos. No me canso de recomendar la aproximación progresiva a los obreros y a los campesinos. El General recela de la primera y estimula vigorosamente la segunda. Parecía imposible, va sucediendo sin embargo: el hombre de acción y el hombre contemplativo compartiendo tiempo y haceres. Esto es lo que no te perdonan, Martín: llenar dos órbitas. Para sustraerme al yugo de la política, labro estas reflexiones: Artistas de verdad: el que siente la belleza sin pausa y resiente el misterio sin tregua. ¡Nada, nada! El buen político nada explica: realiza solamente. El hombre de ideas, el soñador se estrellan en política porque conciencia y sentido crítico impiden el fácil andar. Silencio y oscuridad de montaña: tu pueblo duerme. Pero una música sutil brota de lo hondo. Recógela. Contra la angustia existencial: la compañía, la comprensión de la esposa. Eros y amistad. ¡Habla! Compartiré tu carga y tu inquietud. Salvar a la Patria: meta de ingenuos. Aminorar el dolor de sus gentes, cosa mayor. Quién fue hecho para la actividad múltiple, suscita plurales agresiones y desvíos. Envidia y envidiosos perseguirán al esforzado hasta el último instante. Lucero: condenado estás. ¿Por qué te mueves tanto? Ten la movilidad del niño, su mirar inocente y puro. Y el entusiasmo que no cesa de la juventud. Serás dueño del mundo. ¿Mejoría económica? ¡Cuidado! Existe una relación oscura entre poder y felicidad. A mayor actividad, salud, más regular. La necesidad crea sus potencias de respaldo. El secreto o la prueba de que Dios existe: mira en la faz y en las acciones de un niño, lo que teología alguna podría revelar. No desarma la bondad a los enemigos, pero hace más fuerte al hombre. Tantos bellacos disfrazados de periodistas, de escritores, de reformadores, de críticos. No contestarles. Muchas veces la fuerza consiste en la altivez del silencio. Sólo puedo dialogar libremente con mi mujer. Ella intuye, comprende, contribuye a esclarecer problemas. No es una intelectual —temible cosa— sino una inteligencia lúcida en un alma llena de bondad: dones mayores. Si bien se mira, si se reflexiona hondo, ¡cuán extraña la naturaleza del hombre, qué incomprensible su destino! Nunca se atina a descifrar dónde termina el poder de la voluntad humana y dónde comienza el designio divino. Caminamos entre sombras, nos mueven impulsos mágicos. 71 Sería las tres de la tarde. Estaba solo en un vasto altozano flanqueado de árboles por el sur, abierto en su mayor dimensión al circo de montañas que agitaba el horizonte.

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Solo y tranquilo, pensando qué grato es reposar en soledad después de seis día de trabajo fatigoso en el Banco. Todo se le antojaba encantador: los montes, la arboleda, la planicie ligeramente inclinada hacia el oeste, los silbos de los pájaros, las nubes vagabundas. Y el paisaje lleno de vida y de colores aunque ausente de personas. Una belleza quieta que alegraba el alma. De pronto se descolgó del cielo una soga gruesa. Y otra. Y otra. Luego escalas toscas una, finas otras. Y unos extraños artefactos con ruedas, poleas, engranajes. Raros velocípedos que moviendo sus pedales ascendían o bajaban del cielo a la tierra y a la inversa. Eran muchos: cien primero, luego millares. Despojaban al paisaje de la hermosa sensación espacial. Y las gentes que se valían de los inusitados mecanismos eran tantas, tantísimas que provocaban angustia. Como si un gran telón en movimiento cubriera el panorama. Sólo se veía el poder monstruoso de máquinas y gentes que despojaban a la tierra y al cielo de su noble amplitud. El espacio estaba virtualmente lleno por raros artefactos y muchedumbres de personas que subían y bajaban en un tráfico silencioso. Duró pocos minutos, tal vez segundos, en pleno día. Y él recordaba, perfectamente, las extrañas formas, la proliferación de máquinas y gentes en movimiento. Cuando consultó con un psiquiatra amigo, éste respondió: —Usted no bebe ni es adicto a las drogas. Mentalmente es persona normal. Hay una clase de seres que llamamos los visionarios. Probablemente ha viajado usted en el tiempo y ha contemplado una escena del año 3000. 72 Si el hombre vive, hoy, en estado demencial —guerras, drogas, sociedades desquiciadas, escándalo, volatilización de los valores, frenesí y vértigo del alocado transcurrir— literatura y lenguaje, expresiones del hombre, deben adherir al vórtice destructor. La cosa comenzó con Rimbaud y Latréaumont, siguió con Joyce y Kafka. Los epígonos se nombran: Cortázar, Fuentes, Onetti, Cabrera Infante, Donoso, Vargas Llosa, Lezama Lima, Carpentier, García Márquez. Sólo que aquellos tenían talento y éstos únicamente habilidad para montar filas de ladrillos que el primer viento derribará. El "boom" latinoamericano en el que también meten la mano yanquis y europeos mal dirigidos, tiene mucho de artificio. Sadismo a contrapelo: el narrador, destripador del idioma, quiere que las palabras lo torturen a su vez. Y la fórmula no es difícil; al contrario: fácil de imitarse. Reúna ingredientes de marxismo político, existencialismo filosófico, denuncia social insincera, odio al poderoso, resentimiento y frustración, angustia de figuración, extravagancia, anhelo de originalidad. Se mezcla, todo esto, en un recipiente de material refractario que resiste elevadas temperaturas. Se arrojan, encima, ácidos mordientes de descripciones licenciosas y palabras sucias. Luego se rompen en pequeños cartoncitos tiempos, personajes, sucesos y coloquios, que se agitan y confunden antes de echarlos al horno. Finalmente se prende el fuego y arden pasiones, ilusiones, técnicas e imágenes en loca combustión. Quién obtenga el producto final más extravagante y dislocado, o presente el rompecabezas más difícil de armar (si es que se arma!) ese será el vencedor. Es muy simple: busque uno o varios personajes, de tipo esquizofrénico. Hágales decir cuanta barbaridad se le antoje (al escritor). Salpique el relato de hechos bárbaros y adjetivos horrendos. Maldiga, blasfeme, empuérquese: el lenguaje resiste todo. E introduzca sutiles trampas lógicas (el juego consiste en ir contra la lógica). Desconcierte al lector por todos los medios mentales y visuales. Emborráchelo. Quítele su fe en la vida y en los atributos del idioma. Y cuando ya lo tenga, así, desorientado, embrutecido por el delirio escribe de sinrazones y metáforas, dígale que usted escribe porque le da la gana y lo que se le antoja, sin que le importen un ardite los lectorcitos burgueses ni los críticos adocenados. La fórmula de resultados mágicos: para no ser calificado de lectorcito burgués el menos avispado de los lectores dirá que la literatura opiácea de nuestro tiempo es una maravilla. Y los críticos, presurosos, proclamarán que el derrumbe del lenguaje anuncia la nueva literatura del provenir. ¡Famosa aventura: el fraude intelectual más grande que vieron los siglos! 73 —Publica esta carta y obtendrás el éxito más resonante en tu carrera de escritor — dijo el amigo entusiasmado. — El escritor lo miró apenado.

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—¿Me crees capaz de semejante bajeza? El amigo respondió sorprendido: —¿Pero no te insultó él ferozmente, agotando los epítetos hirientes? —Es cierto… —Y ahora que tienes en tus manos la ocasión de vengarte, callarás. No lo entiendo. —Sigo admirando al escritor, aunque el hombre se haya derrumbado en mi corazón. —El te detesta. —El rencor no obliga a reciprocidad. —Tu biografiado sostuvo que tu biografía es una sarta de inventos y mentiras. La carta de quien fue su esposa (¿dónde mejor testimonio?) afirma que todo lo que dices es verdad. ¿Te das cuenta el impacto que causaría en la opinión pública publicar la carta? El grande hombre desenmascarado, y tú el escritor probo y veraz. —Es posible. Pero posible. Pero la señora me pide no herirlo, no publicar su carta mientras él viva y debo respetar su pedido. —¿Y si ella no hubiera puesto esa condición? —Tampoco la publicaría. —¿Entonces te atemoriza hacerlo? —Nada de ello. Demostré en la polémica que puedo afrontar al gran panfletario. Yo dije la última palabra. —Y ¿por qué no destrozarlo, ahora, que está en tus manos? —No soy vengativo. Conozco el drama de su soledad y su dolor reconcentrado. Merecen respeto. —Pero esta carta deber ser conocida… —La publicaré cuando él ya no exista. No deseo amargar su ancianidad. —Es absurdo. No te comprendo. —Ni mis libros ni mis actos buscan aplauso. Prefiero quedar en paz con mi conciencia. —Toda tu vida fuiste luchador; ¿por qué renunciar a la victoria cuando la suerte te entrega las caras del triunfo? —A veces el silencio es más que una victoria. —Estás haciendo frases. El escritor sonríe compasivo: —Nobleza no es literatura. —¡Ah! Quieres ser más grande que el grande hombre. —Sólo quiero defender su reposo crepuscular. —¿Qué puede importarte al soberbio tu protección? Se enfurecería si escuchara tus palabras. 63

—Lo defenderé contra él mismo. —Años atrás me parecías, en fondo y estilo, un hermano menor del poeta. —El hermano menor puede convertirse en el mayor. —Consulta con algunos amigos: nadie aprobará tu silencio. —No quiero consejo. Mi decisión está tomada. —Perdonas al mayor ofensor en tu carrera literaria. —Sólo Dios perdona. Me limito a olvidar. —Acabarás en una abadía cisterciense. —El Monje siempre fue superior al artista. —Esa carta es una bomba. —No haré estallar esa bomba. —Eres un tonto. —El escritor, imperturbable: —La venganza no me habita. Eso es todo. 74 Tuvieron largos diálogos tratando de explicarse. Orgullo, amor, desprecio, admiración recíproca, tentación de lo prohibido, afán de dominio, juegos de la inteligencia, pena y alegría, todo andaba junto. No eran amantes, pero se amaban. Si el deseo bullía en sus cuerpos jóvenes no lo confesaron. —Lo que me tiene asombrada… Acaso por lo que más te quiero, es por que me respetas. Al principio creí que sólo te atraía mi cuerpo — dijo la primita. El sonrió enternecido: —¿Cómo podría mancillarte, si te adoro? —Pero "eso" es el final de toda pasión… —No siempre. La joven lo miró radiante: —Aunque te parezca absurdo, ridículo, ya que no somos niños, eso quiero ser: tu novia, no tu manceba. —Serás mi novia. Después, a solas, él reflexionaba en su extraño cambio de actitud. La persiguió mucho tiempo, la deseo ardientemente, y ahora que la tenía indefensa en sus manos un sentimiento nuevo despuntaba en su alma. La amaba, sí, desesperadamente, pero el deseo de posesión era desplazado (¿o solamente aplazado?) por una onda cálida, confusa, hecha de amor y de ternura que llevaba, llevaba… ¿era posible? Llevaba al puro acto de adorar. La adoraba: esa era la verdad. Le bastaba verla, oír su voz, satisfacerla en sus mínimos caprichos. O besarla castamente en la boca mientras el cuerpo incitante temblaba entre sus brazos. La muchacha, a su vez, fina y sagaz, comprendiendo la entrega varonil, se comportaba discretamente sometiéndose dócilmente a la 64

voluntad del hombre. Mirábanse perplejos: ¿cómo un falso orgullo pudo tenerlo tanto tiempo alejados, si era tan fácil entenderse? —No quiero destruir tu hogar deshacer el mío —dijo el hombre—. Guardaremos esto sólo para nosotros. Así comenzó el nuevo suplicio. Porque si ante la mutua soberbia era escudo protector, ahora la creciente atracción buscaba imperiosa la constante compañía. Los encuentros solitarios se hicieron más difíciles o sintiéndose culpables los veían cada vez más peligrosos. En familia todo transcurría normalmente, pero un roce, una mirada, una frase cualquiera los turbaban, sin que nada trasluciera al exterior porque ambos, con dominio de sus nervios, mantenían la apariencia digna y tranquila de buenos parientes. Una tarde conversando sentados en el "Mercedes", la hembra despertó en la joven. Se recogió la falda y enseñando los muslos prorrumpió: —¡Míralos! Te gustan. El hombre puso una mano sobre la piel de la muchacha. La sintió vibrante y tensa. —No así… no aquí… no quiero que seas presa de un arrebato juvenil. Ella le arrojó los brazos al cuello y se besaron larga, apasionadamente. Cuando Wanda se retiró confusa, arrebolada, murmuró: —Soy una loca. Ya no me respetarás… —Tontita —repuso Roberto—también en una novia duerme la mujer. Fue un incidente. Reanudaron su amor casto, casi platónico. El deseo, subyacente, acechaba pérfido; pero ambos eran felices manteniendo ese estado decoroso de la entrega sin entrega. El le llevó "La Princesa de Cleves", añadiendo: "así te amo". Ella le consiguió "Retrato en un Espejo", y devolvió el cumplido: "así quiero ser amada". ¿Fueron semanas, meses? El tiempo no contaba para ellos. La joven se había convertido en una mujer magnífica, en la plenitud de su juventud y su belleza: se acercaba a la treintena. El hombre, rebasados los cuarenta poseía el doble atractivo de la experiencia y de los éxitos: era ya un personaje. El idilio se mantenía cruzado de nubes y desalientos. Por un instante de dicha, cien de sufrimiento. Por una hora remansada, muchas de agitada incertidumbre. No eran celos ni disputas, pues se entendían a maravilla: solamente el castigo de no poder estar juntos. El presente, peligroso, el futuro cerrado. Ninguno, de ambos, quería inferir daño al respectivo cónyuge, ni renunciar a sus hijos, ni romper el vínculo matrimonial que los ligaba a otros seres. No era, pues una pasión desesperada, desde el momento que se imponían frenos y reflexionaban sensatamente. Su carrera de don juan refinado y discreto, que jamás diera motivo de escándalo ¿iba a terminar en un amor platónico? La joven, a su vez, se arrepentía del romance con el cuñado, jurábanse cortarlo… pero de sólo verlo caía envuelta en el vértigo de su pasión. Porque sentimiento desorbitado podía ser el suyo, y debía ser el de Roberto, aunque ambos pugnaran por no llegar al extremo de lo ilícito. Cuando estaban separados, lo asediaban el deseo, imágenes eróticas, sólo existía para él la mujer, mas bien la hembra; y al encontrarla los ímpetus sensuales eran ahuyentados por la ternura y devoción. Cosa extraña, extrañísima, nunca ocurrida con otras mujeres que, o le agradaban como amigas o fueron deseadas como hembras sin compartir la doble condición de amada y amante. ¿Qué era, en suma, para él, la gatita? Vencedor que se cansaba de sus conquistas, tenía miedo de romper el encanto. Cazador varonil temía el desenlace, amaba el juego amoroso, asediar, romper resistencias, evadirse, reanudar el acoso y por último tomar la fortaleza; pero finalmente sus conquistas terminaban en hastío y decepción. ¿Por qué? Ninguna pudo retenerlo con sus hechizos mucho tiempo, pero ésta, la gata de ojos verdes, era más que una 65

mujer: hada, maga, semidiosa, porque lo tenía cautivo varios años sin perder su encanto. Y él sabía —buen conocedor— que la joven ignoraba el amor en sentido profundo (hay maridos tan raros y tan simples) sintiéndose atraída al cuñado precisamente porque éste sabía secretos, refinamientos que el marido jamás le reveló. El por experiencia, ella intuitiva, deseaban quemarse en la sensualidad imaginativa. ¿No es el amor un proceso mental antes que físico? Se adivinaban los pensamientos, concordaban, los celos se desvanecían rápidamente. Era un entendimiento increíble. Una palabra, un gesto, una mirada lo explicaba todo. Como el hombre adivinara, la joven ignoraba las fruiciones del sensualismo erótico. Su marido hombre tranquilo, mas bien frío, no concedía al amor físico sino la importancia de un momento fugaz. La quería, andaba orgulloso de ella, pero no se esforzaba en demostrarlo, ni en la vida doméstica ni en la cama. ¿Por qué cuando le cogía la mano nada sentía, y en cambio el más ligero roce con el cuñado la estremecía de miedo y delicia a la vez? Los besos del marido siempre iguales, monótonos, a las mismas horas y minutos, sin otro atractivo que la costumbre. Los labios del amante (¿pero era realmente su amante si no se había entregado a él?) despertaban sensaciones nuevas en su carne y en su alma. Y era fino. Respetuoso, la envolvía en un culto caballeresco, inventaba delicadas cortesías que revelaban al soñador emboscado detrás del hombre de negocios. ¡Revelación! Esa era la palabra justa. Desde que supo que la amaba, Roberto le abrías las puertas el mundo, todo se tornaba novedad y nacimiento en su espíritu. Oyéndole vida, amor, enigmas del intelecto se le revelaban lentamente. "Eres un artista frustrado" —decía la joven. Y el hombre, caviloso, respondía: "Pequeña maga lo comprendes todo". Esa noche, en la fiesta del abuelo, el afortunado recibió el mayor homenaje de la familia al anunciar que proporcionaría dinero a todos los familiares que carecían de casa propia, sin intereses y a muy largo plazo, para que todos la tuvieran. Después guió hábilmente la conversación conciliando los extremos: unos amigos del gobierno, otros descontentos. Contó un par de cuentos ingeniosos, sugiriendo más que precisando lo ocurrido, de esos que las damas pueden oír sin ruborizarse. En síntesis: fue el animador de la fiesta. ¿Cómo no estar contento? Se mantuvo distante de la muchacha, pero sus miradas se cruzaban fugaces y leyó en ellas amor y orgullo, ahora orgullo de amarlo, de ser amada por él, mimado de la familia. A la hora del baile la gatita giró en cuecas impresionantes por la donosura del porte y la flexibilidad de sus movimientos. El la contemplaba discretamente, cuando no se veía observado y esos mirajes fugaces lo inundaban de gozo: era suya, se lo había dicho, estuvo en sus brazos. Sentía, a voluntad, la presión de sus labios ardientes y sensuales. Pero el viejo zorro andaba, ahora, desconcertado: ¿por qué no aceleraba la caída de la mujer? Ese continuo vacilar entre la amada ideal y la hembra tentadora: ¿qué significaba? También ella soportaba idéntica confusión: Roberto la sentía, a veces, temblar de pasión, dispuesta a todos; y otras cándida y serena sólo buscaba reclinarse en su pecho y el beso tibio y suave dilecto a las novias. ¿Era una joven, era una hembra? Y el cuerpo, ese cuerpo endemoniadamente bello y seductor ¿por qué lo atraía en su quemante llama, mientras la cara ofertaba la visión pura y serena de un virgen pintada por los primitivos? "Estoy tonteando —pensó— o estoy envejeciendo". Antes, en presencia de una mujer deseada, y habiendo sido bien acogido, jamás había dudado cómo se procede: directo y rápido al fin. Después de consumada la victoria, a corto andar sucedía el desencanto: hastío o decepción. Porque en verdad, en estricta verdad, él no se apasionaba por las mujeres, no siquiera por la suya, a la cual quería y respetaba, sin haberse entregado por entero. Simplemente las enamoraba, les ponía asedio, la rendía… y luego a pensar en otra. ¿Temía, entonces, que con la primita ocurriera lo mismo: asedio, conquista y desengaño? O lo contenía la inexperiencia de la muchacha que basculaba entre la atracción al hombre y el sentimiento fraterno hacia el amigo. De lo mucho hablado, trascendía que Wanda quería apoyarse en ambos, en el amigo y en el hombre. Soñaba en el amante y aspiraba a ser comprendida en la inquietud espiritual. ¿Novia y amante podía ser? La joven se comportaba dignamente: no lo acosaba con llamadas frecuentes, no rogaba, no exigía nada que pudiese crearle conflictos. Solía confiarle cuánto sufría al no estar continuamente junto a él, pero luego añadía que aceptaba ese penar constante por el amor que el tenía. Era, ciertamente, la amada ideal: lo amaba, lo admiraba; no pedía nada para sí. Esa mujer casi perfecta (¿o era, ya la suma perfección?) le pertenecía a él, cuarentón escéptico que sólo concedía valor carnal y pasajero a las mujeres. ¿Y por qué dilataba el encuentro final, por qué, aun deseándolo ávidamente, se resistía a la posesión, como si la prolongación del deseo avivara con más fuerza su pasión? Estaría realmente enamorado ¡No, imposible! El tomaba a la mujer, no se entregaba a ella. Pero la gatita no pedía, no exigía. Los encuentros, más casuales que buscados, ocurrían simplemente. No obstante, él no podía pasar sin pensar en ella, y cuando estaban juntos ya no buscaba satisfacer su voluntad, sino un sentimiento nuevo al someterse a la voluntad de la joven: sólo quería complacerla. Su dicha 66

consistía en hacerla feliz. ¡Diablos! ¿Y no era esto el amor, entregarse al ser amado? Ya estaba desvariando… Bailó con ella, frío y elegante, deslizando palabras cálidas que la muchacha devolvía con tono apasionado. Nadie captó el menor indicio de intimidad: los cuñados danzaban como siempre, aparentemente abstraídos en la danza. Después del baile alguien propuso ver un film en colores del viaje a Grecia. Sacaron el proyector, se colgó el telón portátil del muro, se acomodaron sillas y sillones y cada cual se ubicó como quiso. Viendo los bellos paisajes, las tribulaciones de los parientes en Atenas y en las islas, los tesoros de arte de la Hélade, todos comentaban animadamente el film. El veía la película por primera vez, disfrutando la excelente fotografía y la buena selección de los temas. De pronto, en la penumbra, una figura tomaba asiento en el brazo del sillón en el cual el hombre reposaba. No se atrevió a mirarla: sabía que era ella. Los cuerpos, próximos, se atraían, en ese llamado misterioso que está más allá o antes que las palabras. El mantuvo la vista en el film, hasta que un estremecimiento lo sacudió: la joven le acariciaba la nuca con dedos lentos, suavísimos, y la caricia le producía una sensación embriagadora de fuego y de alegría a la vez. ¡Cómo se exponía la gatita! Pero no: la gatita sabía perfectamente lo que hacía: detrás de ellos no había nadie y concentrados todos en la película, nadie miraba lo que hacían los demás. Gratitud y admiración surgieron en el hombre: la joven lo superaba en audacia con ese rasgo de amor. El sillón tenía un brazo mas bien abajo, redondeado. Y fue por él que la muchacha se deslizó hasta lograr que su pierna soberbia descansara íntegramente en la pierna del cuñado. El hombre creyó trastornarse: la dulce carga lo aterraba y lo encendía de júbilo a la vez. Si se cortaba el film o se encendía la luz, sobrevendría el escándalo. Pero el contacto era tan glorioso y acerbo a un tiempo que no pudo sustraerse al llamado de la joven. La sintió palpitante y sensual. En un frotamiento casi imperceptible, que solo ambos percibían, los cuerpos entraron en fusión. El hombre acarició la cadera rotunda de la mujer y ella presionaba contra el hombre con todo su cuerpo. Fue algo breve, increíble. Una posesión a medias, una entrega furtiva, o acaso sólo un episodio fugaz que la imaginación excitada acrecentó más allá de lo real. Después la gatita se retiró silenciosa y fue a ubicarse a otro asiento. Cuando las luces se prendieron, nadie reparó en los amantes. El estaba, solo, en el sillón y la joven, al otro extremo de la sala. Comentaba con vivacidad la última escena de la película en colores. 75 Hay enigmas que jamás se descubre en política. Por ejemplo aquella vez en que el líder de una campaña cívica —valiente, y tenaz— abandonó bruscamente su causa y a sus seguidores, retirándose a la vida privada. —No puede ser —decía alguno— es incompresible. —Parecía el más valiente y ha resultado un cobarde. —No digamos cobardía, pero le faltó carácter para persistir en su prédica moralizadora. —Yo lo conozco, —alegó un cuarto comentador— no es cobarde ni le falta entereza de ánimo. Debe haber una causa ignorada. —¡Bah! Pretextos. O se lo compraron los ricos para que acallara su campaña, o se cansó de luchar. —Era idealista en exceso; en el choque con la realidad se rompió la cabeza; lo que era de esperar. —¡No, no! Era sólo un ambicioso y fracasó. Cien fueron las conjeturas y ninguna dio en el clavo. 67

—Uno menos que deja de hacer sombra —aventuró un político sesudo— mejor que actué en otro plano. —Solo quería figurar y de tanto figurar se despeñó. —No tenía pasta para conductor —sentenció otro magister—. No supo adaptarse a las circunstancias. ¿Cómo podría haber sido guía de los demás? La política es el arte de lo posible, como expresa Napoleón y este señor buscaba lo imposible: revolución moral, cambiar la mentalidad de las gentes, sanear las costumbres, en fin: boberías. El asunto quedó así. Cuando el líder frustrado publicó un sobrio manifiesto expresando: "he fracasado en política y me retiro de ella", hasta sus adversarios dijeron: un hombre honrado, por lo menos reconoce que no sirve para político. Pasaron muchos años. El hombre ya no actuó en política militante. Desempeñó cargos públicos sin formar grupo ni encabezar juventudes. Brilló en otros planos de actividad: economista, cátedra, organización de empresas. Finalmente falleció. Diarios y émulos, olvidando antiguos rencores, lo colmaron de elogios. Podría haber sido — expresaron— un gran conductor si no hubiese renunciado a la lucha cuando muchos creían en él. Entre sus papeles los hijos encontraron este breve apunte: "Al iniciar la lucha cívica que pudo transformarse en gran acción, mi ideal de Patria Mejor se asentaba en mi fe en los jóvenes, mi confianza en los amigos que me rodeaban. La certeza de imponer una moral de sacrificio en quienes me seguían. La lucha fue dura, desigual: medio centenar de voluntades, contra la plutocracia que por entonces dominaba en absoluto el país, y contra la envidia de políticos y figurones a los cuales hacía sombra el flamante grupo cívico. Verdad que el pueblo respaldó esos tres años de lucha abierta, generosa y desinteresada porque nuestra meta no era el poder, sino la revolución moral, una nueva estructura económica y social; pero ese respaldo fue puramente emotivo. No pasó a la acción. Pude proseguirla cinco, diez, veinte años más. No me faltaron coraje ni constancia. Hasta el día infausto en que comprobé que algunos de los hombres a quienes más distinguía, estaban a sueldo del gobierno que combatíamos; que varios de mis mejores amigos, previendo un posible fracaso, se habían inscrito, secretamente, en los registros de partidos políticos; y que otros dos, me traicionaban de palabra y de conducta en obras turbias con adversarios. Estaba, pues, prácticamente, rodeado de falsos y oportunistas. Verdad que algunos —muy pocos— permanecieron leales, pero el grupo cívico corroído por la podredumbre de la ambición, marchaba ya al vacío. Entonces, no queriendo causar daño a jóvenes que comenzaban, me atribuí el fracaso total de la causa. Renuncié la jefatura del grupo cívico y me retiré a la actividad privada. Acto de nobleza que, al ignorar las verdaderas causas que lo motivaron, sólo me produjo injurias, ataques y juicios injustos." 76 ¿Cuál es la relación profunda entre pueblo, conductor y circunstancia histórica? Es algo inexplicable, confuso, tan complejo y elástico que se evade al análisis. Los tres factores crecen próximos, más no paralelos. Se combinan, entrecruzan, ninguno podría subsistir sin los otros. Interpenetrables, hechos a la simbiosis permanente, ninguno es el sólo factor decisivo, aunque aparente serlo en ocasiones, el conductor cree que domina a los otros dos. Tiempo hay en que el varón genial —es decir gran político— se siente dictador, director de los acontecimientos; como existen, otros, en los cuales los acontecimientos arrastran a los hombres, sean éstos conductores o conducidos. No hay un factor primo; sino que todos tres —pueblo, conductor y circunstancias— se alean en forma y dosis variables, desiguales. El azar, entonces, que es la expresión desordenada de un orden invisible (Dios o el Destino) da el toque final y sobrevienen las hondas sacudidas, los sucesos famosos, las figuras notables, todo eso que reuniendo los eslabones constituye la historia de la humanidad. ¿Obra el hombre por sí o está condicionado por su medio y por su pueblo? ¿Libre albedrío o determinismo circunstante? ¿Impera la voluntad osada del ser humano o manda la naturaleza? El buscador no encontraba salida, porque éstas son preguntas no definitivamente contestadas, ya que acontece que todo es y no es simultáneamente. 68

¿Quién mueve, entonces, los hilos que nos mueven o que creemos manejar a veces? Y si Dios existe ¿cómo permite los treinta años de terror y abusos abominable de un Stalín, de un Trujillo, negación del Bien, de la Moral, de la Justicia? No existe el fatalismo histórico —dicen algunos—. Pero estallan las guerras, hoy espantosamente crueles y destructivas, y hasta los más optimistas tienen que inclinarse, por los menos ante la fatalidad del acaecer humano; o ante el ciego desborde de la naturaleza que con sus catástrofes hiere sin piedad. Dios, Dios, Dios… ¿Está dentro, fuera, promueve o contempla indiferente guerras, desastres naturales, epidemias, pavorosos genocidios, lacerantes migraciones obligadas, el sufrimiento de miles y millones que ignoran por qué son víctimas de un hado cruel que lo destruye? Hubiese querido no dudar, volver a la candorosa fe infantil: pero el escepticismo filosófico lo roía. Creía, dudaba, volvía a creer, recaía en acerbos períodos de negación. ¿Hay algo más trágico y terrible que un buscador de Dios? Dichosos los que mantienen incólumes su fe. Los místicos, que aun padeciendo las negruras de la noche juanina, conocen o presienten su meta. Las gentes sencillas, creyentes por el sentimiento, invulnerables a los asaltos de la mente indagadora. El más atormentado —pensaba el Buscador— es aquel que vio debilitarse su fe en el choque con el mundo y con los años. El que busca desesperadamente recuperar la creencia original. El que avanza entre intuiciones afirmativas y dudas negadoras. Porque Dios sacude, conmueve al corazón que explora sus caminos, pero también lo abandona, lo entrega a su propio juicio. Y ese juego de aproximación y distanciamiento que jamás termina, que se reanuda siempre, constituye la mayor tortura para el inteligente que creyendo ser fiel y sola criatura de Dios, de pronto se ve solitario, abandonado, inerme ante la naturaleza o el destino. La vida por sí sola, empujando desde adentro, hace al hombre impetuoso y soberbio, le induce a pensar que es pura energía y voluntad, constructor de sus aciertos y sus yerros. Más, mucho más son los incrédulos que los creyentes. La parapsicología cree explicar los enigmas aparentemente sobrenaturales, como simples proyecciones o fuerzas escondidas del ser físico. Imaginaciones o intuiciones son para ella fenómenos ilógicos de raíz oculta pero ciertamente natural, puesto que —sostiene— emanan de la psiquis, es decir del territorio somático del hombre, no bien explorado todavía. ¿Cómo conciliar la fe en Dios con la negación del milagro? Y si nada fuese extranatural porque todo procede de la naturaleza, del hombre mismo ¿cómo explicar esas manifestaciones extrasensibles que no penetran por los sentidos, sino por una zona invisible, inasible, más allá de los sentidos aunque ellos las figuren? ¿La representación mental resuelve todos los enigmas; o existe un ámbito infinito que escapa a nuestra comprensión, donde acontecen mayores y más graves cosa, que inteligencia humana alguna podría comprender? El Buscador de Dios atravesaba un tiempo de perplejas dubitaciones. Se ve sin ver, se oye sin oír, se toca sin impactos de resistencia, es un estar que es más que un existir, presencia sin presencia, mensaje indefinible, aunque evidente, ciertísimo, que supera el dibujo vivo de la materia en movimiento. ¿Qué es esto? El ser amado nos abandona, pertenece al más allá, y sin embargo sigue acompañándonos, como si memoria y sentimiento que añora fuesen más fuertes que la Vida. La paradoja sutil que desgarra al infortunado: "su partida me acercó más a ella". ¿Cómo es posible? Ni sabios ni parapsicólogos explican las magias del corazón, que exceden las razones de la mente. La vida en el espíritu, la experiencia interior, no son mera intensificación del proceso mnemónico, ahondamiento en el recuerdo, proyecciones psíquicas del ser vivo en torno al ser muerto. Son algo mucho más grave, misterioso; una doblen existencia recíproca que comunica al mundo de aquí con el mundo de allá. El ser vivo es habitado por el ser muerto y en el que pereció se trasfunde el que sigue existiendo. Estos hechos enigmáticos, íntimos, intransferibles, no pueden expresarse porque superan al poder transmisor de las palabras. El puente entre mundo y ultramundo no es verificable sino para quien lo cruza. El científico y el ateo se mofan de ellos hasta que un gran dolor, una desgracia terrible, una experiencia rigurosamente personal los trasladan al estado místico-poético: sienten a su vez, cosas rarísimas. Pero seguirán negando para salvar su entrega ciega a la ciencia y al existencialismo reinante. 69

Entonces el Buscador, recordando su propia angustia, disipó las dudas y volvió a afirmarse en las visiones o presentimientos del iluminado: Dios existe —reflexionaba— en los éxtasis del santo, en los sueños del poeta, en el dolor vivísimo del que se quedó solo, en la bondad de las almas nobles y sencillas que soportan con la misma entereza los halagos de la forma y los reveses de la adversidad. Confío a la almohada su repentino retorno a la confianza en la divinidad. Y la almohada, escéptica, repuso: "Atraviesas un momento de euforia. Está bien creen en Dios… Pero mañana verás tales miserias que volverás a la duda y a la confusión". 77 Las semanas para organizar un gobierno surgido de una revolución, son infernales. Los sudamericanos, héroes en la desgracia, se vuelven lobos en la buena fortuna. La disputa por el poder excede a la fantasía de Balzac. ¡Qué personajes, qué intrigas, qué vilezas! Entraban al Palacio millares de personas. Pocas salían satisfechas, muchas descontentas porque los cargos no alcanzaban para todos. El General, bondadoso, quería complacerlas. Cada negativa por imposibilidad material, lo afectaba en su natural generoso, siempre dispuesto a servir a los demás. Los peticionarios, urgidos por la necesidad, solicitaban situaciones, recomendaciones, pequeños dones presidenciales. La marejada osada y temible provenía de los políticos y politiqueros, esos que miran debajo del agua; que al colocar a un pariente o un protegido, calculan ya el provecho que le sacarán; los que manejan diestramente la lisonja, la calumnia, la intriga, la maniobra astuta para hundir o levantar honras; en suma: ambiciosos, odiadores, negociantes, caciques, mentirosos, sinvergüenzas. Verdad que también existen políticos, inteligentes, capaces, ¡pero son tan pocos! Y en cambio los otros, los veteranos que edificaron su veteranía sobre infamias, y los principiantes que manchen su juventud con inmoralidad y petulancia, son tantísimos… El General buscó, desde esas primeras semanas, la tregua interna. Quiso unificar a los partidos. Pensaba llamar a elecciones un año después y entregar el mando a una coalición de partidos democráticos y nacionalistas. Provocó reuniones entre los Partidos para efectivizar la unión y en el primer cónclave, que dirigió el ministro de Gobierno, los políticos dieron buena prueba de su calidad moral. Pocos ingresaron a la sala dignos y tranquilos; los más arrogantes, desafiantes. Representantes de veinte partidos en un país pequeño. Tres abandonaron el recinto alegando que no podrían tomar asiento junto a exponentes que, a juicio de ellos, eran indignos de participar en una justa democrática. No llegaron a cuatro las sesiones. Desoyendo el llamado del Gobierno, los partidos no pudieron llegar a entendimiento abundando, en cambio, reproches recíprocos, presuntas descalificaciones, hasta injurias. La unidad nacional, en tiempo de paz, era imposible. Cuando la oposición, furiosa, preguntó: ¿por qué tienen que gobernar los militares? Se le contestó: muy simple, por la quiebra del civilismo. No pudo contar con un fuerte respaldo civil, el General tuvo que gobernar casi dos años con la Junta Militar. Paralelamente a ésta, organizó un gabinete privado con dos consejeros y cinco ministros, el que debía agilizar la marcha administrativa. El gabinete privado funcionó diez días, al cabo de los cuales feneció por inasistencia de la mayoría de sus miembros. A los seis meses de haber subido al poder, el General se lamentaba: —Aquí, en Palacio, trabajamos pocos. La mayoría se limita a ganar el sueldo, a buscar ventajas personales. Reconociendo no estar preparado en la difícil ciencia del gobierno, el General confió a ministros y asesores los planteamientos políticos: el programa de principios, el plan de gobierno, la planificación para el desarrollo. Documentos bien estudiados, bien concluidos, pero las discusiones 70

para su aprobación final se prolongaron tanto, que el Mandatario comprendió que en país retrasado y caudillista, sólo se puede avanzar si opinan pocos y decide uno solo. Al término del primer semestre, había empuñado con firmeza el timón de mando. La antesala presidencial. ¿Analizó alguien, lo que es y lo que puede contener ese pequeño recinto que agrupa personas y pasiones? Aparentemente se trata sólo de eso: un discreto conjunto de personas, cada cual empeñada en ver al Presidente para formular su petición. En el fondo —un fondo submarino que pocos vislumbran— la disputa por el poder comienza, precisamente, en la antesala presidencial. Quien entrará primero, quien tardará más en salir. Edecanes contra edecanes, ministros contra ministros, técnicos contra técnicos. Los amigos y los enemigos que a veces se filtran en el Palacio. Por afinidad de ideas o de posiciones, por necesidad, los que esperan se reúnen en diminutos grupos que miran con recelo a los otros grupos diminutos. No faltan los soberbios —uno, o dos— que se niegan a mezclarse con los demás. Si un oído monstruoso pudiera recoger las palabras, las intenciones, las maniobras surgidas una sola mañana en la sala de espera del Presidente, el cuadro podría configurarse así. Los edecanes fraguan la caída del otro edecán que los trata mal. Un grupo político recomienda la mayor cautela en la entrevista con el Mandatario: si les niega lo que piden, se irán a la oposición. Otro planea la captura de un organismo autártico para ubicar a sus afiliados y realizar negocios. Un tercero protesta porque el General recibe a los campesinos antes que a los jefes políticos. Dos militares y un civil, un tanto retirados, piensan —no lo expresan— que el Presidente está cobrando mucho vuelo: hace lo que quiere. Todavía no conspiran, pero su crítica es unánime: "va demasiado rápido". Hay el que viene a delatar un golpe revolucionario. El que desea vender unos cuadros al Palacio. Viudas que combatieron junto al General el día que éste subió al poder. Estudiantes levantiscos que quieren ser oídos. Dos financistas que propondrán una operación milagrosa: cincuenta millones de utilidad para el Gobierno, y veinte para los proyectistas. El viejo político que sabe lo que ha de pedir y no hará perder tiempo al Mandatario: un buen discurso de elogio… y la solicitud. El conoce lo que puede demandar y lo que puede obtener. Y el joven nervioso, hijo de su papá, que vacila en escoger las palabras para dirigirse al señor Presidente. Los ingenuos piensan sólo en el objetivo de su entrevista. Los más duchos planean estratagemas para conocer el pensamiento del Mandatario y obtener nuevos provechos. Los "importantes", miran con desdén a la masa de gentes que aguardan. ¿Por qué todos desean ver y hablar al Presidente? Por minuciosas. Para eso están ministros y Subsecretarios. Solamente altos dignatarios, grandes políticos, técnicos de primera categoría o personajes debían absorber el tiempo del Conductor. Los desdeñados miran con admiración al señorón imponente que grave y meditativo, con el ceño fruncido, da la impresión de pensar en asuntos elevados. Cuando son muchos los que esperan, todos se incomodan entre sí, se estorban. Cuando son pocos se observan, se analizan, la cosa va mejor. Fue en una de esas antesalas, debido a la larga espera, que el general X se vio, sin buscarlo, junto a dos políticos a quienes detestaba. Le bastó recoger algunas frases de crítica al Presidente y de inmediato cambió de opinión: halló simpáticos a los detestados. Los invitó a visitarlo. "Mejor en mi casa, no en mi oficina". Así nació, de un encuentro fortuito, el primer nexo entre militares y civiles descontentos, para conspirar contra el General. 78 Estaba en una plaza vastísima hacia lo cual convergían muchas avenidas. Parado, al centro, intuía el peligro ignorando de dónde vendría. Esperaba, esperaba… Y la espera se tornaba angustiosa precisamente porque no se producía nada. Grandes, altos edificios a la distancia. Excesivamente amplia la plaza de mosaicos, despojada de árboles y bancos. ¿A qué estaba destinada y qué aguardaba él en ella? Crecía la ansiedad en su pecho. ¿Qué debía suceder? De pronto por una de las lejanas avenidas se dibujó un puntito que creciendo, creciendo, de transformó en un toro. Era un toro azul (extraña cosa) que venía directamente a embestirlo. Grandote, furioso, terrorífico, conforme se aproximaba crecía en tamaño. Infundía pavor. Imposible escapar. La plaza vacía no daba refugio ni asidero. Y la velocidad, el ímpetu del animal colérico no podían ser burlados. 71

Comprendió que estaba perdido. Entonces, con inspiración súbita, cuando el toro estaba ya pocos metros de su cuerpo, lo atajó imperioso con la diestra: —¡Párate! El animal frenó su loca carrera, resbalando sobre sus cuartos traseros sobre los cuales se sentó. El hombre se le aproximó y de un bofetón le arrancó el cuerno izquierdo. De otro manotazo le quitó el cuerno derecho. Finalmente acercándose al cornúpeto descornado empujó la testuz con sus dos manos y el toro azul, como impelido por una fuerza tremenda, saltó disparado en retroceso y se perdía velocísimo por una de las lejanas avenidas. Era un sueño. 79 Lo picó un mosquito: no hizo caso. Después dos, tres, en fin centenas. Picadura de mosquito, poca cosa. Pero después le clavaron su aguijón las avispas; esto sí le dolió. Al pasar a su lado, los burros lo patearon. Tuvo que soportar mordeduras de los perros y arañazos de los gatos. Un elefante intentó aplastarlo con su pata poderosa. Los cerdos gruñían de solo verlo. De serpientes y culebras esta lleno su camino. Las llamas lo escupían. Los cuervos querían sacarle los ojos. Los pájaros desviaban su vuelo para no encontrarlo. Y hasta la frágil mariposa eludía su presencia. El no podía comprenderlo. ¿Qué hice para merecer el general repudio de la fauna zoológica? Una voz incógnita le respondió: —Subiste a demasiada altura. Te creen el segundo después del que manda. Y la fauna zoológica, como la fauna humana, no perdona al que se encumbra. Mientras estés allí, sólo tendrás odio y envidia. El se rebeló contra esa ley absurda. ¿Por qué si sólo buscaba hacer el bien todos le devolvían el mal? Quiso explicar su posición, desarmar a los enemigos por el diálogo, convencerlos que no disponía del poder que se le atribuía. Pidió comprensión. Nadie quiso escucharlo. Prosiguieron y aumentaron desdenes y agresiones. Todos contra uno. Estaba circundado de bestias enfurecidas y de hombres irritados. Tachuelas y espinos en cada paso. La conjura de resentidos y envidiosos crecía como una pesadilla de espanto. Era la verdad. 80 Desgarrador el "Diario" de Papini en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Su "Juicio Universal" grandioso, casi perfecto; ¿pero quién tiene tiempo para leerlo hoy? Un libro que produce vértigo y fascinación: "El Fenómeno Humano" de Teilhard de Chardin. Genio, vidente, artista en uno. ¿Cómo podía soportar la energía estallante de su pensamiento? Da la sensación de un sol alejándose a velocidades siderales por el espacio en expansión y en fuga a la vez. Pensador alguno transmite la idea de infinitud como Teilhard: es la energía pensante en magnitud cósmica. Dice para los tiempos y los resume y adivina todos. Del nuevo Patmos no sale el Milenio que destruye, más la Revelación del Mundo en ascenso y una nueva arquitectura. Sacro misterio. Es lo más fuerte, lo más sugestivo que ha producido el pensar contemporáneo. Una Antología de escritos sobre Bach, valiosa pero desigual en sus textos. Fontane, el alemán, atractivo en "El Secreto de Effi Briest". Más profundo "El Veranillo de San Martín" de Adalbert Stifter.

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Tirso maravillante en su "Amar por Arte Mayor", prodigio dramático y poético, aunque no supera la fuerza patética de sus dos dramas sobre la "Próspera y Adversa Fortuna de Don Álvaro de Luna". En esto de lecturas: se publica tanto bueno y tanto malo en nuestro tiempo, que el problema del lector es uno de selección en el escoger y de intuición para decidir. No abandonar a los clásicos, saber elegir a nuevos. Seguir interrogando a La Biblia, absorbiendo a la vez por ejemplo la descarga humana y crítica de Sthendal será saludable para la temperatura del gustador de buenas obras. Lin-Yu-Tang no es muy profundo ni vuela muy alto, pero posee fina calidad humana y unos toques poéticos de tal sutiliza, que aparece, siempre, maestro de vida. Volvemos a Goethe como nunca acabamos de comprender a Shakespeare. Y si Platón da toda la clave del pensar antiguo, Dostoiewski anticipa los mayores enigmas de la crisis contemporánea. Pero también Muschg, Lesky, Jaspers son importantes. Lecturas, Lecturas. Nunca agradeceremos lo suficientemente a Dios el don de leer y comprender; a Gutenberg la invención de la imprenta. Porque el lector sagaz, devorador de sucesos, de épocas, de personajes, es ya un trasunto de eternidad. 81 ¡Absurdo empeño: buscar a Dios en la balumba humana! El mora en los planos que no alcanzamos a vislumbrar; ¿cómo pretender oír su voz o recoger sus designios en esta dura y cruel batalla de los días del mundo? Precisamente, buscador, precisamente: El está aquí invisible pero presentible, luchando contra el Mal, señor del mundo. Ignoramos cómo nueve sus hilos y por qué, pero los mueve sin descanso, aunque sean pocos los que lo reconocen y muchos más quienes viven ajenos a la pugna sempiterna. Eso que el gran eslavo presintió: "Dios lucha con Satán, desde el principio del mundo, y el campo de batalla es el alma del hombre". Es pues ahí, aquí, en el laberinto de las almas, en la fricción vocinglera de las voluntades, en el áspero rodar de las horas, en la sucesión de hechos perecederos, en la gran confusión del mundo, donde se esconde la Suprema Voluntad. Ve tras ella. Se manifiesta en todo, a través de la suma de circunstancias, y no es verdad que sólo el bien, la belleza, la bondad, den testimonio de su bienandanza, porque también la desgracia, el dolor, las oscuras malignidades atestiguan su existencia. Claridad, ascenso espiritual, marcan la huella de sus pasos. La sombra encubre los pasos del Otro, el destructor. Y no andas errado al buscar y al narrar el periplo del alma en el choque germinal de muchas, porque ese es el camino que El recorre: por lo múltiple a lo uno. Y es que todo se relaciona, todo brota del desorden mas apunta a un orden, secreto que fluye de las mismas contradicciones del torrente universal. Un día comprenderás que las líneas nerviosas, aparentemente disimiles, de los más encontrados quehaceres, en realidad se eslabonan, subyacentes, hacia el gran centro convergente donde átomos y estrellas, hombres y pasiones elaboran la gran materia del mundo. Parece la locura y es sólo el misterio de la inteligencia que se dispara al enigma mayor del cosmos que la engendró. ¿Dios, el cosmos? ¡Quién lo sabe! Pero es cosa cierta que El está, omnipresente, en cada manifestación visible de la proeza o de la desdicha humanas. Parece que no existiera relación alguna entre la narración autobiográfica del soñador y las penurias del político. Que el Dictador y el Buen Gobernante se oponen, jamás se tocan. Que los cuentos y los sueños del poeta, se rechazan con los cuadros sangrantes de la salvaje realidad. Que la travesía del pensador y del artista es muy otra que la marcha extenuante del ciudadano y del luchador. Que Parece ilógico, si no sacrílego, querer entender la razón de sus designios contando un amor ilícito, cruzado de sensualidad y espíritu a la vez. Que la génesis de un nefasto crimen político, es cosa de hombre, no de proyección divina. Que la crítica literaria a las explosiones en boga, es asunto humano, demasiado humano… Que los diálogos reales o imaginarios del relato reflejan la colmena cotidiana, sin trascender a un plano espiritual. Que el arte actual a-estético, a-moral, a-ordenado, es sólo espejo de la turbación contemporánea: pasará, mas entre tanto, nada puede cambiarlo. Que todo remordimiento, toda sensibilidad social, por honestos que sean, se quiebran ante la terrible realidad del mundo. ¿Y por qué ese soñador desaforado con las construcciones colosales del romántico y del gótico, esa sumersión ferviente en el canto gregoriano y en los grandes corales del Padre Bach, sí la verdad sudamericana se expresa todavía en el trágica soledad de la quena nostálgica y en el soplo estremecido de la zampoña primitiva? Verlo, oírlo, recogerlo y expresarlo todo: lo olvido y lo imaginado, mezclando vidas y destinos, urdiendo el relato real y fantasmal a la vez de manera que 73

la marcha del Buscador Dios sea sólo una más, una pequeña y desgarrada marcha entre las innumerables machas de los seres signados por el dolor de pensar. Andas a mitad del camino: no lo te detentas. Prosíguelo, aunque la duda y el descontento desorienta tu andadura. El estaba, estará en todos cuanto imaginas y realizas, aunque no siempre captes la onda finísima de sus revelaciones. Porque está escrito, creerás por un acto de fe, no por la soberbia auto-consciente razonadora y analítica. Y todo eso qué distinto y contrapuesto, diverso y abrumador se mueve en planos superpuestos, es en verdad el juego del mundo, en alternación contrapuntística: del corazón humano a los confines del universo, rebote en el vacío y nuevamente al sentimiento-imán que lo intuye aunque no pueda explicarlo todo. Esa es la ley: cuanto más te engrandezcan pensar y acción, con la mayor humildad volverás a El, ínfima espiga humana, buscadora siempre de verdades. Artista y artesano. Arquitecto y obrero. Capitán y soldado. Es la doble tarea del vencedor. Y también soportar la basura que arrojan los émulos. 82 Cayó bruscamente, como un bólido. Venía de Londres. El padre inglés, la madre boliviana. Llevaba a Europa en el cerebro, a la América India en el corazón. Una rara mezcla de fantasía irlandesa con la hondura andina. Al contacto con las montañas, se reconoció su antiguo morador. Y dialogaba largamente con otro como él, explorador de caminos lejanísimos, enredador de sueños y verdades. "He sido ya… Estuve aquí… Otro, que fui, está volviendo a ser… Viejos aromas, un aire que habla… El misterio me roza y me sostiene… ¿Regresamos, volvemos a ser lo ya transcurrido?… Escribir, recordar, seguir a la Musa… Novelar con la sangre, también con la imaginación… Y ese Cristo de mi película, dolorosamente humano, tal vez vivido… Y ese personaje extraño de mi novela, complejo, perplejo… El amigo que estaba esperando en las Cordilleras… La bruma londinense no transportable al aire puro y mágico de La Paz… Lo padecido que puede padecerse otra vez más… Mujer, mujeres; ¿varias o solo una que está retornando en la memoria?… Y el destino que creyendo estar allí, estaba aquí… Esas vidas que se transfunden a una sola vida… El promontorio de Sopocachi: revelación… El mensaje oracular de Villa Briones El Castillo irlandés y su drama escondido que vuelve a la luz… El bisabuelo que pedía ser trasladado… Ese "adagio" que hacía llorar… La Desconocida que el amigo amó haciéndose presente sin presencia… Y tantas cosas raras, con luz de amanecer, noches abolidas en palingenésico regreso… El Ande, al fin, y el indio inmémore que se restituye a sus montañas…" Tenía un porte, un aire dieciochesco. Venía de otro tiempo. O era el trompetero de uno por nacer. Amigo de Keats, de Yeats, de Rupert Brooke. De la poesía subyacente que late en las piedras y en las cerámicas aimáras. De todo eso que viejísimo y hermético en los adustos altiplanos, despierta joven, resonante para el sagaz escrutador de las verdades ancestrales. Ligero y puro como un niño, lleva emboscado un gran señor. Y aunque soles de azafrán y soles de azabache alternen en su vida, siempre vibrará en su mano el arco del artista. Diremos provisionalmente: se trata de una Mensajero del Misterio. 83 La política, entre nosotros: gris sobre negro. Todo fango, deslealtad, mentira. ¿Por qué fui arrastrado a ella si transcurría tranquilo en los libros? La verdad es que no fui arrastrado: entré conscientemente al turbión, sabiendo que no podía evitarlo. Es la hora del Deber. Servir a un ideal de patria mejor, aunque muchos nieguen las razones del patriota. ¿Cuál es la tarea del soñador en la disputa de los hombres? El idealista juega a pérdida. Invariable. Nadie escucha el llamado a la conciliación. Nadie reconoce la generosidad ni la discreción en los de arriba. Izquierda y derechas —todos al fin— detestan al encumbrado. Y si éste goza de la amistad y la confianza plena del Conductor, entonces será también su escudo: se le atribuyen los errores, se lo elimina de los aciertos. La espantosa envidia persigue a quien su supone poseedor de grandes influencias. ¡Cuán distinta la realidad! El buen servidor no pide para sí, no cobra agravios, su influencia, reducida, sólo la ejercita por causas nobles y en beneficio de todos, aun de sus adversarios.

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Obligado a callar, por lealtad al amigo que comanda, absorberá la mayor carga de ingratitud, de incomprensiones. En cierta forma, si se sumerge, uno, en el torbellino de seres, pasiones, intrigas y miserias que alberga el Palacio de Gobierno, se cree asistir a escenas escapadas de las pinturas del Juicio Final de Miguel Ángel o del Bosco. Asfixia, asfixia… Sal a respirar aire puro. Martín Lucero ¿quién te metió a político? El General es desconcertante. Tiene visión, poder intuitivo, es conductor y patriota a un tiempo. Abusa de la maniobra política. Carece de método y de orden para el trabajo. Pero es caudillo indiscutido en el ejército, en el campesinado, en los sectores políticos y en el pueblo en general. Devolvió su libertad al país. Ama sinceramente a los humildes. Nunca se vió tantas responsabilidades en tan pocos hombros. Faltan técnicos y líderes medios. Muchos lo niega, otros no lo conocen bien. Antes de un año de mandar, el General se demuestra político astuto, desconcierta y maneja a todos. Algunos le sugieren la dictadura. Me declaro contrario a ella. El prefiere la solución constitucional. No le gusta el trabajo conjunto. Agarra a cada ministro y colaborador por separado; así maneja mejor a cada uno. Sabe oír, trata con tacto a quien se le acerca. Al fin impone su voluntad. Su fino instinto político le vale de mucho. Su defecto inicial es que no frena su lenguaje. Emotivo, sincero, dice lo que piensa sin temor a contradecirse. En el fondo es noble, sano, henchido de buenos propósitos. Cristiano y nacionalista, es revolucionario por su estilo y en su deseo de mejorar a las mayorías. Viaja demasiado. Expone su vida en peligrosas travesías por el aire. Se aficiona y decepciona rápidamente. Es leal a sus amigos, aunque éstos yerren. Pocos buenos y eficaces. Muchos inútiles, muchos perversos. Y entre los primeros algunos que urden demasiado su tela. Gobernar y ayudar a gobernar con sentido de responsabilidad, es carga abrumadora. Es poco lo bueno que se alcanza a realizar, y tanto lo malo que se debe soportar… Insomnio. Tensión constante de disgustos y sorpresas. Deberes que se acumulan. La tristeza de ver cómo yerran los grandes, cómo se arrastran los pequeños. Bien mirado, es el infierno. Nos movemos dentro de un contorno real hostil, escaso en recursos materiales, pobre en elemento humano, agresivo, incomprensivo. El otro, el mundo ideal, está tan distante… El General es un gran tipo. Como amigo, en su virtualidad humana, como conductor. Ahora, al comenzar le faltan experiencia, dotes oratorias, reposo al decidir. Pero posee una facilidad de asimilación asombrosa. Aprenderá y sabrá superar sus puntos débiles. Miserias, vilezas, decepciones rondan al político como ratas voraces. Así tiene que se, necesariamente. Mandar, dirigir, contribuir a gobernar comporta perder el sueño, la tranquilidad cotidiana, la paz de la conciencia. Y sin embargo es hermoso levantar las piedras del templo en medio del viento y de la lluvia. Quién carezca de aptitud para la intriga y el engaño, no debe actuar en la vida pública, todo relumbrón y falsía. El que toma la vía recta y evita los caminos sinuosos, anda perdido. En política, que en cierto modo es el arte de levantar la esperanza en todos para terminar contentando a pocos.

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84 De ambos y sólo de ambos dependía concertar y ejecutar la gran cita, la del encuentro sexual, meta definitiva de todo amor. Porque ellos se deseaban, requerían de la mutua entrega. Estaban penetrados de la evidencia de la hoguera final, donde su pasión se avivaría o podría extinguirse. Vallas morales, pudor, desconfianza innata, vacilaciones en la mujer. Demora deliberada en el hombre, fruiciones del cazador que teniendo la presa en la mira del fusil, no quiere disparar por no romper el hechizo del deseo a punto de cumplirse. Era extraño que dos seres jóvenes, sometidos a recíproca atracción, por tácito acuerdo jamás discutido, retardaban la consumación de encuentro largamente anhelado. Pasado los raptos del deseo, volvían a la honda beatitud del amor que no pide nada porque se basta con su propia contemplación. ¡Cómo se reirían los amigos si supieran que pudiendo tener a la hembra estupenda, la respetaba como se respeta a un novia virgen "Magnífico animal —dirían— tómala, hazla tuya". ¿Pero qué sabían ellos de la pasión escondida, ahondada en el peligro y en la espera indefinida? Y ella, la primita, acrecido su amor en las dudas, en la sombra proyectada de los remordimientos futuros, amaba también ese tiempo de incertidumbre, de tardanza voluntariamente aceptada. Existe una zona intermedia entre el amor platónico y la furia sexual, que sólo la paleta sutil de Proust podría colorear. Los amantes, entonces, a mitad de camino entre deseo y contención, conocen deliquios que ignoran quienes se queman en la combustión de la carne y los que se conforman en la distante admiración, porque éstos, los del "medio dorado" que diría el chino, participan de ambos estados perteneciendo a un tercero. La imaginación juega más que la compartida realidad. Saberse vencedor —o vencedora— y si embargo dilatar la victoria final, voluntariamente, es gozo reservado a los más fuertes. Los que se entregaron rápidamente al furor carnal desembocan a corto andar en el hastío. Los platónicos terminan agostándose como plantas yertas. Pero los verdaderos amantes, los que conocen los estímulos del sexo y también los placeres en sordina de lo puramente visual, sin confinarse en ninguna de ambas áreas porque las habitan y confunden en una ciencia mayor, esos son los seres privilegiados, en realidad no las víctimas, sino los dueños de su pasión. Esperan. Se entregan. Se contienen. Domadores de sí mismos, aguardan con refinada ansiedad el instante final que no se atreven a fijar por no romper el hechizo del amor que no quiere consumarse —o consumirse— en la entrega definitiva. Fue el tiempo más bello del drama silencioso del que nadie, salvo ellos mismos, se daba cuenta. Porque ambos, seguros de su fuerzo y de su astucia, poseían todas las artes del disimulo. A veces ni se hablaban en una reunión, resistían, impávidos, el deseo de acercarse. Se manifestaban indiferentes cuando cada cual danzaba con otra persona. Así, de lejos, se contemplaban, se amaban más intensamente, sabiendo de toda certidumbre que nadie podía interferir en su secreta pasión. Era increíble, maravilloso en verdad. Wanda no pedía nada. Tampoco él. Un acuerdo tácito, no discutido, no convenido, lo inducía a llevar el juego calmo y contenido de su prohibido amor. Porque ambos lo comprendían: amor incestuoso, tal vez de segundo grado —una prima no es lo mismo que una hermana de mi mujer— pero amor ilícito al fin. No habían caído aun en el adulterio, sabiendo que marchaban directamente a él. Entonces escrúpulos de conciencia acosaban al hombre, al hombre en apariencia recto, intachable, que supo divertirse con mujeres buscándolas lejos del círculo familiar, sin dar jamás motivo de escándalo. Si se conociera el enredo con la prima ¿no echaría por tierra su prestigio y su tranquilidad hogareña? ¿No sería visto como un libertino? Y la joven, a su vez, educada rígidamente, padecía los aguijones de su conciencia. Deshonraba al marido, más tarde los hijos se avergonzarían de ella, iba a ser una más, loca y desaforada, entregándose a la pasión prohibida que rechazan religión, moral, el propio decoro. Cien veces —cada cual por su lado— pensaron cortar la atracción ilícita, proponiéndose fórmulas ingeniosas para ir alejando el deleite censurable, hasta que se desvaneciera con el tiempo. Pero cien veces volvieron a juntarse olvidando los buenos propósitos. 76

—Somos malos —dijo ella— nos vamos a destruir deliberadamente. —O hay dos en cada uno —repuso Roberto— un ser arraigado en la familia y otro que pugna por lanzarse al vacío. La joven lo miró desconfiada: —¿Sabes lo pienso? No es pasión la nuestra. Tenemos miedo. Postergamos eso que los amantes más infelices no temen realizar. Somos demasiado cerebrales. —Te equivocas. No sé cómo será en ti, pero en mí es el exceso de pasión el que me inhibe. No tengo miedo. No vacilo… Si dilato la hora de la consumación, es porque me hace feliz este estado intermedio entre la pasión violenta y el deseo no satisfecho. No quiero convertirme en un prisionero de la carne. No sé si a ti o a mí nos vendrá el hastío en el lecho. Defiendo mi dicha, acaso también la tuya, y créeme: jamás mujer alguna, como tú, me infundió mayor deseo ni ternura: Wanda cambió bruscamente: —Te entiendo, porque yo siento lo mismo. Te deseo apasionadamente, quiero entregarme… y también quisiera ser tu madrecita, que te apoyes en mí, protegerte contra la vida, contra todos. (Su voz se turbó) No, no somos cerebrales. Es el sentimiento el que me arrastra hacia ti. El hombre tomó a la muchacha en sus brazos y la besó suavemente: —Espera, novia —dijo en voz baja—. Todo tiene su tiempo. Ya llegará. En otra ocasión, ella le confió su intimidad marital. El marido era bueno, la quería y respetaba, nada le hacía faltar. Su admiración parecía sincera, pero absorbido en sus cálculos ingenieriles y en su famoso invento mecánico que el consumía largas horas, dedicaba breve tiempo al hogar, a ella menos. Creía que sus dos hijos no fueron concebidos en el amor sino en la función natural, en la costumbre de juntar los cuerpos que para el ingeniero era sólo cuestión de pocos minutos, sin palabras ni caricias que juzgaba demás. "Ignora qué es el amor— la interrumpió Roberto— justamente eso que sucede antes y después del contacto sexual; el paroxismo del sexo pertenece a la pura animalidad; lo que nos eleva sobre la bestia, lo que espiritualiza y embellece la pasión es el doble oleaje de las caricias y de las palabras. Sin ellas, el amor es un acto fisiológico, simplemente. Ella prosiguió: lo había presentido, por impulso natural, por confidencias de las amigas, por la forma cómo se estremecía al escuchar una sola palabra, o al sentir la más leve caricia del amante. "A veces creo entender —le confiaba— se trata de prolongar el juego, porque entre risas y lágrimas, entre esperanzas y desencantos, entre el deseo y la ternura, algo crece, desde adentro, y nos va aproximando más…" El no quiso hablar de su vida conyugal. Todo lo pasado, pasado era. Como sí no existiera. Lo que sentía por ella no admitía comparación. —No debiera decirlo —profirió— porque es insensato, una idea que debemos desechar. Más, si tú me lo pides, me arrojaría al abismo para librarme, sobre todo para librarte a ti, de éste amor imposible. La joven lo miró conmovida y se apretó convulsivamente a su brazo: —¡Nunca, nunca! —exclamó indignada—. Te quiero vivo, vivo, junto a mí. Te necesito. Se hará lo que tú mandes, porque soy tuya. Te pertenezco. Me tomarás o no me tomarás: no importa. Pero quiero verte, oírte, tenerte a mi lado, aunque sea con largos espacios de tiempo. Prométeme que esa idea, indigna de ti, la desecharás para siempre! El prometió grave y triste: —Madrecita: me estas protegiendo. Su amor tomó nuevo cauce. Parecía que aquietado el deseo violento, ahora sólo buscaba, cada cual, la felicidad del otro. Las pequeñas y mínimas cosas de una ternura sencilla se deslizaban furtivas, entre gestos delicados y actitudes oportunas. Se adivinaban los pensamientos, 77

conocían, recíprocamente, sus aficiones. "¿Cómo encontraste "Los Discípulos de Sais?" Lo busqué diez años y recibir este libro de tus manos es para mí el mejor reglo" Y ella, emocionada: "Era la última Sonata de Beethoven que me faltaba conocer. Es muy linda, pero muy triste. ¿Por eso le dirían La Sensitiva?" Roberto fue promovido a una alta situación política. Ella viajó con el marido y los hijos a Dinamarca. Pero la separación, en vez de apaciguar la pasión como suele suceder en el alejamiento, se avivó y reapareció más fuerte al reencontrarse después de un año. No fue a recibirla. Evitó el diálogo en la primera reunión familiar. En el fondo, había sido un tonto: no supo tomarla a tiempo. La muchacha joven y sensible, probablemente habría dejado de pensar en él. Acaso tuvo un amante en Dinamarca. O pensaba en otro, menos maduro y más listo que él. Bien: se resignaría a perderla. Ella lo llamó dos veces, como antaño, esperando que él propusiera la cita. El hombre se limitó a frases triviales. Nada propuso. Y la joven herida en su orgullo, siguió el juego. ¿Habría terminado el idilio inconcluso? En todo caso, él se mantendría a la defensiva. La primita, más hermosa que nunca, se le antojaba distante, inaccesible… Y ella ¿qué pensaba la desdeñada? Wanda lo conocía bien: no que la desdeñara. Al contrario: la ausencia tenía que acrecentar su pasión, si era verdadera. Pero el orgulloso se negaba a dar el primer paso porque ignoraba si sería aceptado. ¿Todo hombre no es en el fondo un niño? Tendría que llamarlo a razón. Y la cosa fue muy simple para la mujer. Un día, solo en la casa preparando un discurso apareció la joven. —¡Tonto! —dijo la muchacha— en Dinamarca no hice otra cosa que pensar en ti. Brotaron lágrimas de sus ojos. El hombre, deslumbrado, reaccionó con presteza. Las dudas, el deseo reprimido en la extensa espera, estallaron en un arrebato pasional. Cogió a la joven en sus brazos, la apretó con furia, sintió cómo el cuerpo de la mujer se ceñía dócilmente al suyo. La besó en los labios ansiosos con ardor sensual. La besaba, la mordía, la acariciaba frenético. Ella lo dejaba hacer plegándose a su capricho. Sintió las manos varoniles es sus senos trémulos, ascender por sus piernas y sus muslos, presionar en sus caderas como buscando fundir los dos cuerpos en uno. Palabras incoherentes acompañaban al delirio táctil de las caricias. Así, de apoyada ella en la pared. Sostenía jubilosa la acometida del hombree. Y la gatita le rozaba la nuca mientras el hombre se hundía en el vértigo de la sensualidad. No llegó a tomar posesión de la mujer, porque ni el sitio, ni la postura, ni el peligro de ser sorprendido lo permitía; pero la explosión erótica los condujo, en la tensa fricción, a la embriaguez final. Ni vergüenza ni remordimiento. Antes bien: sentían la plenitud vital del primer encuentro real de los cuerpos, sea aproximación inicial que contiene ya, larvados, los deslumbramientos del entendimiento ulterior. La joven, encendido el rostro decía: —Te quiero… te quiero sólo a ti… El hombre exhausto, sumido en un sopor que apenas pudo dominar, se limitó a responder: —Gatita… maravilla. Comprendieron que estaban unidos para siempre. 85 La teoría de una Nueva Patria, fue largamente analizada. Teorizar, en política, no es difícil; lo difícil es llevar a la práctica lo soñado. La primera pugna fue entre los talentos naturales, intuitivos, impulsivos, y los talentos cultivados, lentos y seguros que dilatan, por experiencia, los cambios bruscos. 78

Secretos al comienzo, los debates se esfumaban en nieblas teóricas, planes y encuadres técnicos. Muy pocos —desoídos— daban importancia a la filosofía política de la trascendental transformación. Pasar del nacionalismo despótico a la democracia compartida, parecía utópico. Se alegaba que las instituciones caducas difícilmente podrían reemplazarse por nuevos organismos adaptables al subdesarrollo colectivo. Afirmábase que la ciudadanía, y aun las clases de media cultura, no estaban preparadas para soportar la general mudanza de leyes, usos y costumbres. Pero el Presidente empujó la empresa con decisión. Sustrayéndose al cerco de los expertos y de los juristas, evitando las maniobras subterráneas de la timocracia incrustada en el gobierno, y los juegos desleales de la izquierda, asimismo infiltrada en los mecanismos de conducción, exigió un planteamiento claro para decidir si el cambio propuesto era viable. Un consejo formuló el planteamiento-clave. Se requería: 1) Que una Comisión de Alto Nivel, formada por juristas y economistas, políticos y técnicos (no más de diez personas) presentara, en el plazo máximo de 120 días, un proyecto de nueva Organización Política del País, otro de Reforma Administrativa, y un tercero precisando los mecanismos técnicos que regirían la Nueva República. 2) Dentro del mismo plazo, un proyecto redactado sólo por economistas y técnicos, señalando cómo se puede financiar esos cambios fundamentales de la estructura político-social, y cómo se aseguran la estabilidad monetaria y económica subsecuentes. 3) Determinar si se cuenta con los equipos suficientes de políticos, de expertos y de ciudadanos calificados para acometer la gran transformación. 4) Realizar una campaña publicitaria intensiva de educación popular para que el pueblo, en todas sus clases sociales, comprenda y participe en la empresa nacional de renovación. 5) La descentralización política, económica y administrativa, como instrumento práctico para avanzar a un Estado Nacional de participación y responsabilidad compartidas, en el cual todas las clases sociales y los factores de producción intervengan solidariamente en el manejo del país. Se aconsejaba, finalmente, que el Presidente y su Gabinete Ministerial dedicasen tres horas semanales al estudio del problema, para interiorizarse de su complejidad. El resultado fue que de los tres proyectos iniciales, sólo se presentó uno. El estudio económico acusó graves fallas y contradicciones. Se estableció que faltaban equipos capacitados de personas aptas para la gran transformación. No se pudo financiar el plan renovador y menos la consiguiente campaña publicitaria. La descentralización se dibujó irrealizable. Después de dos reuniones, el Gabinete Ministerial no volvió a ocuparse del tema. Así murió la Nueva República, antes de nacer. La gran idea quedó flotando en el ámbito patrio, como se dilatan y vagan por los aires las iniciativas audaces. "El mejor modo de gobernar, consiste en mantenerse firme y vigilante. Este es un país caudillista, obedece al que sabe mandarlo. Todo el secreto es ese: saber mandar, hacerse obedecer". Fueron palabras del Presidente. "La única manera de no caerse del gobierno: gobernar bien". Era la respuesta del consejero, a quien el mandatario calificó de iluso. Pero ambos hicieron todavía mucho camino, porque franqueza y lealtad regulaban su amistad. Las conspiraciones, como era habitual, prosperaban unas abiertas, otras escondidas. Y entre ellos, los conspiradores, cuán pocos los idealistas, los honestos que creían en su causa, y cuántos los venales y los cobardes que cedían al primer peligro o a la primera ventaja. En el gobierno se avanza con desgaste y sufrimiento. Porque uno es el mundo ideal de reformadores y estadistas; otro el mundo real donde predomina la cruda hostilidad circundante. 79

—Uno se levanta lleno de entusiasmo, de fuerza, animado de los mejores propósitos para realizar grandes cosas… y debe acostarse cansado, decepcionado porque sólo recibió carga de engaños y miserias. —Un gran pensador decía que el buen político, no debe tener conciencia. Así haría mucho y pensaría poco. —Eso sería caer en la barbarie. Negar la moral. —Es mejor hacerse temer que hacerse amar. El Presidente miraba al ministro y reflexionaba: "este otro es el mal consejero". Y volvía al iluso, porque el iluso le hacía sentir que la conciencia del soñador es más que la fuerza invicta del caudillo. Y él era, en el fondo caudillo y soñador a un tiempo. Y prefería ser amado que temido. Qué complicado es gobernar —decía un ministro a otro colega al salir del Palacio—. En el papel todo es sencillo, pero la aplicación de cualquier medida resulta escabrosa si no inoperante. Esa noche se produjeron numerosas detenciones: políticos, militares, dirigentes sindicales, periodistas, demagogos. Habíase frustrado una revolución más. Pero las gentes dudaban: ¿sería, realmente, una conspiración, o todo estaba fraguado por el ministerio de gobierno? Nunca se sabe qué es verdad y qué maniobra detrás del velo tenebroso de las conspiraciones, porque los agentes-espías de cada bando se filtran en el opuesto, juegan su doble rol de partidarios e informantes. La oposición se compra a ciertos defensores del gobierno, el gobierno paga bien a determinados elementos de la conspiración. La interpenetración es constante. La lealtad es rara, la traición permanente. El valor no abunda, la cobardía impera. Dar a entender que se puede contar con uno sin comprometerse formalmente, es la destreza del político hábil. O figurar en ambos bandos sin que ninguno se entere del doble juego. Como esa curiosa incidencia del jefe del servicio de seguridad del Palacio, que en una revolución sangrienta y muy peleada —seis días de combates, cambiando varias veces de mano el Palacio— resultó muerto por una bala perdida. El gobierno, vencedor, le tributó solemnes honras fúnebres: había sido el más valeroso y esforzado defensor del régimen. Simultáneamente, en sesión secreta, los conspiradores le rendían idéntico homenaje por tratarse del hombre que con mayor celo y eficacia sirviera a la causa revolucionara aprovechando su situación de mando en el Palacio. ¿Cómo pudo el hombre satisfacer a unos y otros, ayudarlos por igual, combatiendo arma en mano por el régimen y sirviendo con informaciones secretas a los revolucionarios? Parecía un caso de novela de espionaje. Pero dos años más tarde, cuando los adversarios de ayer llegaron a un pacto político, se confiaron mutuas revelaciones; el jefe de seguridad los había engañado: los seis días que duró la revuelta, jugó concienzudamente su doble papel de conspirador y defensor. Calculó aritméticamente las probabilidades de uno y otro bando. Sobresalió, en ambos, como la mente astuta que todo lo preveía, como la voluntad enérgica que se afirmaba en los momentos de mayor peligro. Si una bala perdida no hubiese terminado con su vida, se habría encaramado como salvador del gobierno, aunque había sido, también, el ariete oculto de la conspiración. "Jugaba al caballo ganador" —comentó un político joven con ademán despreciativo. Y otro, más avezado, subrayó: "¿Y quien no juega así en política?". Pero el Presidente amaba al pueblo de verdad. Sacudiéndose de las miserias del ambiente palaciego, viajaba sin cesar por todo el territorio. Creaba escuelas, postas sanitarias, hacía abrir caminos, dotaba de luz y de agua lo mismo a ciudades que a villorrios. —Será sucia la política —expresaba— tiene algo de corrupto, pero si me dejan hacer algo por los campesinos y las gentes de provincia, esto me compensa de todos los sufrimientos del poder. Esa mañana la lista de audiencias fue considerable. El Presidente atendió y despachó con rapidez a sus visitantes. El jefe del partido Azul salió radiante. El jefe del partido Verde cejijunto. La comisión de señoras, como siempre: ganaba por la simpatía del Mandatario. El señor Obispo recatado, contento. Unos jefes militares nerviosos, otros tranquilos. En las caras de los maestros se leía la ansiedad: ¿no habían sido bien comprendidos? Los campesinos alegres, bulliciosos, comentaban en idioma nativo la generosidad de su Líder, que los acogiera afectuosamente. Para un diplomático que se despedía sólo hubo cinco minutos; para una viejecita que fue maestra del 80

Mandatario, quince. Y los edecanes vieron, durante cinco horas, el desfile pintoresco, dramático, de cambiantes fisonomías y portes variadísimos. Caras duras, caras satisfechas, ojos voraces, ojos rencorosos, manos nerviosas, manos tranquilas. Unos que hablaban en exceso, otros mudos. Cada vez que se abría la puerta del despacho presidencial, todas las miradas convergían a la hoja derecha que se abría para dar paso al siguiente. Todos entraban radiantes de esperanza, casi todos salían preocupados porque el Presidente los trataba con paciencia y cortesía, pero nunca ofrecía sino aquello que podía cumplir. —La mañana ha sido muy pesada, señor. —En efecto. Pero el público, en general, pide poco y muchas veces con razón. Peor son los políticos: esos me piden mucho, exigen, exigen… y casi nunca aportan nada. 86 Se comprenden, pero no se justifican, en nuestra América, las angustias de Camus. En nuestras repúblicas incipientes se bascula de la anarquía sindical a las antiguas prepotencias. ¿Quién se ocupa del hombre, de la familia, de una economía de participación? Sólo se ve una pugna de apetitos y ambiciones. El poder ciega a unos, la desesperación por el poder enloquece a otros. No somos verdaderamente cristianos. Pero esto no puede conducirnos a la rebeldía como sistema, al hombre absurdo de Camus, porque nosotros tenemos aun la esperanza. La sociedad europea, sin Dios, atrofiada en sus valores esenciales, arrollada por la mecanización material y la alienación espiritual, no puede servirnos de patrón para organizar la sociedad sudamericana que ignora los horrores de las dos Guerras Mundiales, la brutalidad del comunismo y del nazismo y esa literatura tenebrosa, sin horizonte, que partiendo de Remarque y de Barbusse y luego con Marcusse y García Márquez, es el espejo de una humanidad crecida en el espanto y en las negaciones. Allí la desesperación que desemboca en el vacío. Aquí la nueva fe que ha de mover montañas. 87 Compuso historias maravillosas: héroes y antihéroes bien retratados. Paisajes como esculpidos por las palabras. Supo infundir alegría a los corazones y sembró la tristeza en las m entes reflexivas. Llegósele a conceptuar el mejor narrador de su época. Realista y fantástico en dosis pariguales. Emulaba con los más hábiles periodistas en la técnica del relato sobrio y animado. Inventaba cosas que nadie podía inventar. Podía ser ameno y profundo a la vez. Era como si hubiera levantado una punta desconocida del Velo de la Vida. Todo cuanto salía de su pluma brotaba con luz de amanecer. La envidia se estrelló en sus muros. Cada nueva historia empequeñecía a los émulos. Los negadores se desvanecían ante la fuerza y el encanto de su prosa. Temas, argumentos, invenciones, personajes, los dominaba fácilmente. Podía escribirlo todo con mayor acierto que cualquiera. Ni el exquisito irlandés, ni el sombrío eslavo, ni el lírico bengalí lo aventajaban en el arte de urdir historias. No fue coronado ni ganó un reino, porque los artistas pocas veces son exaltados en vida, pero fue reconocido Maestro Mayor de cuentos, historias y narraciones. Coros gigantescos de admiradores se alzaban de todos los puntos de la esfera para loar su ingenio. Un día se le encomendó que hiciera un relato teniendo de protagonista a un niño de dos años. No importaba el argumento, sólo que reflejase el mundo infantil, transportando su frescura e inocencia al ánimo de los lectores. El famoso escritor después de observar atentamente los juegos, acciones y palabras del pequeño, se negó a componer el relato. 81

—Está más allá de mi alcance —dijo. Todo cuanto se escribe sobre el mundo infantil es pálido, vago, no expresa la maravilla viva dentro de la cual se mueve el niño. Ofreciéronle sumas cuantiosas. Mantuvo su negativa. —¿Cómo podría aproximarse a Dios? Los pequeños lo tienen cerca. Yo no puedo expresar esa atmósfera, ese misterio indecible que liga a Dios y al Niño. Pues quien mira con atención, con emoción, con fervor los juegos de un niño, puede sentir el rayo centelleante de la historia más bella, aunque no sea capaz de escribirla. Y cuando el famoso escritor murió, San Pedro le abrió acogedor las puertas del Cielo porque supo respetar el mayor milagro de la creación: el Niño. 88 —Rogaba a Dios y todo me salía bien —dijo el amigo apesadumbrado. Durante 20 años sólo conocí éxito y felicidad. De pronto, bruscamente, todo se me dio la vuelta. La mala suerte me persigue. Mis oraciones no son escuchadas. Los antiguos beneficios se trocaron en penas y desastres. Yo rezo y pido con el mismo fervor, creo conducirme bien. ¿Por qué El me abandonó? —¡Ah! —dijo el Buscador— creías en un Señor dador de beneficios, mientras te complacía y flaqueas cuando sobrevienen los quebrantos. —No —repuso el afligido—. Sigo creyendo en la bondad divina ¿mas por qué ese cambio tan radical? No puedo explicarlo. ¿Por qué antes todo fácil, placentero, y ahora todo oscuro, negativo? No tengo horizonte, todo es amenaza en tensión de empeoramiento. Esto me desorganiza, me desquicia el ánimo. —¿Acaso la fe es divisible en tiempos de bonanza y en tiempos adversos? —No sé… No sé… No puedo comprender por qué ya no soy escuchado. "Qué concepto infantil de la relación Hombre-Dios —pensó el Buscador. Así que de la línea de prosperidad personal partiría la fe. Pobre amigo. Imaginar que el Señor está, ahí, para servirnos y acceder a nuestras peticiones, y al que se le niega el derecho de acosarnos, de probarnos con apremios y rigores". ¿Y si Dios fuese también el dolor, sustancialmente el dolor? El Buscador había tenido muchos años de triunfos, de dicha, aunque cruzados por las rayas negras de la pena. Sorprendido de su buena suerte, para él cosa del cielo, temeroso de verse favorecido por los hados, solía repetirse: "Señor, me diste tanto, tanto… y es tan poco lo que puedo retribuir". Muchas veces tuvo miedo de la felicidad que lo enarcaba sobre el general sufrimiento y descontento. Súbitamente el rayo cayó a sus pies: una, dos cinco veces. Lo mutiló física y moralmente. La desgracia engrisó sus días. El pensador armonioso se transformó en un lacerado indagador. Pero no se rebeló. Al contrario: halló justo que el exceso de dicha que le había sido donado, tuviese que ser expiado en infortunio y amargura. Perseguido, castigado, a oscuras, sentía que desde arriba se movían los mismos hilos que antes le dieron claridad y bienestar. Y agradeció al Señor que antes de entrar en la zona de los últimos crepúsculos, lo hubiese herido con los dardos de la soledad y del dolor. Porque es la espina, no lo rosa la que dignifica al pensador. También el Buscador desesperaba dentro de su búsqueda. No fuimos hechos —reflexionaba— para conocer ni comprender a Dios. El existe más allá de nuestra comprensión. Está aquí, está allá en un tiempo sin tiempos, cercano y distante simultáneamente. Influye en modo tan sutil, tan incomprensible sobre el curso de las vidas, que 82

nadie alcanza a discernir sus designios. A veces nos prueba permitiendo que el Mal infeste el contorno, aparentando ser Rey del Mundo Terreno. ¿O acaso lo sea? Otras nos bandea sin contemplaciones, de lo bueno a lo dañino. Nos oye cuando quiere oírnos. Desoye si lo juzga conveniente. La sorpresa es el instrumento de sus decisiones. Quedamos, en verdad, perplejos ante la infinita complejidad de su sabiduría, que ninguna alquimia humana podría reducir a esquemas lógicos. "Dios —pensaba el Buscador. Esa compañía sin presencia que nos protege y nos acosa desde que despunta el pensamiento hasta que se extingue". 89 En política, en la gran política de Estado, el que conduce y el que piensa difícilmente concuerdan. Aproximación en el sentimiento, es decir en el ideal, divergencia inevitable en el método y en el trato a los hombres, es decir para la acción. En dos años de trabajo silencioso, el drama interior hizo crisis. Es tan poco lo que se puede construir, y es tanto lo que nos destruye… Como ciudadano cumplir un deber amargo, sin compensaciones. Como escritor diluirse en la pelea cívica que desde gobierno es siempre ingrata. Lecturas de estos días: Teilhard, Trakl, van Leew Unamuno, Buber, Schopenhauer, Guardini, Wilhelm, Nerval, Saint Víctor, Thomas Wolfe lo devolvían a la conciencia de la trágica soledad de ser. Respetos por respetos, aprecio por aprecio. Todos tutean al Presidente. El y yo mantenemos el "usted" que jerarquiza y enaltece una amistad. Rara amistad. Discrepando en el enfoque de los problemas y a veces hasta en la manera de resolverlos, el superior interés patrio los aproximaba. Impetuoso, arrollador, el Presidente quería persuadir a toda costa, que se le siga. Martín se esforzaba en hacerle comprender que su deber era advertir, señalar errores, criticar para que todo se encauce bien. Admiraba sus condiciones positivas de gobernante; él buscaba su experiencia. Generalmente el conductor comienza amando al maestro o consejero y termina detestándolo. ¿Terminarán así? Acaso no, porque Lucero se esfumó detrás de la personalidad del Presidente. No ejercía influencias. Guardaba absoluta reserva. Un asesor sin ambiciones personales. El amigo antes que el político. Parece irreal pero sucedía así. Después de dos años de casi diario encuentro, el Presidente dijo: —Al principio desconfiaba de usted. Entre políticos como entre intelectuales abundan ambiciosos, intrigantes, desleales. Creía que usted formaba su propio grupo, que tendería hilos para subir, en fin: que vendería influencias para afirmar su poder personal. Nada de esto ha sucedido. Creo que es usted un mal político y un noble amigo. —Señor —respondió Martín— he venido a trabajar por la Patria. Conocer y acompañar a usted es suficiente recompensa. Una jornada de trabajo. Se desenvuelve así. De siete a ocho de la mañana una hora con el Presidente. Recibo instrucciones sobre los asuntos que se entregarán al atardecer. Cambio de ideas. Análisis de problemas inmediatos. Tres cuartos de hora de política; el Mandatario, genial estratega, expone lo que él hará abiertamente y lo que su asesor debe realizar en modo subterráneo. Voy a mi oficina privada, redacto dos discursos, un decreto, respondo tres cartas privadas del Presidente. Visito a dos ministros: a uno le pediré su renuncia (dolorosa misión) y al otro le haré notar —"sin herirlo" — fue la recomendación, que se está extralimitando en sus funciones. Regreso a Palacio para integrar una comisión política reservada. Mientras los otros peroran he recordado el último cuarto de hora de esta mañana. Agotados el tema político y el análisis de los problemas de urgencia, al Presidente le agrada evocar pasajes históricos o incursionar por materias que no suelen apasionar al estadista. No es de formación académica ni posee un gran bagaje cultural, pero su espíritu inquieto, curioso, quiere saberlo todo y un poder intuitivo de comprensión le permite dialogar desde los ángulos más opuestos. ¿Quién creería que esta mañana nos ocupamos de Clausewitz, de Miguel Ángel, de Bolívar? Debido a la infidencia de uno de los representantes del gobierno, la misión reservada no 83

aprueba su informe final tal como quería el Mandatario. Primer contraste del día. Gabinete ministerial de las 15 a las 19. Tomo parte en algunos debates, hablo lo menos posible, lo indispensable. Prefiero que se luzca el Presidente en los planteos de conjunto y los ministros en sus propias materias. Salgo tres veces de la reunión y regreso a ella después de haber cumplido tres misiones: entrevistar a un embajador, visitar a un político, y solucionar un conflicto interno entre dos líderes del Frente que sostiene al Gobierno. La visita al político no da resultado favorable; hombre muy susceptible, muy ambicioso, exigió demasiado. Tuve que frenarlo. Segundo contraste. Al volver al Gabinete se discutía la aprobación o inconveniencia del Estado de Sitio. Abundaban los "tibios", los temerosos. No se habían expuesto razones de fondo para aprobarlo. Llamé a un edecán y le instruí que después de algunos minutos, entregará al Presidente un papelito con tres razones de peso para justificar el Sitio. Como yo no hablaba, nadie se fijaba en mí. A poco entró el edecán y entregó un sobre al Presidente; éste captó rápidamente las tres razones anotadas. Dejó pasar otros minutos como si hubiera leído una carta cualquiera y luego en forma sencillamente magistral expuso los tres motivos esenciales para aprobar el Estado de Sitio. Este fue aprobado y nadie captó la mirada de agradecimiento del Mandatario a su Asesor. A las 19 corta entrevista con el Presidente: le resumo todo lo hecho. Regreso a mi oficina privada para improvisar un Mensaje que debe leer por radio a las 21. Pasa el acto y cenamos en Palacio el Presidente, el Ministro de Hacienda y yo. Quise sustraerme al encuentro alegando mi no conocimiento de temas económicos, pero el Mandatario insistió: "el Ministro de Hacienda nos explicará todo lo financiero y usted cuidará el aspecto político-social". Aprovechando el buen estado de ánimo del Conductor, durante la comida obtengo la libertad de cuatro políticos, entre ellos un tenaz enemigo mío. Alas 22:30 se reanuda el Gabinete, muy encendido porque se trata de disputar puestos-claves en la administración pública. Con prescindencia de los partidos, apoyo a quienes me parecen más adictos al Mandatario. Impido la maniobra de un ministro que abusando de la generosidad de aquel, pretendía usurpar funciones atribuyéndose paternidad y representación exclusiva en un problema de producción. Me hago de un enemigo más. Tercer contraste del día. El Presidente nos expone un plan de desarrollo interno en grandes líneas. Esto no lo consultó con nadie ni fui advertido que sería presentado. No tengo celos; al contrario: me agrada comprobar que puede desenvolverse solo, sin mi ayuda. Al bajar las gradas del Palacio, a las dos de la madrugada, el Presidente me dice: "Mañana puede usted descansar hasta el mediodía. Yo saldré en vuelo a las 6 de la madrugada". Luego, malicioso agrega: "Pero a las dos de la tarde un edecán le llevará mis instrucciones para que esté usted ocupado el sábado y el domingo. Nos veremos el lunes a las 7." Duermo mal cinco horas. A las 9 estoy en mi oficina imaginando asuntos para colaborar mejor al Presidente. A las dos de la tarde llega el edecán con tres hojitas de letra menuda y apretada (las escribió en el aeropuerto —dice lacónico) que contienen más pólvora que un arsenal. Trabajo siete días que debo realizar en uno y medio. Prosigue, aumenta la conspiración de los envidiosos. De enemigos y opositores no me extraña: es lo habitual. Lo triste es que intrigas y ataques parten también de los partidos de gobierno, de gentes de sonrisa fácil y mente oscura que no se cansan de solicitar favores. No debiera extrañarme: en el medio criollo el vacío al escritor y la injuria al estadista son proverbiales. Se me atribuye precisamente lo que no hice, se me niega lo que saben me pertenece. Unos salen fortalecidos, purificados de la batalla contra la maledicencia. Otros desgarrados. Un concierto de arpa de Boieldieu, el violoncello de Casals extrayendo resonancias mágicas de la Variaciones sobre un tema de Mozart por Beethoven, el concierto en Sol menor de Vivaldi para violín —tres maravillas acústicas— bastan para alejar del fango político. Pocos amigos pero fieles. Muchos conocidos. Y la ronda de pedigüeños que jamás termina y que mañana se convertirá en la plaga de los ingratos y los difamadores. Vencido el punto de la fatiga, la sobreexcitación las preocupaciones y del trabajo renueva energías: se sigue produciendo sin comprender por qué no llega el agotamiento. Curiosa circunstancia: en medio de la lucha, del trabajo esforzado, surgieron los mejores libros. Como para desmentir aquello de que el escritor requiere reposo y soledad para realizarse. Un pariente pregunta, sorprendido: —Martín: Si no tienes ambición de subir más alto, si no perteneces a un partido que te daría honores y ventajas, si te niegas a labrar fortuna al amparo del poder ¿por qué seguir en ese cargo de sacrificio que te depara disgustos y calumnias? He contestado: 84

—Me liga un ideal de patria mejor al Presidente. Entiendo la política como el deber de servir. No puedo abandonar lo emprendido. Hoy llueven palos y sátiras; mañana se reconocerá que gobernamos bien. Es preciso padecer la patria. En tres sesiones consecutivas de Gabinete, me opongo a la reducción de salarios a los obreros de las minas. Quedo solo. El decreto sale reduciendo únicamente los ingresos de los trabajadores, sin tocar a empleados, técnicos ni ejecutivos. Alego que no se puede resolver los problemas de Estado solamente con criterio económico, que es preciso considerar al mismo tiempo lo político-social, el lado humano de las cosas. Fue inútil. Propuse, finalmente, que si la rebaja era indispensable para convertir a las minas del Estado en empresas rentables, por lo menos que ella fuese de carácter general, comprendiendo a ejecutivos, técnicos y empleados. No fui escuchado. El Presidente se mostró disgustado por mi insistencia. Al día siguiente, en la reunión habitual, deslizó lacónico: —No mire usted las cosas desde tan alto. Hay que ser realistas. —Presidente —repuse— juzgo desde mi conciencia. Dos, tres días de tensión. Otra mañana el Conductor desliza: —Varios colegas me ha expresado su desacuerdo con usted por el decreto minero. Les he respondido que esta bien contar entre nosotros a uno que ve más allá de la razón económica. Vuelve la cordialidad. Y con ella más trabajo, más cavilaciones, mayor carga de responsabilidad y de miserias. 90 Salir de la gravedad, de la retórica, del estilo claro y noble, del pensar clásico, del remansado describir; y en lugar de ellos atropellar reglas y cánones, lanzar barbaridades, destripar la instrumentación lingüística, confundir tiempos y extraviar situaciones, en suma: escribir de un modo nuevo, poderoso, anárquico, salvaje. Cada escritor dueño del mundo, de su técnica, de su idioma, de su estilo. Sacudir, desgarrar, destrozar al lector. Es la receta para surgir. La fisión del átomo en la disociación del pensamiento. Comprendió el fenómeno. Hasta se ejercitó en la nueva técnica literaria. Luego rompió esos papeles. Y escogió, libremente, la forma antigua: pensar y expresar con claridad. No alcanzó premios ni grandes tirajes. No llegó a favorito del gran público. "No refleja la realidad de nuestros pueblos —le decía la crítica— y la realidad es lo que él no dice porque carece de sensibilidad social. Toda esta basura, esta mugre, esta miseria en que nos movemos. Le falta, además, audacia para deshacer el lenguaje, inventiva en la construcción, ingenio para desconcertar al lector." El prosiguió escribiendo como dictaba su buen sentido. Veinte años después, desvanecida la moda efímera de los escolopendros literarios, ya nadie compraba libros de los estridentes autores que electrizaban al gran público. Y lentamente, seguramente, el escritor que permaneció fiel a la verdad y a la belleza, recuperó su sitial. Y fue leído por abuelos, padre e hijos. Más todavía, de generación en generación. Porque el carbón se apaga, pero el brillante no amengua sus fulgores. 91 Era un buen mozo, muy atildado en el vestir. Placíanle las comidas sabrosas, vinos refinados, un habano. Buscaba la compañía de personas cultas, distinguidas, acaso para disimular

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su humilde origen. Y como era inteligente, "entrador", asimiló fácilmente costumbres y maneras de la gente de arriba. Sano y fuerte, seguro de sí mismo, metióse a periodista. Escribía con estilo sobrio y colorista. Sabía interesar. Pero allí, en el mundo dinámico de tensiones contrapuestos del periódico, habiendo comenzado de líder natural de obreros y reporteros, fue aproximándose astutamente a redactores, luego a los jefes de sección, hasta convertirse en secretario de redacción. Un paso más: y estaba cerca del Director. Al escalar el último peldaño —hombre de confianza de los aristocráticos dueños de la empresa— despreciando a los antiguos compañeros se volvió su verdugo. Los despreciaba. No era un escritor de vocación, mas comprendiendo que la aureola de literato favorece, publicó unos versos, un tomito de ensayos y hasta un drama. Obras triviales, pero ya era un intelectual. Siguió subiendo. Metióse a político. Cambió de casaca muchas veces. Llegó a ministro y a diplomático. Engañó a muchos, no fue leal a nadie. Y fue afirmando la postura arrogante, el gesto despreciativo, el habla enfática. Esos tonos de gran señor que en el fondo revelan al pobre diablo. Pero en el medio criollo es fácil deslumbrar a las gentes y el advenedizo fue creciendo, creciendo… Al aproximarse al medio siglo era ya un personaje, sin mayor obra sólida, pero personaje al fin porque hacía resonar su nombre en la prensa y en los salones. Dábaselas de donjuan. Gustaba de cuentos chispeantes con las damas y de comentarios insidiosos entre hombres. Leía poco, estudiaba menos, pero con viveza se apoderaba de nombres y hechos: estaba al día. Explotaba hábilmente una información superficial, callaba en los momentos esenciales cuando no podía profundizar la materia. A los ignorantes, hablarles con aplomo, fingiendo saber. A los doctos, seguirlos y saber escucharlos. Esa fue su táctica. Servil con los poderosos, cruel con los de abajo. Pero subía, subía… Repudiado por los políticos, menospreciado por los intelectuales sobre todos los cuales se sentía superior, dióse maneras para imponer su lenguaje fanfarrón, sus posturas de magister. Nadie supo que la escalera de sus triunfos sociales era la pertinaz adulación, que practicaba a solas con el lisonjeado. Sabía excitar la vanidad ajena, y esto le produjo buenos dividendos. Como todos, pasó momentos placenteros y amargos, sobre todo en materia económica. No pudo asentar fortuna. Siempre erguido enguantado, impecable en el atuendo, esperando ser saludado porque no se rebajaba a buscar saludos, se fue ensoberbeciendo hasta creerse por encima de los demás. Obtuvo, aun, otros cargos: asesor de una empresa comercial, subgerente en una industria, director de una revista, situaciones que abandonó por su carácter irascible y despótico. Sólo veía el lado negativo de hombres y hechos. Inteligente aunque no cultivado, comprendía su frustración. Había figurado sin sobresalir. Carecía de obra creadora. Solterón, sin amigos, desdeñoso de círculos y personas, sólo se amaba a sí mismo. Narciso criollo. Viósele, en sus últimos años, cruzar las avenidas altanero, desafiante, engreído. Enemigo del mundo y de las gentes. Apenas cambiaba palabras con los demás; siempre amargas, venenosas. Los ojos negros relampagueaban de desdén. Pero el manequí físico intachable: soberbio y bien compuesto. Detrás de una vitrina no estaría mejor. Cuando murió los memorialistas no sabían qué decir. Desecha la armazón exterior, el pequeño espíritu se vino abajo. 86

Y pasó, a la posteridad, como prototipo del fachadismo inútil. No es el retrato de uno. Es la imagen de muchos que recorren nuestras calles. 92 Un tipo de bigotitos hitlerianos espetó: —Tenemos que matarlo. Otros, más cauto, propuso: —O tomarlo preso y embarcarlo en un avión rumbo a la China. La primera tesis prosperó. Era mejor eliminarlo físicamente. ¿Pero quién se atrevería con el caudillo? De los cuarenta conspiradores reunidos, sólo uno, el más importante, permanecía callado. Cada cual opinó a su turno. Unos lo odiaban de frente, habían sido desdeñado. Otros gozaban de su confianza y no trepidaban en traicionarlo. Dos o tres vacilaban, pero todos coincidían en la envidia al sobresaliente. Cuando alguien expresó que el asesino político era peligroso y que acarrearía consecuencias graves, se le hizo callar manifestando que la presunta víctima había faltado a la Logia. La logia, es decir la suprema razón de os conjurados. El caudillo pertenecía a ella, prometió consultar decisiones principales de gobierno al quinteto que la regía, más empinado al poder, a las pocas semanas procedía por sí solo prescindiendo de logia y quinteto, y esto merecía castigo. Alguno más franco, manifestó: Seamos sinceros. No ha faltado a la Logia porque muchas cosas las consultó y otras las informa cuando por su urgencia de aplicación no tiene tiempo de reunirnos. La verdad es que no nos atiende como esperábamos, en decir: no nos proporciona los cargos ni las oportunidades que requerimos y está formando su propio grupo. Un hombrecito orgulloso vociferó: —No nos lleva el apunte. Gobierna solo. Todos coincidieron en que el caudillo no tardaba en hacerse dictador. Y la decisión final fue unánime: había que salvar a la patria y a la Logia. Cuando se trató de sortear a los victimarios, un conjurado delgado, de faz pálida, se adelantó: —No es necesario el sorteo —dijo— Lo haré yo solo. Varios sonrieron conociéndolo. ¿Tendría el coraje de afrontar al caudillo y eliminarlo frente a frente? El voluntario no era, precisamente, conocido por su valor. Pero al recoger los murmullos desaprobatorios añadió: —¿Acaso se elimina a un enemigo sólo frente a frente? Hay muchos modos de matar. Juro que lo mataré. No. Era mucho hombre el caudillo para que uno solo lo enfrentase. "Ni con fusil de mira telescópica" —anotó un conjurado burlón. Entonces un hombre bajo y fornido sugirió el método ideal: —Que llegue a sus oídos el rumor de que la Logia eligió a uno de sus hombres para eliminarlo. Así tendrá que desconfiar y vigilar a los cuarenta. Cubiertos por el velo que tenderá ese supuesto victimador, en acción unipersonal, otros cinco hombres prepararan y ejecutarán el atentado. 87

Se aprobó así y previniendo que el asesinato se frustrase en la primera tentativa, otro grupo de cinco hombres planearía un segundo atentado. Así el golpe sería seguro. Todos asintieron dirigiendo la mirada al hombre alto, grave, callado, que no abría los labios. Era el jefe de la Logia. Este los miró meditativo. Miró su reloj y dijo lacónico: —Y es tarde. Suspendida la sesión. Su silencio fue más elocuente que las palabras. Esa fue la manera cómo se planeó y se acordó asesinar al caudillo que no se dejaba manejar por la Logia. 93 ¡Qué linda, primorosa se veía la jarrita de plata en la vitrina! Pequeña, abombada, pero el asa tan airosa confería esbeltez y gracia al diminuto objeto. Se diría un juguete. El marido, solícito, se resistía a comprarla. El obsequio era insignificante, valía poco, no estaba a la altura del acontecimiento. Hasta el joyero se ruborizaría. ¿Festejar 30 años de matrimonio con ese modesto regalito, habiendo bellas fuentes de plata, suntuosas ánforas, juegos de cristal, pulseras de oro, anillos deslumbrantes? O un hermoso collar de perlas. El joyero deseoso de realizar una buena venta, el marido llevado de su amor a la cónyuge, se esforzaban por hacer que eligiese un objeto de mayor jerarquía y de precio más elevado. Pero la esposa con suave firmeza se aferró a la jarrita de plata. El marido propuso que escogiera un gran regalo y además la jarrita. Ella se negó: sólo quería el pequeño objeto. Volviendo a la casa, ella ponderaba las virtudes de la jarrita. ¡Era tan bella…! Su perfil cautivante, la base cálida y redondeada como la carita de un niño, el borde graciosamente curvado del vertedero haciendo juego con el asa fina y delicada. Era una criaturita que pedía amor y protección. El se sorprendió del afecto de la esposa al primoroso objeto. De pronto sintió un malestar: como un rayo que duró pocos segundos, una profunda tristeza sin causa lo invadió Se recuperó casi instantáneamente y el júbilo de su mujer se le contagió. Entraron contentos a la casa. La jarrita durmió casi nueve años en el ropero de la señora. Celosamente amada no fue expuesta a otras miradas. Y cuando la esposa se fue en la partida sin regreso, el marido sin saber por qué, como un autómata, cogió la jarrita de plata, la puso al pie de su retrato, y cada mañana cambiaba la rosa que recordaba a la ausente. 94 Desolador, angustioso, desgarrante. Las palabras quedan cortas para expresar la realidad. Esos barrios pobres… Ese hacinamiento de seres humanos… Ese subsistir en el hambre, la suciedad, el abandono. Avanzó por una calleja retorcida y empinada, flanqueada por casuchas miserables. Mujeres en los vanos de las puertas con criaturas en los brazos, lo miraban con ira como preguntándose qué tenía que hacer ese joven elegante entre los pobres. Un niño se cayó y comenzó a llorar. El joven se acercó, lo levantó y le preguntó dónde quería que lo llevase. El infante que no tendía más de cinco años, sangraba ligeramente de la carita lastimada. "Allí" —dijo— señalando la más ruinosa de las casas.

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La puerta estaba abierta. Ingresó a la estancia. Una mujer planchaba con plancha de carbón, rodeada por seis niños el mayor de los cuales no llegaría a los 12 años. Al fondo dos camas, anchas, improvisadas sobre adobes. Una mesa grande. Pocas sillas. Los muros pelados. Ropas colgadas de clavos. Preguntó a la mujer si era suyo el niño. —Déjelo ahí —replicó ésta malhumorada. Los otros chicos se amontonaron gritando. El hermanito estaba herido. El joven creyó oportuno aclarar: —Es cosa ligera, pero está sangrando. Se cayó y se lastimó la carita. La mujer lo miró con rabia: —La sangre se seca sola. Le volteó la espalda y salió a traer más ropa que pendía de un cordel en la calle. Los chicos lo miraban, burlones o indiferentes. Salió del cuarto azorado. La mujer, al entrar, ni siquiera le agradeció que hubiese traído al pequeño. ¿Es que la pobreza mata la sensibilidad o endurece contra la vida? Siguió avanzando. Por las puertas entreabiertas atisbaba escenas análogas: muchos en cuartitos miserables, flacos, desnutridos, vestidos con ropas andrajosas. En los ojos de las mujeres se leían cansancio, desesperación. Tropezó con un anciano y más allá divisó a un hombre que se apoyaba en muletas. Ambos tenían la expresión desdeñosa. Media hora de visita al barrio pobre le bastó para comprender que el averno existe en la tierra. Inmunes a la miseria del contorno, grupos de niños jugaban y reían en la calle. Pero esa noche comerían mal —o no comerían— tiritarían de frío bajo mantas deshilachadas, soportarían al padre ebrio y a la madre irritada. Y esto sucedía en centenares, en miles de casuchas de los barrios pobres que rodean como cinturón abyecto las ciudades opulentas. Indagando volvió a la redacción. ¿Quiénes debían responder por la condición infrahumana en que vivían miles de personas? ¿Era cristiana la sociedad que permitía semejante cosa? Y el gobierno ¿se cruzaba de brazos ante la miseria del pueblo? Describió minuciosamente las características de horror de los barrios pobres. Debía dotarse de viviendas, de camas y mantas, de muebles, de ropas a los desamparados. Combatir la falta de higiene, el hambre, la miseria. Llevar agua potable, pavimento, luz eléctrica, una escuela, una plaza pública, un parque infantil. Sobre todo el alcantarillado para terminar con los muladares que los infectan. Pedía, en suma, todo lo indispensable para un vivir decoroso. El director leyó la crónica. —Esto no saldrá —manifestó terminante—. Es demagógico. Es incitar a las masas famélicas para que se desborden. ¿Acaso nosotros tenemos la culpa de su miseria? —Señor —repuso el joven redactor— ¿y la caridad humana, el espíritu social, el deber de ayudar al prójimo? —Pamplinas. Un caso concreto, podemos denunciarlo. Pero querer solucionar el problema de muchos si no se lo puede financiar, es absurdo. ¿Ha hecho usted números? Si se ayuda a un barrio marginal hay que ayudar a todos. Hay más de doscientas mil personas en esos lugares. ¿Sabe usted lo que representa dar vivienda, alimentación, muebles, ropas, trabajo y todavía 89

servicios públicos a esa muchedumbre? Millones de millones que nadie los tiene para destinarlos a los pobres. Si ellos mismo nada hacen para salir de su miseria ¿qué podemos hacer nosotros? La crónica fue rota. El joven redactor no durmió esa noche. Las villas miseria, los barrios pobres, las pocilgas siguieron creciendo en torno a la urbe. 95 ¡Qué par tipos raros! Ambos locos y reflexivos a la vez. Y no es verdad lo que cuentan las novelas, esas pasiones arrebatadas que terminan en tragedia o en hastío como única forma del amor sensual, cuando en verdad más numerosas son los casos de amores ilícitos largamente reprimidos o que no llegan a consumar su deseo. Y es que la persona humana, aun albergando en sus exterior envoltura la fiera física proclive a los desbordes del instinto, cobija también en el interior, la fuerza moral que lucha desesperadamente contra las inclinaciones malignas. Y son más, mucho más los que se salvan tras denodada lucha consigo mismo, que aquellos que zozobran en el mar agitado del amor prohibido. Sólo que al novelista no le interesan los casos de conciencia —o escasamente— sino aquellos otros en los cuales la persona sucumbe a la tentación de lo vedado. Ese drama silencioso entre la carne que exige y el espíritu que reprime lo soportaron ambos. Roberto, más reflexivo, medía las consecuencias de su falta. Destruir dos hogares, hundir en la corrupción a la mujer amada, perder su prestigio de varón honesto. Luego estaba la esposa que quería a su manera, los hijos inmensamente amados, la adoración de la familia. Todo esto lo perdería si consumaba la unión ilícita que al fin siempre termina en escándalo y reprobación. Y la paz de la conciencia ¿es solamente una frase? No, no es una frase. Es algo esencial que no se puede exponer sin la tortura de las cavilaciones y los remordimientos. Wanda, más ligera, pensaba que su pasión por el cuñado podría llevarse en secreto. Presentía todo lo negativo del adulterio, peor aun: el incesto. Junto a él olvidaba todo, sólo quería pertenecerle; pero en soledad se reprochaba la propia vehemencia. No es fácil convertirse de señora en amante. Luego temía que verificada la posesión el hombre la menospreciara y llegara al cansancio. ¿No era macho al fin? Se comprendían sin palabras. Fue un tácito acuerdo, como que después de aventurarse peligrosamente en la impaciencia de su ardor, resuelven dilatar la entrega recíproca. Ese repliegue prudente les otorgaba una suave sensación de paz: no eran tan malos, aun no estaban pervertidos. Era mejor amarse así: sobreponiéndose al deseo, guardando distancia, porque el misterio de lo desconocido y la lejanía del anhelo conceden un halo sagrado al verdadero amor. Pero la lucha no era fácil. Fiesta familiar: todos alegres, animados. Había un sol en la sala, el protector de la familia, sagaz, conversador, chispeante, siempre bien informado. Repartía estímulos, hacía que cada cual brillara separadamente. Y él gustaba ser buscado, estar rodeado por el afecto y la admiración generales. El pequeño reino hogareño aceptaba su monarquía indiscutible. El otro, el sol menor, brillaba por su sola presencia. La gatita no era muy locuaz, no pretendía ofuscar a las otras mujeres. Le bastaban su belleza, su elegancia, su exquisita femineidad. Hasta se diría que deseaba hacerse perdonar sus atractivos. Tantos, tantísimos encuentros, más nada dejaba traslucir que hubiese entendimiento íntimo entre el sol mayor y el sol menor. Aparentemente cada cual vivía para sí, y a veces, intencionadamente, pero sin la aspereza de los primeros tiempos, ambos practicaban la antigua rivalidad para que todos atestiguaran que entre el jefe de familia y la beldad persistía una beligerancia latente. Explicaba Roberto con claridad y concisión por qué el hombre debe invertir fabulosas sumas y efectuar ingentes esfuerzos en explorar el espacio sideral, cuando sintió que le tocaron el brazo: —¿Me das fuego, por favor? La hermosa cara de acercó a la suya y los ojos resplandecían de júbilo furtivo. Por instante, solo un instante henchido de eternidad, sus miradas se encontraron. —Gracias. 90

La joven se retiró, pero el hombre había leído en los ojos de Wanda. Le pertenecía. Prosiguió la discusión. Rebatió los argumentos contrarios, imponiendo su criterio: la ciencia, la subsistencia de la humanidad, aconsejaban la exploración espacial. Todos asintieron. La estuvo observando con disimulo, sin que nadie advirtiese su interés. Soberbia estampa de mujer. Y era suya, le pertenecía, porque al menor ademán estaba dispuesta a entregarse. El lo sabía. Y la vieja lucha insistente volvió a desenvolverse en su interior. ¿Por qué no la tomaba? No era un indeciso, al contrario: su éxito en la vida lo debía, precisamente, a su carácter firme, arrollador. Todo cuanto quiso lo obtuvo y en materia de mujeres a voluntad. Pocas, pero estupendas. ¿Qué lo contenía, entonces, frente a la gatita que tantas demostraciones hiciera de su amor por él? Era extraño. Veíala bailar ágil y entusiasta. Las líneas plenas y esbeltas de su cuerpo resaltaban en armonioso movimiento, y cuando el impulso mismo de la danza relievaba la pierna femenina avanzando entre las de su pareja como si en un segundo la mujer estuviese entregándose al hombre, ilusión visual frecuentes en el baile, él se estremecía aunque lo hiciese con otro, admirando el cuerpo de la joven que se le antojaban un himno a la entrega bravía, generosa. Porque estaba claro: ella se daba, quería darse. ¿Por qué dilatar indefinidamente el encuentro final? Imaginaba los placeres refinados al poseer el cuerpo largamente deseado, los mil encantos que Wanda guardaba en su belleza plena y arrogante, la pasión delirante que estallaría al tenerla en sus brazos desnuda… Estaba seguro de no ser rechazado: la primita caería cuando él lo decidiera. Pero luego entraba la otra fuerza tensa, la ley moral, el sentido de responsabilidad, acaso orgullo varonil de saber dominarse y no rendirse esclavo al yugo femenino (porque él sabía que una vez ligado carnalmente a la gatita vendría el cautiverio), y la familia autodefensa egoísta de seguir siendo ídolo de la familia, aparentemente intachable. La deseaba ardientemente, como jamás deseara a mujer alguna, pero no la tomaba porque a los cuarenta y cinco, en la plenitud de su existencia, convivían dos seres en su alma: el varón intrépido que arremete contra todas las vallas, libre, despreocupado, y el ser maduro que mide la consecuencia de sus pasos, aquel que conoce los valores relativos y cambiantes de la posesión y del renunciamiento. Una cosa es desear, el juego erótico que enciende el vivir, y otra muy distinta el adulterio consumado que denigra al varón justo y lo convierte de persona honesta en conciencia turbada. La amaba sí, la deseaba intensamente (¿puede, acaso, alguien evitar las evasiones del pensar y de los sentidos?) sabiéndose correspondido. Temía incurrir en la debilidad final que lo llevase al incesto y al derrumbe familiar, porque a veces el deseo lo devoraba como una fiebre altísima; pero bruscamente el volcán se apagaba y regresaba el tiempo bueno de las contemplaciones serenas. El hombre noble vencía sobre el hombre desaforado. Entonces se tranquilizaba a sí mismo; era mejor así, el imposible amor que lo elevaba a sus propios ojos y lo haría más deseable para la mujer amada. Ella no cavilaba mucho. Carente de experiencia sexual, niña en amores, muy lectora de novelas, sentíase acosada por un temor persistente: el de ser abandonada después de la entrega, no tal vez instantáneamente, pero en un lapso cualquiera porque los hombres desembocan en el hastío tras una conquista amorosa y sólo se reaniman para emprender otra. Ella lo quería integro, sólo para ella, y para siempre. Si hubiese tenido certeza de conquistarlo definitivamente, y a habría caído en el lecho culpable. Pero desconfiaba. En el fondo, muy adentro, allí donde rara vez llegan las antenas de la propia reflexión, brotaba el drama subyacente de los orgullos en litigio; cada cual quería conquistar, no ser conquistado. Ella ambicionaba al "chevalier servent", siempre dispuesto a entregarle vida y voluntad. El soñaba con el último amor, donde la mujer elegida adora y se somete íntegramente. Deseo y desconfianza alternaban en ambos. ¡Y era tan bello ese clima de amor tranquilo, cuando a los raptos sensuales sucedían los trances de sereno entendimiento! Como esa vez, en el cine, que apenas se rozaban los dedos. O aquella otra en el banquete, cruzando miradas furtivas. Las llamadas telefónicas —prudentes, distanciadas— llorosa la voz de la mujer, implorante el hombre. Los regalos mínimos para no despertar el recelo de los otros. El libro revelador, la música sugeridora. Cortas misivas escritas a máquina, sin firma, que rápidamente destruían. Un pensamiento expresivo. Una frase feliz. Las pequeñas atenciones matizadas de fina 91

ternura. Una rosa fragante puede trascender lo mismo que un caramelo si se dieron en son de confidencia. ¿Eran seres adultos, eran niños? Todo amor de verdad estalla en candores increíbles. Y es justamente esa atmósfera de puerilidad, la que confiere frescura juvenil a la pasión. Más todavía: a la pasión prohibida, que suele recaer en alardes ingenuos. Imaginativos, ambos soñaban dormidos y despiertos, se confiaban sus experiencias oníricas, creando un mundo de contactos y penetraciones mutuas que, se diría, superaba el mundo real. ¿Terminarían por idealizar a tal punto su amor que la atracción carnal sería sustituida por la fantasía erótica? Pero un apretón de manos, el roce del brazo desnudo, el mirar ansioso les recordaban con punzante estímulo que detrás de los tenues velos del amor ideal se agitaban las lenguas de fuego de una pasión devastadora. Estaban solos. Tenían tiempo. No había peligro. —¿Qué esperamos? —preguntó la joven—. Ya no quiero resistir. —Te he colocado en una urna de cristal —repuso el hombre— y temo romper el cristal. Siguieron paseando y conversando en el parque solitario. Una vez más la ternura sentimental vencía sobre el deseo. 96 Punto, puntos, de relación. Todo anda ligado, todo comunica. No se requiere ser poeta para recoger las incitaciones misteriosas, las ondas mágicas que nos circundan. El dolorido es quien mejor absorbe los mensajes cósmicos. El parpadeo de la estrella. Un gorrión. El árbol quieto. Las rosas que el viento mece. La risa de un niño. Una música que viene de lejos. Todo suscita tumultos en el corazón. Y todo se relaciona enigmáticamente. En la noche cuajada de estrellas miras una, la resplandeciente, que brilla con fulgores extraños. Ignoras su nombre, no miraste el mapa astronómico. Prefieres ignorarlo. Estrella, planeta, mundo distante. ¿Qué será? O fuego, gases, densificaciones siderales. ¿Quién sabe, verdaderamente, lo que puebla el espacio estelar? Lo que imaginan los poetas es imposible: no puede ser que la persona amada, al perecer, se convierta en estrella. Puerilidad. Pero lo evidente es que, desde que Ella se fue, la estrella misteriosa fulge en el nocturno cielo con presencia nueva. No se parece a las otras estrellas. Ni puedes divisarla todas las noches. Su presencia es una de majestad y poderío. Sus luces cambiantes —oro, verde, azul, amatista, turquesa, solferino— se combinan velocísimo, en chispas súbitas que eslabonan un alfabeto singular. No transmiten ideas ni palabras, sino algo que va más allá de palabras y de ideas. El astro hable, incita, establece comunicación. No puedes expresar lo que sucede cuando tú, absorto en las radiaciones luminosas que bajan del punto aurífero, recibes su mensaje indescriptible. Acaso lo respondes con el tumulto de tu corazón. Permaneces mucho tiempo, así, vinculado misteriosamente a esa presencia lejanísima y cercana —persona, astro, mundo, espíritu, milagro al fin— que no sabes si es un juego de la luz o una refracción del sentimiento. La estrella está ahí, en la profunda oscuridad, esparciendo beatitud. Tan pronto inmóvil como un pájaro de oro detenido en la quietud del cielo; tan pronto agitada, palpitante, como si se moviera en un viento de pasiones.

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Por las noches cuando sales a buscar en la estrella lo que los hombres ya no pueden darte —bondad, comprensión, generosidad, esperanza— el astro expide secretas vibraciones: aquello que únicamente él y tú pueden entender. Es la amistad naciente, la que nunca te dará decepciones. Cada noche —aunque unas veces la encuentres y otras no— sales a su encuentro. Buscas el contacto luminoso. Sabes que la estrella buscó aposento en tu corazón y que tú habitas en su chispa de oro. Sí todo comunica. Basta buscar, basta encontrar… Y esa estrella misteriosa que desde aterradoras lejanías telegrafía un mensaje de amor, fue enviada por Ella, la que se fue. La que está regresando siempre. 97 Le costó más de un año preparar cuidadosamente el golpe. Todo fue calculado con precisión matemática. No podía fallar. Y no falló, apesar de las circunstancias imprevistas que aparecen súbitamente en cualquiera empresa humana. Sereno en la gran empresa aurífera servía en ella más de veinte años. Conocía perfectamente los usos, costumbres y métodos de trabajo; las modalidades y rarezas de cada persona; el complejo engranaje del sistema industrial, desde la extracción del mineral hasta su fundición en barras metálicas. Nada escapó a su minuciosa observación, pero él fingía ser un hombre simple, sumergido en su trabajo, al que poco o nada le importaba lo que acontecía en el contorno. Su inteligencia se había afinado hacia adentro, silenciosamente. Parco de palabras, receloso, no se confiaba a nadie. Era taciturno, correcto y servicial, sin permitir que jefes ni intrusos se aproximaran a su intimidad. Las barras de oro que se introducían a la bóveda, debido al sistema de embarques, se acumulaban los viernes desde las cinco de la tarde hasta el lunes a las ocho matinales. Tenía tiempo para realizar su proyecto: penetrar a la bóveda, tomar las barras (cuyo valor pasaba del millón de dólares) y desaparecer con ellas. Todo estaba celosamente previsto. No podía fallar. Y repetimos: no falló. Dió somníferos a los otros tres sereno. Tenía la clave de la caja fuerte. Nadie vendría hasta el relevo a las siete de la mañana, lo que le daba margen de varias horas para operar. El plan se desenvolvió con admirable regularidad. Las llaves cuyos moldes le costaron meses de preparación, para abrir las puertas intermedias, funcionaron bien. La clave de la gran puerta de acero de la cámara blindada (obtenida después de varias tentativas y larguísimo esfuerzo) respondió exactamente a sus previsiones: es poco más de veinte minutos se halló frente a alas barras de oro. Quedó aterrado: eran muchas, muchísimas más de las que se guardaban en otras ocasiones. Posiblemente su valor excedería de cuatro, cinco o diez millones de dólares. Había calculado transportar, él sólo, bastantes barras, pero nunca en número tan cuantioso. ¿Qué hacer? Limitarse a extraer sólo las previstas, equivalía a renunciar a la riqueza diez veces mayor que su suerte le ofrecía. Ahí estaban: severamente alineados en filas rígidas como regimientos en formación. El oro, opaco, parecía muerto; pero cogía una barra, la movía cerca de la luz eléctrica y el metal despedía fulgores inusitados. ¡Qué bellas eran, cuán tentadoras, pidiendo caer todas bajo las ávidas manos del violador de su recinto! El sentido práctico y la codicia lucharon por espacio de varios minutos. Luego se decidió: trasladaría las barras equivalente al primer millón y después vería si tiempo fuerzas le alcanzaban para afrontar con el resto. En hora y media transportó casi 90 barras, aproximadamente el límite de su plan, hasta el túnel cavado a dos metros bajo su cuarto. Y tenía lo buscado. Sólo faltaba cerrar la bóveda, enterrar las llaves falsas y quemar la clave. Luego administrarse el somnífero y caer junto a los otros serenos para dar la sensación de que todos cuatro habían sido drogados para que los presuntos ladrones operasen libremente. 93

Respiró profundamente: era dueño del millón de dólares en oro. Aun tenía tiempo para ultimar detalles que borrasen el más mínimo indicio de su travesía repetida de la bóveda al túnel. Terminada su tarea regresó a la cámara blindada. Arrojó una mirada de despedida a las largas hileras auríferas y se disponía a cerrar la bóveda, cuando un estremecimiento lo sacudió. ¿Qué cosa? No podía ser… Primero un murmullo, luego voces que pedían angustiosas "¡llévanos, llévanos!". Era absurdo. Pero cuanto más miraba a las barras de oro, crecían las voces implorantes: "¡llévanos, llévanos!". Vaciló unos instantes y enseguida modificó el plan inicial: transportaría el inmenso tesoro restante, cuyo volumen le significaría varias horas de intenso trabajo. Calculó: seis horas más de esfuerzos agotadores, pero aun tendría otra media hora para aparentarse dormido y completar el robo. El estupendo plan, al ser modificado, se derrumbó. El último cálculo falló. Al entrar los empleados de la mañana a la empresa, lo encontraron, en mangas de camisa, transportando las barras de oro de la bóveda al túnel en su cuarto. No respondió a ninguna pregunta. Decía solamente: 933 conforme cambiaba de sitio a las barras. Cuando llegó la policía y se sumaron a ella los jefes de Caja, estupefactos por la proeza realizada por un solo hombre, éste seguía contando con mirar extraviado: le faltaban por transportar algo así como 300 barras de oro. Y en vez de ser la cárcel, su última residencia fue el manicomio. 98 Al suspenderse la sesión de Gabinete, el Presidente quedó con su asesor. —¿Se fijó usted en las caras, en los ojos de los ministros? —preguntó. De los 18, sólo 8 son realmente patriotas, honestos y trabajan por el país. Los otros 10… material de relleno o pícaros en pos de ventajas personales. Y con esa mayoría negativa gobernamos. Hablaron de historias, hicieron planes. Era grato alivias la carga cotidiana con el diálogo confidencial. Pero luego tuvo que encerrarse dos horas con los jefes del servicio de seguridad. Mientras el Mandatario seguía firmando títulos de propiedad de tierras para los campesinos, escuchaba la mortífera información de sus dos hombres de confianza. Según ella, había que desconfiar de todos los ministros, menos de seis. Proporcionaron noticias ciertas, falsas o inventadas. Le hicieron conocer rumores y hablillas. Dieron cuentas minuciosa de reuniones políticas y otras, secretas, en las cuales se habrían urdido conspiraciones y motines. Al enseñarle fotografías pornográficas que comprometían a personajes de la oposición, el Jefe del Estado las rechazó sin verlas. "Basura —dijo— yo no combato en esa forma". Prosiguió el denso relato del Ministro de Gobierno que el Jefe del Servicio Secreto confirmaba con movimiento de cabeza o rápidas aclaraciones verbales. Lo de siempre. El Presidente absorbía la corriente caudalosa de las informaciones reservadas que dos veces por semana el encargado del orden público y de la seguridad del gobierno vertían en sus oídos. En el ejército había mar de fondo; dividido en siete grupos, cuatro eran favorables y tres enemigos, pero éstos más decididos y activos que aquellos. Se reveló que altos dirigentes del gobierno se entendían con líderes de la oposición en negocios de contrabando que se protegían desde arriba. Dos altos funcionarios fueron sorprendidos en un embajada vendiendo secretos de Estado: traían las cintas grabadas con la conversación captada. Otras grabaciones descubrían el juego de traidores e infidentes, alguno próximo al Palacio, que pasaban a los adversarios datos reservados en perjuicio del gobierno. Finalmente propuso el ministro la detención de 29 personas como "medida de precaución". —¿Es todo? —preguntó el Mandatario. —Sí señor: es todo. —¿Estás usted seguro? —Señor: nunca le oculté nada. Acabo de informarle todo cuanto sé y cuanto llegó a mi despacho por diversas fuentes. 94

El Presidente siguió firmando papeles tranquilamente y sin alzar la mirada para no desconcertar más al informante, agregó: —¿Y qué sabe usted de una reunión en casa de su cuñado, hace cuatro noches; mejor dicho a las dos de la madrugada, en la cual se planeó apoderarse de la mina por donde pasará el camino estratégico que vamos a construir? Sólo a usted confié este asunto. El Ministro de Gobierno balbuceó: —Señor: yo no asistí a esa reunión… Además, además, es un asunto tan delicado… en realidad, tan secreto… que, que yo pensaba decírselo a usted cuando estuviéramos solos… El Presidente alzó la cabeza y mirando al ministro con esos ojos de puma que revelaban la cólera interior, interrumpió: —Si no confía en el Jefe del Servicio Secreto, cámbielo. Esa misma tarde el Ministro de Gobierno cayó en desgracia. Fue posesionado en su lugar el Jefe del Servicio Secreto a quien, al despedir, dijo el Hombre de Arriba: —Si desea permanecer en este cargo, no se reserve nada para sí. Dos reuniones con campesinos. Tres, por separado, con los jefes de los partidos políticos que respaldaban al gobierno: ¡qué difícil y qué caudales de paciencia para apaciguar celos y contentar, por igual, a los voraces colaboradores! Los incidentes inesperados que debían ser solucionados de inmediato. Los decretos de urgencia que tampoco podían esperar. Manejar las Cámaras desde el despacho presidencial. Frenar a los pedigüeños, recompensar a los leales. Hacer rotar a los descontentos que se tornaban peligrosos. Controlar el inmenso y complejo mecanismo administrativo que, si se lo abandona al juego de influencias encontradas, puede degenerar en grupos aislados de disolución. Todo ello era, si no fácil, al menos materia permeable de vigilancia. Formaba parte de su tarea cotidiana. Pero lo que al hombre que mandaba lo entristecía era el torrente fangoso de calumnias, anónimas, odios, envidias, miserias que lo circundaba. Nadie hablaba bien de nadie. Todos, o casi todos, rivalizaban en dañar a terceros. Y el Presidente tenía que absorber las miasmas que exhalaba el torrente. Un día circuló el rumor de un sucio negociado. Se daban nombres, cifras, intermediarios y datos con apariencia de verdad. Cantidades fabulosas que estremecieron de indignación a los enemigos del gobierno. ¡Cómo, se robaba en esa forma y no había dinero para lo esencial! Se investigó el caso a fondo: el Estado carecía de recursos y las compras investigadas, aisladas e ínfimas, no dejaban indicio de beneficios ilícitos. Pero el gigantesco "globo" duró mucho tiempo, causando grave daño al gobierno, hasta que la pericia de un agente secreto descubrió de dónde había partido el infundio: del partido opositor más enconado. Informado del origen de la grandiosa calumnia, el Presidente ordenó inmediatamente el contragolpe: se urdió una acusación ficticia contra los jefes de ese partido, "demostrando" con documentos y piezas fraguados, que habrían recibido dinero para vender secretos de Estado. Cosa igualmente falsa con toda la apariencia de verdad, que desprestigió largamente al partido opositor. Todo se preparó con tal habilidad, que en las elecciones para renovar las Cámaras, el partido opositor bajó de 10 bancas a 6. "Estamos fundidos" —habría dicho el Jefe Opositor que jamás descubrió de dónde salió la calumnia contra su partido, atribuyéndola a rivalidades con otros grupos opositores. —Estamos mano a mano— comentó lacónicamente el Presidente. El no gustaba de estos métodos repudiables de lucha, pero la pugna política lo obligaba, a veces, a emplearlos. La noche del segundo atentado contra su vida, el Mandatario recibió un aviso telefónico diez minutos antes de abandonar el Palacio: "No baje por San Miguel; en la curva del tercer puente lo aguardan desde la colina dos grupos con ametralladoras cortas que dispararán contra el automóvil presidencial".

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El conductor era valiente. "Se trata de algún bromista o de un adversario que quiere probar nuestros nervios" —comentó, ordenando bajar por San Miguel. Los edecanes se le anticiparon: en cuatro vehículos y bien armados, provistos de reflectores de larga distancia se dirigieron al tercer puente del camino. Uno de ellos cometió la imprudencia de encender un reflector poco antes de alcanzar la colina: al llegar a la meseta, alcanzaron a distinguir dos vehículos que huían a gran velocidad; el rayo de la luz los había alertado y nunca pudieron ser identificados. El aviso se confirmó: se trataba de eliminar al Presidente. Pero también el gobierno, aun en medio de las tristes decepciones y las muchas fatigas, traía compensaciones. Se asentaron el crédito y el prestigio internacionales. La reforma agraria abría nuevos horizontes al campesinado. Surgían caminos, hospitales, escuelas. Ahuyentados los agitadores, el equilibrio social se restablecía. Y los planes de desarrollo —preocupación fundamental del Mandatario— se desenvolvían favorablemente. Las estadísticas y el afecto de los pueblos decían, claramente, que la Nación estaba satisfecha con su Conductor. "El maldito tiene para rato" —expresaba los círculos adversos. "Que dure, que dure siquiera diez años para que el país de levante" —pensaba amigos, independientes, y la mayoría nacional. Hizo más de tres tentativas para organizar un nuevo partido político, constituído principalmente por jóvenes. Fracasó. La teoría irreprochable, de avanzada: principio, estatutos, programas de acción, planes desarrollistas. Mas la lucha sorda entre los presuntos nuevos conductores del flamante partido y los grupos que cada uno de ellos formó, impidieron que la organización se fundara. —Es lamentable —dijo el Presidente— una juventud tan valiosa, talentos nuevos, con todas las condiciones para surgir y no pueden ponerse de acuerdo par avanzar unidos y elegir los líderes que los conduzcan. No se fundó el nuevo partido que contenía, larvado pero divididos, brillantes grupos de dirección. Quiso, el Presidente, que su Gabinete fuese la expresión de las mayorías: eligió un campesino, un obrero, un empleado y un maestro y les confió sendas carteras ministeriales. Pasaron varios meses antes que los flamantes ministros pudieran manejar con soltura sus despachos. Estimulados por la confianza del Mandatario, esforzándose por aprender, llegaron a ser si no los personajes de mayor brillo en el equipo de colaboradores del Presidente, al menos dignatarios laboriosos y correctos. Se empeñaban por superar las deficiencias de su impreparación política y como eran entusiastas, de buena fe, no tardaron en aproximarse al nivel de los viejos estadistas. Los "ministros del pueblo" —como los calificó la prensa— resultaron personas responsables y eficientes. En grado tal que antes de un año, los cuatro exdirigentes sindicales fueron declarados "traidores a las clases populares", porque en vez de continuar, como antes, en la prédica demagógica y las actitudes levantíscas de habían convertido en hombres de Estado. El país ganaba cuatro buenos servidores. El sindicalismo violento y politiquero perdía cuatro agitadores. 99 Los eucaliptos se erguían, muy altos, coronados por las copas cimeras, Cuando el viento las mecía el tejido de sus ramas dialogaba con las nubes en el azul del cielo. El soñador, desde un banco, en el pequeño hemiciclo de la fuente de Neptuno, se sumergía en el deliquio visual. Esos árboles tan elevados y flexibles. La capillita de la Virgen con sus techos rojos. El parque tranquilo y silencioso. Y allí, levantando la vista, los altos y nobles eucaliptos como llamando al cuerpo que los contemplaba. Era tan bello algo indecible que se siente mas no se puede expresar… Entrecerró los ojos y le pareció que por escalas invisibles unos hombrecillos de caperuzas rojas y barbas blancas descendían traviesos desde el arco frondoso de los árboles hasta la arena del parque. Diminutos, activos, iban de un lado a otro, recogiendo quien sabe qué cosa del suelo. 96

Luego trepaban a la cresta de los árboles. Volvían a bajar. Era una corriente continua. Se acordó de los gnomos de los cuentos infantiles. ¿Serían así? Pero éstos hombrecitos no eran materia de sueño, porque los divisaba reales, corporales, recogía el murmullo de sus voces y su ascender y caer por escalas invisibles se repetía con precisión, sin que ningún elemento o escena extraños dislocaran la imagen repetida de su excitado transitar. Se levantó del banco, agachándose hasta ponerse a la altura de los raros visitantes, que no se levantaban más de dos palmos del suelo, y les pidió que lo llevaran en su admirable subida y descenso. ¡Juego maravilloso! También, él, deseaba participar en esas correrías misteriosas, elevarse a las copas encumbradas, volver a tierra, y compartir la búsqueda de las caperuzas rojas. Uno de los hombrecitos reparó en su presencia. Lo miró fijamente, sopló un fueguecillo y de pronto se vió reducido a la estatura de los visitantes: no media más de dos palmos. Sin que nadie lo impulsara, sentió que se elevaba en el aire. Las copas de los árboles le parecían altísimas, lejos, muy lejos. Pero las alcanzó. Desde su cima, el mundo se divisaba aterradoramente distante y pequeñísimo. Pasado el vértigo, gozó la delicia de sentirse mecido por un vientos suave que agitaba dulcemente la enramada. Luego bajó sin prisa, sin sacudidas, tan placenteramente como había subido. En el parque, confundido con los hombrecitos, participó en la extraña búsqueda de materiales que jamás viera: recogían finas hojitas, fragmentos de rocas tibias, partículas extrañas de formas sorprendentes. Después el ascenso y el descenso se sucedían con espacios regulares que pasaban en la cima de los árboles. Sólo que no alcanzaba a comprender los murmullos de las barbas blancas. Curioso suceso: se diría un tropel de hormigas cumpliendo una tarea decisiva, en la cual cada una tenía asignada misión determinada, mas al mismo tiempo cada hombrecito daba la impresión de actuar por su cuenta, laborioso y divertido a la vez. Carecían de jefe, no se escuchaban voces de mando. Se movían simplemente. "Bueno —pensó— todo esto ha sucedido desde que entrecerré los ojos. Los abriré y entonces todo se desvanecerá". Estaba en la cima gloriosa de los eucaliptos, gozando de una dicha que no pueden expresarse las palabras. Detrás del horizonte surtían en oleadas sucesivas paisajes prodigiosos. Intentó abrir los ojos para ver mejor o para despertar de su visión. Pero no pudo. Había caído en el vacío. 100 —Hemos llegado, o estamos llegando al límite —dijo el editor. Sinceramente, hasta creo que ha de estallar el sol. —¿Y eso justifica que sólo quiera usted publicar libros disparatados y escandalosos? —preguntó el escritor. —No; no es que yo vaya contra la moral, ni contra el decir clásico. Reconozco que sus textos son buenos, los hay, de otros, que como los suyos tienen calidad y belleza. Pero no se venden. Y a mí lo que me interesa es vender, ganar dinero. —Usted es más que millonario. ¿Para qué sirve acumular fortuna si usted mismo piensa que todo acabará en catástrofe? —Precisamente: porque presiento que cualquier día el globo estallará y que mis descendientes ya no conocerán goces y placeres de la actual civilización, quiero que ellos y yo agotemos. Yo no acumulo: el dinero me cae irremediablemente. Yo me apresuro a gastarlo… pero cada día cae más. —¿Y no ha pensado en invertirlo en obras altruistas, ayudando a los demás? 97

—Altruismo… ¿Para qué? Nuestro mundo no tiene Dios, mejor dicho: Dios lo abandonó. Lo ha condenado a la extinción. ¿Pero no ve usted todo lo que sucede? Peor que la naturaleza —inundaciones, terremotos, plagas, huracanes— los hombres estamos acosados por las máquinas que hemos creado. Nuestros cerebros se embotaron: ya no podemos nada. Nadie está seguro en las arenas movedizas. Agotamos, pues, los días, meses o años que nos quedan. —Claro: el milenarista, que piensa que el mundo ha de terminar en el año dos mil. Pensaron igual, en la deidad milénica que todo lo destruye, caldeos, romanos, aimáras y medievales. —No sé cómo pensarían otros. Yo creo que antes del dos mil todos seremos destruidos. —Evitar vivir el presente, con sus terribles conflictos, es evadir un futuro problemático. Lanzó una risa desafiante el editor: —Es que yo tengo olfato especial. Adivino lo que vendrá. Todo se derrumba. Ya nada puede salvar a esta humanidad decadente. —¿Y no cree usted haber contribuido a esa decadencia, a esa quiebra de los valores, con su amor desmedido al dinero, su actividad propagadora de la pornografía y el escándalo? El hombre alzó los hombros despectivo: —El público pide sexo, crimen, exasperación. Yo se los doy. El escritor, a su vez, se indignó: —Y esos niños que no tienen qué comer, esos padres sin trabajo, esas escuelas sin bancas, esa miseria que rodea y toca en vano a las puertas de la opulencia ¿nada le dicen? —¡Oh, oh! Yo no nací para gobernante ni para filántropo. Los que mandan deben responder por la sociedad mal organizada. —Pero usted vive de esa sociedad, usufructúa sus beneficios, y no se siente obligado con ella. Sólo le interesan usted mismo y los suyos. ¡El mundo que reviente! —Se equivoca. Yo no quiero que reviente el mundo porque me aniquilará su fin; pero el mundo reventará casi por una ley física: ha crecido tanto y los hombres andan tan confusos y escépticos que bueno: parece que todos debemos perecer… —Esa probabilidad de aniquilamiento ¿autoriza la quiebra de los valores establecidos, que cada cual pueda hacer lo que se le antoje? —Naturalmente. El espíritu del hombre es curioso por naturaleza. Si sabemos que todo se irá al diablo ¿por qué no intentar conocer lo malo y lo prohibido? —Un paso más y es la barbarie… —¿No somos, acaso, ya bárbaros? Dios, moral, sociedad, familia, patria, deberes, existen para pocos. Al liberar al átomo no hemos liberado nosotros. El escritor compungido: —Si los que dirigen, como usted, piensan así, nada se puede exigir a los demás. El editor, suficiente: —Hoy nadie puede exigir a nadie. Nos decimos civilizados y en el fondo somos anárquicos. —Esa avidez de apetitos, ese desenfreno en la conducta, llevan a Satán.

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—¡Bah, bah! Pamplinas. Ni Dios ni Satán existen; figurones de las mentes débiles para esconder su miedo ante este mundo de fuerzas y presiones insólitas que nos acosa. El escritor sonríe: —¿Qué ocurre? —preguntó el otro. —Nada, no es nada. Por un segundo, me pareció que era usted un saco de lona cargado de monedas de oro que se escurrían una por una hasta dejarlo desinflado. No sé si fue cosa de Dios, de Satán o de la Nada que lo circunda. 101 Soy sólo una ruedecilla del torbellino; sin embargo por paradojal que aparente, he contribuido a definir situaciones difíciles. Haces, eres movido: entre ambas actitudes contradictorias transcurrimos. Te sientes importante: el brillo abrasador de la grandeza del universo te reduce a la nada. Deploras lo fútil de tu hacer, y de pronto la visión sacramental de la realidad te convierte de hormiga en águila. Grandeza y miseria de la inteligencia: estamos flaqueados por el Arcángel invicto y por el Querubín expulsado. Desconfío de los pensadores que pretenden clasificar en órdenes separados y opuestos al ser de meditación y al hombre de acción. ¿No es el meditar una acción, no es la acción un meditar? Y aquello de que político y escritor se anulan recíprocamente, falso. Salvando la excepción del genio, pocas veces el intelectual de talento raya en política de vuelo, ni se da con frecuencia el caso del hombre de acción que llegue a gran escritor, pero es posible —aunque raro— que ambos corran paralelos sin causarse daño no aminorarse. Es el atardecer de la vida. Debo elegir la ruta final. Ya la elegí: los libros. Ellos son mi verdadero y mayor campo de acción. Sabré desasirme de las ligaduras políticas. Temporalmente aspiro a ser Martín Lucero, el humanista cristiano extraviado en la política. Por pocos comprendido, por muchos calumniado. Sigo a su lado. Lo colaboro con lealtad y energías. Mido todo lo noble y grandes que reside en su alma. Pero me asalta una duda: ¿no habrá nacido bajo un signo trágico, apesar de su buena estrella? Se expone innecesariamente, ama el peligro, lo busca, lo desafía. Tiene visión rápida y profunda de los hechos que afrontará. Maneja hombres y problemas con destreza. De pronto le sobrevienen desmayos de la voluntad, cambios insólitos, e incurre en aquello que no debe hacer, paralizando o deshaciendo un eficaz movimiento anterior. En cierto sentido, aunque esto es lo excepcional, se presenta enemigo de sí mismo. No alcanzo a comprender su estilo individual, en el sentido metafísico de la persona que opera con el mundo y se transforma en tanto rueda con él. Me apenan los últimos acontecimientos. Verdad que existían condiciones adversas —técnicas, políticas de organización— más todas superadas. El General optó por una solución desproporcionada y peligrosa: quiso renunciar a la Presidencia. Me opuse a su decisión. Otros desacuerdo posterior estuvo a punto de alejarme del gobierno. Critiqué, aún, cosas menores pero significativas. Pude disuadirlo de la renuncia. Y recuerdo las frases finales de la tensa entrevista: —Usted es el prisionero del destino —le dije— y se debe al pueblo. No puede incurrir en maniobras pueriles. —Bueno, bueno —replicó— ya está todo aclarado. (Luego sonriente, otra vez cordial, agregó) ¿Sabe usted que estas discusiones, mejor dicho estos desfogues nos convienen? Así vemos más claro después.

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Posee grandes virtudes y también defectos. Predomina en su espíritu el sentimiento sobre la razón. Por lo general actúa acertadamente, pero le sobrevienen crisis de desconfianza, en las cuales desconfía de todos y para salir de ellas opta por la salida más difícil, casi heroica, desorientando a la opinión y colocándose él mismo en posición embarazosa. Al final recupera el buen sentido y ayudado por una estrella afortunada, endereza la ruta equívoca y sale adelante. Tiene todas las cartas del triunfo en sus manos… y a veces da la sensación de que desea perder la partida. O es tan ducho que no engaña a todos, haciéndonos pensar en soluciones imaginarias. ¿Está despertando en su alma el dictador? Para las grandes cuestiones de Estado, sereno y lúcido; en los asuntos triviales no quiere contradicciones, es tornadizo, escucha a todos y finalmente se libra de todos. Es un conductor extraño: él mismo crea sus propios centros de tormenta y complica su marcha política, pero sabe desenredar la madeja con destreza increíble. Patriota, generoso, magnánimo, se hace perdonar los yerros pasajeros por un irresistible don de simpatía. El gobierno trabaja esforzadamente, la Nación se levanta, pero después de tantas fatigas persisten el divisionismo interno y el descontento que disocian la sociedad nacional. —Formar las conciencias, es más importante que organizar el país— ha dicho el General. Es en el país de los eternos descontentos, donde nadie reconoce mérito a nadie. En tres años de trabajo incesante —estamos redondeando una labor positiva— sólo recojo ataques, pullas, silencios intencionados: nunca palabras de aprobación. Martín Lucero es el peñón donde todos se estrellan. Muchos meses como muchas vidas. Si se pudiera contar todo lo visto y entrevisto en Palacio ¡qué novela estupenda saldría! Dostoiewski se quedó corto: existen personajes más abyectos, dramáticos y desconcertantes que los suyos. Y las situaciones mudan aceleradamente hacia soluciones inesperadas que ni el genio maquiavélico habría previsto. De pronto, en las tinieblas, rayos de luz: unos cuantos patriotas, austeros y eficaces; sobre éstos descansa la conducción del país mientras la grande mayoría de quienes deberían responder con análoga nobleza, se entrega al festín de las pasiones. Pero hay dos circunstancias que peraltan la existencia. Una cuando curvado la máquina de escribir escruto el universo con mi mente y eslabono en pensamientos y en imágenes mi comprensión filosófica y poética del mundo. La otra los diálogos con mi mujer, ricos de ternura y de revelaciones, porque en ella se espiritualiza la vida conyugal. Aunque en modo menor, me acosan las inquietudes conciénciales del solitario de YasnaiaPoliana: ¿sólo soy un creyente o profeso mi religión? ¿Uno, dos, tres, cuatro, cinco hombres en uno? ¡Qué distancias del padre de familia al artista, al político, al hombre activo, al ser de las profundidades insondables! ¿Soy egoísta en mi retiro privado y en mi arte, o mis desvelos por el bien público, amigos y parientes me redimen del retraimiento inherente al escritor? ¿Más un meditador o más un hombre de acción? ¿Estuve siempre con las buenas causas o me equivoqué apoyando, a veces las erradas? Como hombre de hogar, sólo dicha. Como político, sólo desencantos. ¿Fue mejor el camino que sube o el que hace padecer? Cada vez que publiqué un libro lauros y palos: grandeza y miseria de la literatura. ¡Cómo se daban de bruces patria, justicia, verdad y lo posible en mi conciencia! Busqué siempre la línea recta, sin poder evitar los naturales desvíos que forjan las circunstancias. Aprendiz en el juego de la vida, me mantuve a humanista en las letras y en política. No soy irreprochable: nadie lo es. Seguramente mis defectos exceden a mis virtudes, pero no supe odiar ni cobrar agravios. ¿Un espíritu creador, o sólo una hormiga laboriosa, constructiva, que no se detiene nunca? Ni santo ni guerrero, he sido un luchador que no pedía recompensa. Remontaba la línea del medio siglo sigo preguntando al destino si es menor pensar u obrar, producir en soledad o compartir con las muchedumbres, el ciudadano o el artista. Los grandes entusiasmos, las extenuadoras fatigas ¿tienen un sentido? O habría sido más sagaz seguir al filósofo chino que mira con irónica serenidad las cosas regulando discretamente su vida. Es difícil conocerse, más juzgarse. Una voz interior susurra: —sigue caminando. El resto no importa.

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102 Paseaban al atardecer, como era habitual en ellos, el viejo y el joven, admirando el paisaje y deleitándose en el diálogo. Uno de ceño grave y expresión adusta, como de hombre que ha visto y padecido mucho. El otro anheloso, sonriente, ávido de conocerlo todo. Una extraña afinidad los unía. Disfrutando del placer de enseñar el mayor, abierto y receptivo el joven, discutían la posibilidad de existencia física de seres angélicos y malignos en el mundo terreno. —Existen —afirmó el viejo— pero muy rara vez se manifiestan, porque no estamos preparados para verlos. —No creo—replicó el joven— porque nunca los vi, a no ser en los cuentos de hadas y fantasmas. En ese instante, brotando de una loma cercana, apareció un ala blanca, sola, deslumbrante, ceñida por una fimbria de oro y negro. Se aproximó lentamente, silenciosa, y se detuvo frente a ellos. Era fascinador y pavoroso al mismo tiempo: estaba ahí, al alcance de la mano, como suspendida en el aire, moviéndose apenas, llena de vida y vibración, como si fuese un ser que deseaba participar en la discusión. Pero el viejo y el joven, mudos de estupor, sólo atinaban a ver la sobrenatural aparición. Y el ala no tenía cuerpo, cabeza, extremidades, ni siquiera otra ala que formara pareja con ella. Parecía respirar sutilísimamente. Era algo animal, en parte, y en parte algo extraño, inverosímil, etéreo y sombrío a la vez. De pronto se hinchó como si fuese a estallar. El joven dió grito y al clamor de su voz el ala se desvaneció en el aire. —¡No quiero saber nada de magia ni de seres de otros mundos!— gritó el joven asustado. —Yo no la llamé —contestó el viejo—. Viene cuando ella quiere. —. Viene cuando ella quiere. 103 La conspiración seguía su camino, entrecruzada con otras tres, cuatro o cinco conspiraciones que no se conectaban unas a otras, pero que avanzaban, cada cual por su propio cauce; y la otra, la mayor y más peligrosa, aprovechaba los errores y las imprudencias de las conspiraciones menores para disimularse detrás de ellas. Estas, las secundarias, eran celosamente vigiladas por los agentes gubernamentales insertados en sus filas; pero la otra, la más peligrosa, avanzaba por aguas submarinas, tranquilamente, sin que se advirtiera al temible cetáceo. Dentro de la Logia que acordara la eliminación física del General había ministros, altos jefes, personas que pasaban por amigos muy próximos, en fin: un conjunto impresionante de hombres de su confianza. La traición brotaba de adentro y el mismo Presidente, a pesar de su penetración, se cuidaba de unos pocos a los que suponía adversos pero confiaba en la mayoría de los conspiradores que cobardemente se volvían más lisonjeros y serviciales cuanto más avanzaba la conspiración. Uno de ellos, vacilando, quiso dar pie atrás. —¿No has leído la historia de Roma? —le preguntó uno de los artífices de la traición. Bruto fue más grande que César, a quién asesinó porque el dictador ahogaba la libertad. Y el General ¿no es dictador? ¡Pues debe morir! Otro, más joven, manifestó su extrañeza porque el jefe que encabezaba la conspiración nunca se pronunciaba en los acuerdos finales. Oía solamente, asistía a las reuniones y daba la impresión de evadirse. No se comprometía. Le fue aclarado: —El jefe es muy astuto. No se pronuncia en las reuniones porque desconfía de los delatores. Así, cuando es interrogado, puede jurar que él no ha tomado parte en ningún acto conspirativo. Actuará después.

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—¿Después que haya muerto el Presidente? —Si —dijo el informante— nuestro jefe es medio cobardón. Actuará sólo cuando el otro haya desaparecido. En política más vale ser astuto, inteligente, que valeroso. Ya se verá cómo el jefe termina con el héroe. (La palabra "héroe" fue dicha con acento desdeñoso). El General era, desde hacía dos años, Presidente Constitucional de la República. Vendiendo por 700.000 votos contra 225.000 de los opositores unidos, contaba con el respaldo del pueblo. Y gobernaba bien: enérgico, lleno de iniciativas, impulsando a la par la formación moral de los ciudadanos (en especial de los campesinos) y el desarrollo económico. Esto, lejos de aplacar, exacerbó el odio de los conspiradores. Había que terminar con el caudillaje militar y popular que cada día ganaba más simpatías en la opinión pública. Entre los conjurados, muchos se brindaron para victimar al Presidente; sólo dos demostraron coraje, firmeza y sangre fría en las pruebas a las que fueron sometidos. El primer atentado debió realizarse durante un vuelo corto. El General manejaría el avión y llevaría sólo tres acompañantes, uno de ellos el conspirador que debía asesinarlo. Una hora antes de emprender el vuelo, el Presidente fue informado por un misterioso aviso telefónico del atentado. Valiente, seguro de sí mismo, no quiso armarse de una pistola. Inició el vuelo. El conspirador iba atrás con un edecán y el General adelante con otro oficial. Después de veinte minutos de vuelo, el Presidente invitan al conspirador a ocupar el asiento delantero. —Venga usted; de aquí veremos mejor todo. El otro, que no se había animado a victimar por la espalda al General, obedeció. Mejor así: luego de disparar tres tiros sobre el Presidente, a quemarropa, podría volverse a dominar a sus dos edecanes. Después de breves minutos de charla, señalando ríos y prominencias, el General dijo al conspirador: —Entregue usted su pistolita a mi edecán. El aludido miró estupefacto al Presidente: —Señor… —balbuceó— no tengo ninguna pistola… El Presidente repitió la orden: —Entregue usted la pistolita. Y lo miró con ojos llameantes, imperativos. El conspirador se puso pálido. Miró a los edecanes, que vigilaban sus movimientos y se sintió perdido. —Mi General —contestó— usted dijo que íbamos a cazar— y yo… yo, bueno… creí que mi pistola serviría de algo… El Presidente, viéndolo vencido, se limitó a reír. —Se caza con las escopetas que llevamos atrás, no con armas minúsculas. El otro, tembloroso, entregó la pistola al Presidente. Este la miró, avaluó su poder mortífero como entendido en balística y metiéndosela al bolsillo de la chamarra comentó: 102

—Mejor me la guardaré como recuerdo de algo que no sucedió. Luego, brusco, al edecán: —Registre al amigo y sáquele el cuchillo que debe llevar por algún lado. El conspirador traspiraba de miedo. Le fue extraído un duro y filoso cuchillo. Además un frasquito muy pequeño con dos píldoras. El Presidente se rió jovialmente: —Pistola, cuchillo y veneno si fallaba el atentado. Todo completo. Ahora se va a tomar usted las pildoritas. El conspirador, aterrado, comenzó a sollozar: —Perdón, mi General, he sido engañado. Hágame fusilar, pero no quiero tomar el veneno. El Presidente, magnánimo, palmeó en el hombro a su presunto victimador: —Tranquilícese, hombre, no pasará nadas. Lo perdono. Ahora vaya a decir a quienes lo mandaron que a mí no se me mata con pistola, con cuchillo ni con veneno. Vencido por el valor y la nobleza del General, el conspirador se convirtió en un leal adicto. Con el segundo elegido para matarlo fue distinto. Era un hombre resuelto, adusto, movido por profundo encono. Odiaba al Presidente por motivos personales y estaba dispuesto a exponer su vida con tal de victimarlo. Fuerte y ágil, había estudiado cuidadosamente el atentado. Era un ex -militar que formaba parte de la guardia civil del Presidente. Callado, activo, durante meses sobresalió por su dinamismo y su poder de iniciativa. Era casi un hombre de confianza, pero un extraño sexto sentido hacía que el General no se confiara del todo al hombre. Cumplía escrupulosamente lo que se le encomendaba y así pudo ganarse el respeto de todos. "El mejor de los agentes civiles del Palacio", lo había calificado el ministro de Gobierno. Una noche, después de la sesión agitada del Gabinete, el Presidente, adelantándose a sus edecanes, bajaba presuroso las gradas del Palacio. Tenía un compromiso urgente para comer y andaba retrasado. De pronto sintió que alguien se le aproximaba con rapidez. Apenas tuvo tiempo de volverse y con puño hercúleo detuvo la mano del agresor que intentaba clavarle un afilado puñal en la cintura. El ex-militar era muy fuerte, rápido en sus reflejos musculares, pero el General lo fue más y doblando el brazo de su agresor dijo sereno: —Te olvidaste que en el Colegio Militar ya te vencí una vez. Ahora atacas por la espalda, cobarde. Los edecanes que acudieron en tumulto apresaron al hombre quisieron agredirlo. El Presidente lo defendió: —¡No lo toquen! —ordenó imperativo—. Mañana será entregado a la justicia ordinaria. El segundo fracaso de su hombre más decidido, obligó a los conspiradores a modificar sus planes. El atentado debía ser realizado de cierta distancia para evitar la reacción de la víctima y perpetrarse por un grupo de hombres, ya que uno solo resultaba insuficiente para afrontarlo. El gobierno constitucional se iba afianzado. Renacía la confianza. Retornaban capitales emigrados al país y acudían las inversiones del exterior. El General tenía en un puño a los partidos gobernantes y con el otro mantenía a raya a los opositores. Frenaba la anarquía sindical, ganaba gradualmente el apoyo de obreros y campesinos. Cada viaje al interior del país, cada visita a una fábrica, significaban sendos triunfos para su magnética personalidad. 103

Se va afirmando —decían los conspiradores. Hay que eliminarlo antes que sea demasiado tarde. Al entrar el tercer año de gobierno, el General había impuesto sus planes de desarrollo: siderurgia, petróleo, caminos troncales, modernización de la vías aéreas y ferrocarriles, educación rural, electrificación, adecuación de las FF.AA. a las tareas del desarrollo. Industria y comercio acrecentaba sus actividades. Prosperaban las ciudades y la Nación comenzaba a integrarse merced a una planificación concertada que impulsaba el desenvolvimiento de las zonas geográficas, creando polos económicos por todo el territorio. El General había dado tres años de estabilidad política al país. Sobrevino entonces la invasión de grupos guerrilleros extranjeros, preparados y mantenidos por potencias de izquierda. Los primeros días cundió el pánico. El único sereno era el Presidente; "los aplastaremos en pocos meses" —profetizó. Y debido a su extraordinario conocimiento del terreno, a sus dotes militares y a la confianza que infundía al pueblo, organizó la defensa nacional con tal energía y habilidad que efectivamente, en pocos meses, aniquiló a los invasores. Naturalmente su prestigio acreció en forma considerable. "La política ¿no es el arte de resolver problemas? —repetía el Presidente; pues afrontemos todo sin miedo y sin descanso". La oposición, y los descontentos entre sus propios partidarios, fomentaban crítica y acusaciones. Pero ya el Mandatario se embarcaba en nuevos esfuerzos: quería reformar los códigos vigentes, hacer navegables los ríos del noreste, crear universidades agrarias, y construía, laboriosamente, la nueva teoría política de un nacionalismo desarrollista y revolucionario par despertar a las masas. En la reunión secreta de los complotados se analizaron ambos fracasos y la creciente popularidad del Mandatario. —Al paso que van las cosas —expresó el genio político de la conspiración— el General terminará los 4 años del periodo constitucional. No llamará a elecciones: el pueblo lo reelegirá por aclamación. Esto supone que todos los que no estamos con él (aunque finjamos estarlo momentáneamente) seremos eliminados por largo tiempo. Y esto no puede ser. Hay que terminar con el dictador. —¡Pero qué dictador —objetó alguien—si hay más libertad que nunca! Estoy de acuerdo en que lo bajemos, mas la verdad es la verdad! Hay cámaras, tienen vigencia los partidos, la prensa dice lo que se le antoja, nosotros conspiramos oculta y abiertamente. Lo interrumpió otro de los conjurados: —¿Usted es adversario o amigo del General? —Soy su enemigo, porque me negó una embajada a la que juzgo tenía derecho. Y repito: hay que bajarlo! Pero me pregunto: ¿por qué algunos de los presentes siguen sirviéndolo y en forma servil? Se oyeron voces de protesta. Gritos airados. Al fin otro dijo: —Cuestión de táctica. Si no estuviéramos a su lado, no se podría preparar bien el golpe. Después de corta deliberación, se acordó que el atentado se realizaría por un grupo de seis personas y desde lejos. Otro equipo de veintidós, distribuidos en puestos claves, controlaría las disposiciones previas para su eficaz ejecución. Los dos jefes de los principales partidos de oposición, el Verde y el Azul, jugaban como de costumbre a dos cartas: próximos al Gobierno y conspirando con la oposición. Si el Presidente los llamaba o los tomaba en cuenta para la renovación presidencial, abandonarían su puesto en el complot; si no se los invitaba, seguirían conspirando. Se desconfiaba de ambos, de modo que el plan secreto y los detalles del golpe sólo fueron conocidos por un reducido grupo de militares y civiles no vinculados a partidos políticos. 104

El Presidente llegó a conocer los trajines de los conjurados. Su jefe visible, un militar retirado, era vigilado por os organismos de seguridad; pero más peligroso era el otro, el jefe invisible, ministro en el gabinete presidencial. Un mañana, despachando asuntos de rutina, el Mandatario encaró al ministro desleal: —Supe de una reunión nocturna en la cual se propuso mi eliminación. Usted asistió a ella. Pálido y nervioso el aludido se apresuró a explicar: —Mi General… juro por, por mis hijos… que yo… yo no voté por su eliminación… asistí solamente para… informarle a usted lo que pasaba. —Cierto —repuso el Presidente—usted siempre calla. Pero hay silencios que matan. ¿Por qué no los hizo arrestar? Luego la información suya fue muy vaga: la semana pasada me expresó que se conspiraba, que había descontento en el ejército y en los partidos. Ahora yo puedo informarle a usted quiénes asistieron a la reunión, todo lo que en ella se dijo, y cuáles fueron los más exaltados. —Señor —balbuceó el conspirador, aterrado por la serenidad del hombre a quien envidiaba, odiaba y admiraba al mismo tiempo— le aseguro que estoy con usted. Nunca más volveré a asistir a reuniones de los opositores…Lo juro… Nunca más. A raíz de ese diálogo se produjo una severa depuración en el grupo de los complotados, eliminándose a dos personas que eran, precisamente, las que informaron al Mandatario. La conjura prosiguió pero el General no tuvo ya información directa acerca de su desarrollo. Cuando un amigo le expresó la inminencia del atentado, dada la desesperación de sus adversarios, el Presidente contestó: —¿Y qué Jefe de Estado puede dormir tranquilo en estos tiempos? Si Kennedy, conductor de la nación más poderosa del mundo, es asesinado por norteamericanos en pleno día ¿qué podemos esperar los presidentes de países pequeños? Además no sé por qué ese miedo a perecer. La muerte es parte de la vida. Tiene que suceder. ¿Qué más da morir en la cama o por un tiro? Y con magnífica indiferencia siguió gobernando sin prestar mayor importancia a los conspiradores. Ese fue su error. Apresando o deportando a unos pocos el complot habría sido aplastado. Pero el destino tenía dispuesta otra salida y el mismo General con su exceso de coraje y su menosprecio de los adversarios hacía el juego del destino. La sombra de César se cernía en las reuniones de los conjurados. Pero no había ninguna otra sombra que evocara la grandeza de Marco Junio Bruto. 104 ¿Qué le ocurría, finalmente? Ella amaba locamente al cuñado. Tenía raptos de furor en los cuales hallábase dispuesta a jugarlo todo por él. Conocía su dominio sobre el hombre: podrían fugarse para rehacer sus vidas en un país lejano. Luego la desesperación pasaba y el lúcido análisis la volvía a la realidad. No es que fuera débil, indecisa, pero esta vez era distinto. Ni amor platónico en parte ni arrebato sensual en otra. Deseaba físicamente al varón, pero había algo más: adoraba su inteligencia despierta, su fuerte voluntad, su simpatía innata de mundano. Ese conjunto inextricable de cualidades físicas y maneras del ser que constituyen la personalidad. ¡El, solo él! No podía ser otro. Entonces reflexionaba que al arrastrarlo al abismo carnal lo derribaría de su pedestal de hombre superior. El orgullo de la familia pasaría a ser sólo un adúltero, un réprobo. Dejaría de ser admirado por las mujeres y envidiado por los hombres. Y ella, ella sería su destructora… (Rodaban lágrimas por sus mejillas) ¿Lo amaba más allá del deseo y de la posesión? Ella tenía conciencia de su belleza y su poderío: la hembra magnífica no vacilaba ante los hombres, pero ahora sentíase indefensa, vencida tal vez, porque más allá de la atracción erótica un extraño respeto mezclado de temor subía en su alma por el varón prohibido.

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Otras veces la acosaban los remordimientos. Su marido era tan bueno, tan digno ¿merecía acaso ser traicionado? Sus tiernos niños ¿debían soportar el oprobio de una madre indigna? Sus viejos padres se avergonzarían por ella. Ya no podría mirar de frente a la querida y bondadosa Raimunda que era, al mismo tiempo, su mejor amiga. ¿Por qué tendría que separarlas el mismo hombre que en realidad sólo pertenecía a una de ellas, a su esposa? Otra duda la invadía: si se entregara ¿no cedería el interés varonil? Hay tanta distancia de la amada ideal, inaccesible, a la querida… Entonces ya no la pasión, ni las vallas morales, ni el deseo ni la conciencia la torturaban: sólo se trataba de orgullo, buscaba la ciega admiración del varón elegido. En esos raptos de soberbia pensaba mejor mantenerse inasequible: que nadie se apoderase de su cuerpo ni dominara su alma. Y lentamente, insensiblemente, comenzó a crecer el odio contra el hombre que había turbado su equilibrio interior. Roberto no se dió cuenta, al principio, de lo que sucedía a la gatita. Con pretextos razonables eludía los encuentros. No faltaban sonrisas, palabras fugitivas, mas no tardó en comprender que la muchacha lo evitaba. Buscó una explicación pero ella evadía el encuentro. Cuanto más esquiva la mujer, más apremiante y angustiado el hombre. ¿Por qué no la tomaría cuando ella deliraba por entregarse? ¡Malditos escrúpulos, maldita caballerosidad, estúpidos recatos sociales! Al comprobar el alejamiento de Wanda la pasión se avivó volcánica: la deseaba furiosamente. Lo arriesgaría todo por tenerla. Intentó mil tretas para arrastrarla a la caída; la joven no cayó. Respondía burlona o fría según fuese se estado de ánimo. El hombre comprendió que perdía la partida: había dilatado tanto el juego amoroso, que el objeto de su gran pasión se desvanecía para siempre. ¡No, de ninguna manera! Perdería la posesión física, el cuerpo anhelado, pero ella, la gata embrujadora, seguiría siendo la suprema pasión de su vida. La deseaba ardientemente, con el cuerpo y con el alma, avivándose el fuego del deseo cuando encontraba más esquiva. Enigma, el femenino, incomprensible para el varón habituado a vencer. ¿Qué le ocurría? Se había comportado noble, generosos con ella. La tuvo literalmente en su poder. Dilató la entrega: ese era su error. Le dió trato de diosa cuando sólo resultaba una hembra de apetitos. Pero la joven parecía sincera en su nueva actitud: no lo provocaba, no le daba celos, evitaba otros galanteos. ¿O sufría por su causa? Más de pronto sorprendía rayos de cólera en su mirada: ¿es que lo odiaba? Imposible, si le había confesado su amor… ¡Al diablo con la muchacha! Se pensaba única, inabordable y era solo una mujercita despechada. La olvidaría. Semanas de incertidumbre. No podía encontrarla sola. Y la pasión es cosa tan extraña, tan fuera de la lógica que bruscamente los papeles se invirtieron: subió en el hombre un rencor sordo no por disimulado menos intenso contra la mujer, y en ésta el odio se fue desvaneciendo hasta concluir en afecto y admiración por el amante presunto al cual siguió evitando. ¿Puede llamarse pasión, siquiera amor un sentimiento que se puede reprimir? No es que lo hubiesen acordado en mutua inteligencia, pero sucedió que a poco, como si ambos comprendieran el respeto debido a la sociedad y la responsabilidad moral que los ataba a sus respectivas familias, o acaso habiendo reflexionando sobre el daño que les habría causado llevar la recíproca atracción hasta el final, decidieron librarse del peligro. Era como si cada cual se hubiese planteado: "nunca lo amé, nunca estuve enamorado". Y la vida volvió a su cauce sin que nadie sospechara la tormenta larga y sostenida de la cual salían desencantados pero serenos ambos cuñados. Y no es que se hubieran olvidado mutuamente, ni tampoco que dejaran de interesarse el uno en el otro; sino que la fuerza de voluntad del hombre y el orgullo de la mujer deban la sensación de haberse sobrepuesto al fuego interno. Volvieron a ser los de antes: el varón fuerte, dominante, de singular atractivo, que todos admiraban y la mujer hermosa, inasequible, deseada y respetada por todos. Un día, conversando tranquilamente —hablaban de política— él deslizó un juicio sincero: —Renunciar es más difícil que obtener lo que se busca. 106

Risas, murmullos. Súbitamente una voz femenina inquirió: —¿También en el amor? —Con mayor razón en el amor, donde se juega todo, en tanto en política uno expone sólo aquello que cree debe exponer. La gatita escuchaba sin intervenir en la discusión. Siguió el cambio de ideas. Otra voz femenina interrumpió al orador: —¿En lo pasional, renunciar no es cobardía? —De ninguna manera. En el amor lícito, es otra cosa, pero en el amor prohibido renunciar equivale al triunfo de la moral sobre los instintos. —Para mí un hombre que renuncia a su pasión —dijo una dama divorciada— es un cobarde o un tímido. —Juicio suyo —repuso Roberto—. Conozco hombre valerosos, de gran carácter, que renunciaron no por cobardía ni timidez, sino porque la prudencia y el sentido ético los indujeron a no destrozar vida arruinando la propia. —La verdadera pasión arrasa con todo… —Ahí está la debilidad. Los fuertes la resisten, la dominan y se salvan. "La pasión es un extravío de la mente, un desborde de los sentidos" —comentaron algunos; y otros, refutaron, contestaron: "al contrario, es lo normal en el juego biológico, a lo que todos tenemos derecho porque venimos a luchar y a triunfar". Nuevamente la dama divorciada intervino insidiosa: —Ya sabemos que el hombre que renuncia a su pasión para mí es un cobarde, para usted poco menos que un héroe. ¿Y qué diría usted de la mujer que adorando a un hombre renuncia entregársele? —Diría que es una buena chica. Muchos rieron la salida sin captar la ironía de la respuesta. Pero en los ojos de Wanda brillaron chispas de cólera que sólo el amante frustrado recogió en fugaz relampagueo. "Una buena chica"… Eso era lo que significaba para él. La frase tan simple, acaso dicha sin intención, removió aguas profundas en la joven. Durmió mal preguntándose si había buscado herirla o si el juicio salió espontáneo, natural, sin aludir a ella. El seguía siendo vencedor en la vida, en política, en negocios, en el alternar social. Ella sólo era la buena esposa, la buena madre de familia, la "buena chica". Flor de belleza que nadie se atrevería a cortar. Otra vez que tuvo que conducirla en día lluvioso —por fin solos después de varios meses— el hombre aventuró: —No sabes con qué paz de conciencia, con qué satisfacción íntima celebro no haberte causado daño. La muchacha se sublevó: —¡A mí nadie puede causarme daño si yo no quiero! El sonrió mirándola con tristeza: 107

—No me has entendido, acaso nunca me entendiste. No quise herirte ni recordar tiempos azarosos. Te rindo homenaje al decirte que nada tengo que reprocharme. La gata huraña, casi agresiva, lo miraba desafiante y los ojos zarcos no escondían su desdén. Callaron. La mujer se fue apaciguando. Finalmente expresó: —Tampoco yo tengo nada que reprocharme. Sabes que te estimo. ¿Te he causado daño? —No: me diste un sueño tan bello que dura todavía. Aunque sólo es un sueño… jamás llegará a realidad… —Quiero que sigas siendo el varón fuerte, admirado por todos. Tú, más fuerte y más sabia que yo, me enseñaste el camino. No necesito decírtelo: sigo siendo tu mejor amigo. Ya nada pediré que no sea tu presencia, pensar en ti de lejos. La joven se endureció otra vez: —No retrocedas; detrás está el abismo. El hombre evitaba mirarla. Con las manos aferradas al volante y los ojos puestos en el confín, dijo lentamente: —Es curioso: creía tener cerrada la herida… y sangra todavía… (Luego en un rapto viril afirmaba) No me hagas caso. A veces los hombres parecemos niños. Dije un disparate, soy un tonto. Olvídalo. ¿Brilló una lágrima en la pupila varonil o sólo fue el efecto de un rayo de luz del sol declinante? No se detuvo a esclarecerlo la joven y una extraña ternura la indujo a reclinarse en el hombre del cuñado. Al despedirse ella volvía a cortar amarras: —Un amigo debe apoyarse siempre en un amigo. Y su silueta soberbia se hundió en la puerta que se abría para acogerla. 105 Para el no-místico, para el renuente a las visiones teresianas o a los trances sanjuaninos, para quien carece de esa percepción sutil, extrasensible, que permite captar los mensajes divinos, la búsqueda es penosa, a veces árida, a veces decepcionante. Porque apesar de la firmeza de su propósito, de la sinceridad de su fe, el creyente medio quiere ser convencido, quiere ver, oír, tocar, sentir en plano de realidad la irrealidad del más allá. No puede confinarse en soledad y en silencio. Se le hace insoportables el vacío, la no-respuesta, la ausencia de signos directos o de vestigios invisibles anunciadores de mundo ignotos. Lo asaltó una idea: ¿será que los sapientes están más alejados del Señor que los sencillos de corazón? Es fácil comprobar que apariciones y mensajes son captados, generalmente, por almas simples (rara vez por inteligencias superiores) como si estuviera establecido que aquellos más próximos a la órbita de la cultura superior, son los más distantes de la Luz Arcana que ilumina a los creyentes. Se repetía el ciclo bíblico: si te acercas al árbol de la ciencia, perderás pureza; si comes la fruta del bien y del mal, pecarás y serás expulsado. La inteligencia, el saber, siendo dones de Dios ¿por qué al empinarse se aproximan a Lucifer? Los muy dotados siempre aparecen en desventaja en relación a los apacibles cuando se trata de acercarse al Creador. ¿Por qué? Pregunta sin respuesta. Se añade ciencia, se relaja la inocencia. Se atenúa la soberbia de los conocimientos, se gana en pureza. Y al cabo no la sabiduría de los doctos sino la ingenuidad de los que saben poco ve más lejos en la oscuridad que nos rodea. 108

Solía pensar que el Cristo, al expresar que su reino no es de este mundo, dejaba tácitamente a éste en poder del Maligno. Así lo demostraban los hechos. ¿Qué relación existe entre la fuerza espiritual que crea las almas y la fuerza impetuosa que anima al mundo físico? Las almas, sí: pertenecen a Dios, de él proceden; pero los pobres cuerpos, sujetos a riesgos y enfermedades ¿no son, acaso, juguetes de un mando sombrío? Y es otro enigma mayor, el dualismo Dios-Naturaleza, que no pueden identificarse por que son distintos ¿no ensancha un abismo creciente entre las sublimes promesas del Ser Desconocido y las terribles necesidades de la materia animada? Cuanto más se adentraba en os misterios que ligan a la Criatura con su Creado, con mayor fuerza se turbaba su mente, porque así como el pastor en la soledad y en el silencio nocturnos se pasman en la contemplación del cielo estrellado, así también el pensador ansioso de verdades mira tantas luces y caminos cuántos —chispas sin fin— en la indagación de lo divino, que acaba hundiéndose, extraviándose en al compacta red de sus imaginaciones. ¿Por qué, El alumbra la senda de algunos y la oscurece y densifica para muchos? No he sido elegido —pensaba el Buscador de Dios— seguramente porque soy pecador, impuro, ambiciosos en exceso. Mi fe no le satisface: he dudado mucho. Quiero creer, desesperadamente… pero sigo indagando. Es decir; dudo. Y esa duda, racionalmente sana, es morbosa para el Señor, porque no la orgullosa razón sino el tierno sentimiento es el revelador de la verdad. Su corazón admitía humillación, paciencia, mansedumbre, la espera resignada; su mente vibradora, se disparaba en rayos de exploración: saber, saber más, siempre más, hasta abarcarlo y comprenderlo todo. Ese era su conflicto: llevaba al Cristo y a Satán en su espíritu. Por eso no podía aproximarse a Dios. Cierto que en los actos de la vida trivial, bondad y generosidad lo caracterizaban. No era un malvado, ni ruin, ni un gran pecador. Imperfecto, sí, con defectos y fallas inherentes a la condición humana, pertenecía a la legión de los buenos. Su conciencia andaba tranquila… Pero esa inteligencia despierta, siempre en trance de ascenso, esa notoriedad del nombre, ese afán de sobresalir, ese impulso secreto para emitir su propia luz y deslumbrar a los demás ¿no evocaban el tránsito de Lucifer que quiso desprenderse de la Suprema Luz para proyectar su propia emanación lumínea? Ese era su error: buscaba a Dios no por ansia de amor, de gratitud de la criatura hacia su creador, sino para sentirse sabedor de verdad, para superar a los demás en la proximidad al conocimiento de lo divino. Orgullo de saber, más que nobleza de conocer. ¡Cuán largo su camino y cómo se extraviara en sus recodos! El cosmos se lee en el cerebro humano, pero Dios no puede ser registrado por las células humanas. Si no a la total comprensión, puede llegar a una visión del mundo; pero a El, a El, creador de todo lo que existe ¿cómo podrías vislumbrar su grandeza y sus atributos? El terremoto de Managua —10.000 muertos, 20.000 heridos, más de 100.000 sin hogar o padeciendo por los seres perdidos— lo sumió en grave confusión: nuevamente estuvo a punto de perder la fe. ¿Permitía Dios estas catástrofes, las enviaba como castigo? No era lógico pensar que justos y pecadores debían pagar por algunos, porque seguramente en los millares de nicaragüenses afectados por el desastre mucho debieron ser honestos, no merecedores de sanción. Si las metrópolis bullen afines a la pecadora Babilonia, las pequeñas ciudades, por su retraso material y la sencillez de sus costumbres, son menos proclives al desquiciamiento moral. ¿Por qué escoger una comunidad relativamente sana, si las habían, en abundancia, otras enfermas por sus errores y sus vicios? Es que la justicia divina no distingue y cae primero sobre los débiles? Otros quieren explicar el enigma alegando que Dios es una cosa y otra la naturaleza; sostienen que el Creador no quiere la muerte violenta de sus criaturas, pero si la ciudad fue levantada sobre una franja sísmica, es la naturaleza y no Dios la que castiga a los hombres. ¡Absurda distinción! ¿Acaso el Todopoderoso no crea, ordena y rige la materia, lo mismo el concierto de los astros que las revoluciones telúricas? No, no cabía explicación: como toda catástrofe natural el cataclismo de 109

Managua era casi una negación de la divinidad. No puede haber un Ser Supremo sordo, ciego, insensible al dolor humano, pues hasta el Jahve Bíblico anunciaba sus castigos y sólo perseguía a los pecadores. ¿Qué sentido oculto se mueve detrás de las guerras, hambrunas y catástrofes naturales? La tragedia de muchos, con espantable evidencia, hizo tambalear sus creencias. ¿Para qué, uno saldría a buscar a Dios si a Dios poco o nada le importaban el destino de uno o de millares? Largos y trágicos días de penoso meditar en los cuales creyó comprende la inanidad, el desamparo de vida humana. Somos menos que una hormiga, porque la hormiga ignora que puede ser aplastada, en tanto nosotros tenemos conciencia de ser débiles seres perdidos en la monstruosa inmensidad del cosmos, para cuyos designios nada cuenta una vida pensante, y que en cualquier momento podemos ser aniquilados. Una tarde, sumido aun en amargas reflexiones, la palabra del Cristo volvió a iluminar el camino: "Mi reino no es de este mundo". Creyó comprender; si el mundo que habitamos no es de Dios aunque sintamos su presencia, el mundo pertenece al Otro, al Expulsado. Por eso el Mal impera sobre el Bien, la Desgracia sobre la Dicha, la Muerte inexorable sobre la exigua Vida. Dios se ha reservado sólo el imperio de las almas en la dura tierra: materia y cuerpos caen bajo el dominio del Maligno. Y ésta es la causa por la cual no comprendemos los males del mundo: que no los manda El, sino el Otro al cual parece habérsele reservado las cuatro quintas partes del mundo y de sus hechos. Entonces la distinción no es entre Dios y Naturaleza, para explicar fenómenos y enigmas, sino entre Creador y Destructor. Avance y retrocesos. Si una fina y frágil luz nos dice: "no pierdas la esperanza"; de la espesa sombra brota la consigna contraria: "nada te espera, sólo el vacío; goza cuanto puedas". La virtud del cristiano consiste en sustraerse a los tentáculos del Tentador y en seguir confiando en el Señor, aunque El a veces permita que el Otro nos pruebe en nuestra fe con penurias y descalabros. Cuando hubo llegado a esta certidumbre —el Mundo es más de Satán que de Dios— la paz volvió a su espíritu. 106 Apuntes del Diario de un Escritor. Dios: palabra incomprensible que te ennoblece y fortalece. Que nunca te abandone. Esto lo alcanzan pocos y lo comprenden menos: es posible actuar en las dos vertientes del solitario y del hombre de acción. Que te llamen maestro, tú siéntete aprendiz. No importa el número de tus años: es la capacidad de vibración la que te mantiene en remontada juventud. Si naciste en patria menor, mejor. Tu deber y tu hacer podrán multiplicarse. Al orgullo de la Nación grande, opón la ternura animosa de la Patria naciendo todavía. ¿Para qué venimos al mundo? —es la eterna pregunta de los jóvenes. Para honrar a Dios, para honrar la condición humana, para honrarnos a nosotros mismos en el trabajo, en la creación de nuevos horizontes, en la entrega al bien y al prójimo. Vivir es aprender. Ejecutar la inteligencia. Templar la voluntad. Y la búsqueda del buen caminante jamás termina, porque el misterio del hombre es ese: el movimiento, la mudanza, la persecución del ideal, el impulso hacia la verdad, fantasmas del espíritu. Sumérgete en la corriente de la Vida, navega con ellos. Y no preguntes en el otoño para qué viniste si no cuál fue tú proceder. Nunca las medias tintas ni los grises. En la amistad y en la pelea placen el osado y el definido. Aprende a decir "no": es la mitad en el arte de la vida. Pero siempre que puedas decir "si", hazlo sin reparos, que servir y ayudar es siempre que negar y doblegar. Te fueron dados fatiga constante, obstáculos sin término, siempre la dificultad antes del logro, porque el destino te quiso hacedor de tu hechura, maestro de carácter. 110

Arquitecto de tu templo, constructor de tu navío, humillante: te asignaron don de mando, poder de creación para que los ejerzas en misión de fraternidad. Dios, el Bien, la Belleza, la Patria, la Familia, tu faena de Artista, tu quehacer de Hombre: los siete mares que ilumina una estrella de gozosa y segura. 107 Vagaba por los cerros internándose en quiebras peligrosas. Después de dos horas de ascensión llegó a una pequeña meseta inclinada. No habían senderos para subir a ella ni se advertía huella de pisada humana. Sintióse ufano: era el primero en alcanzar el montículo elevado. Lo recorrió en su perímetro gozando la atracción del abismo que lo circundaba; luego en una hendidura de la tierra encontró una piedra negra curiosamente plana. La levantó con esfuerzo. Luego otra y otra hasta que se abrió un gran hueco todo él revestido de planchas de oro. Al fondo brillaban innumerables objetos auríferos. Calculó lo que podrían representar: muchos, muchos millones y esto sin contar qué otros tesoros se encontrarían descendiendo al recinto. A mitad de la vida, físicamente vigoroso, él era un escéptico: no creía en nada. Ni siquiera en el dinero que para todos es el propulsor del mundo. Le bastaba su sueldo de ingeniero de minas, escuchar música, hacer largas excursiones por los cerros, cenar con pocos amigos. ¿Mujeres? ¡ha, mujeres! Había conocido tantas y podía tomar cuantas quisiera: todas iguales. Bien mirando nada necesitaba y el destino le entregaba una fortuna impensada. ¿Qué haría con ella? Se atormentaría organizando empresas, vigilando sus inversiones, siguiendo la oscilación de los negocios. Se tornaría déspota y caprichoso. Pudiendo tenerlo todo nada lo libraría del hastío. Y el peso del oro lo privaría de libertad: sería el esclavo de su riqueza, como esos capitanes de industria que conocía, agobiados por ganar más y más, mientras la vida se les iba cada vez menos y menos. Entre convertirse en un millonario más o continuar siendo un hombre libre, él prefirió el segundo camino. Y serenamente, orgullosamente, colocó las piedras como estaban. Había renunciado a un imperio. ¿Quién volvería a subir a la meseta pelada, de difícil acceso? ¿Y cuándo: en diez, cien o mil años? Ese sería amo y esclavo del tesoro. Descendió alegre, silbando. Y su alma ligera danzaba a los rayos del sol, padre del oro, envidiosos y desdeñado. 108 Lo lamentable es que nadie nos cree: loco, iluso, soñador son epítetos corrientes para juzgarnos cuando transmitimos alguna experiencia que sale de lo usual. ¿Pero tenemos la culpa de que a unos y no a otros sucedan cosas raras? Ya estoy cansado de burlas, me duele la indiferencia, me irrita la incredulidad de parientes y amigos. "¿Cuándo dejarás de fantasear?" —es su reacción insistente. Decididamente: hay cosas que no deberían contarse. ¿Por qué lo hago? Lo ignoro. Una fuerza extraña dobla mi voluntad y me induce a transmitir lo que tal vez sería mejor callar. Y lo cuento, aun a riesgo de suscitar juicios despectivos. Estaba en un parque de árboles coposos donde se realizaba una feria. Había muchas gentes. Ellas y el paraje extraños para mí. De pronto me encontré con la señora Isabel, la querida maestra que me enseñó a leer. Alta, corpulenta, su silueta inconfundible me llenó de emoción. Me quería como a un hijo y siempre me alentó con su entusiasmo y estímulo en las horas felices, así como fue severa o se entristecía en mis tropiezos. Quedé sorprendido al verla, porque había fallecido diez años atrás. 111

—Sé lo que te asombra —dijo— pero ya ves: aquí estoy. Nadie muere, nada se pierde. Yo estaba perplejo. No atinaba a comprender lo que sucedía. Ella, entonces, con esa expresión risueña, alentadora, que tantas veces encendió mis horas, prosiguió: —Me ves vieja. Fatigada, como me solías encontrar los últimos años. Ahora estoy en el cielo y allí soy distinta; me dieron permiso por algunos días para volver a la tierra y poder ayudar a un ser querido que padece. Yo la contemplaba receloso. Era ella, sí, la querida maestra tan admirada por todos en la familia. ¿Pero cómo podíamos comunicar si ella había muerto y yo estaba vivo? La señora Isabel adivinando mis dudas agregó: —Claro que no es un sueño, hijo mío. Ven hablaremos tranquilos. Y me invitó a tomar asiento al extremo de una mesa muy larga de madera como las que se ven en los lienzos de Brueghel. Algunos bebedores consumían sus jarras de cerveza, mas la mesa era tan grande y ellos estaban tan separados entre sí, que en nada perturbaban y pudimos conversar sin ser interrumpidos. —¿Cómo es allí? —pregunté ansioso. —Esta vedado esclarecerlo —repuso mi maestra—pero te dibujaré algunos rasgos. No hay hambres, no hay sed. No entran economía ni política. Ni envidia ni preocupaciones. Todo fluye sencillo y placentero. —Sin obstáculo, sin riesgos, sin fatigas sobrevendría el tedio —argüí. —No contestó ella— porque el tedio y la angustia tampoco tienen entrada. Luego me refirió lo suyo. —He vuelto a reunirme con mi marido, con mis hijos, con todos los seres amados que creí perdidos. Me asaltó la curiosidad. —¿Y cómo se ve usted allí: niña, joven, madura, anciana? —En la Mansión de Dicha tengo siempre 29 años. No sé por qué. Mi marido joven. Mis seres amados resplandecen, niños o adolescentes. Todo cuanto padecía en la Tierra lo justifico por la serena Belleza que me rodea allí arriba. Entonces pasé a lo mío: —Señora Isabel: usted sabe lo que padezco en tres años de soledad. ¿Volveré a juntarme con mi esposa? —¡Claro que sí! Ella te está esperando. Y Beatriz, la niña-estrella. Y tu padre, tu hermana, todos tus seres queridos. Están allí. ¿No te digo que nadie muere? Me parecía todo tan pueril, tan ingenuo, que nuevamente me acometió la duda: —Lo dice usted para apaciguar mi pena. ¿Y si al final sólo me aguardase el vacío? Mi maestra frunció el ceño al amonestarme:

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—La fe y el vacío se llevan dentro. Si desconfías, nada hallarás. Si crees, serás recompensado. ¿Estás ciego? Ese pensar constante en ella, ese penar purificador que te asedia, son la escala que te está levando hacia tu compañera. La esperanza volvió a mi espíritu. Miré en torno: el parque, la feria, los bebedores aislados, unos árboles cordiales. Todo invitaba a la serena reflexión. Y la señora Isabel sonreía bondadosa. Todo era real, verdadero. Yo vivía la escena en plenitud. O la viviría. O había sido ya. Pero yo la sentía hermosa y tranquila en lo exterior, tumultuosa en mi alma. —¡Gracias, gracias querida maestra! —proferí— usted siempre me guió en los trances decisivos. —Hijo —contestó— ¿cómo habría de abandonarte en tu amargura? Y yo insistente: —¿Está usted segura que volveré a reunirme con María, que retornará la perdida felicidad? —Segurísima, más no depende tanto de allí como de aquí. ¿Me comprendes? Tienes que resistir las tentaciones que te acosan. Tú sabes a qué me refiero. Me azoré. Aun perturbado repuse: —Es la mejor lección que escuché de sus labios. He comprendido. Para volver a ella renunciaré a ciertas tentaciones. La señora Isabel persuasiva dijo finalmente: —Está bien, hijo. Ahora debo dejarte. Y no lo olvides: volveremos a encontrarnos en la mansión que aguarda detrás de las estrellas. Tu esposa te espera. Sé digno de ella. Bruscamente la escena se alteró. Los bebedores se multiplicaron, la mesa se perdía en el horizonte, una bruma se interpuso entre mi maestra y yo. Corrí hacia ella, ansioso, pero ella se desvanecía en el confín. Sin saber cómo me ví sobre la grama de la pendiente de un cerro con mi hijo Rolando. Conmovido, yo le contaba, precisando detalles, mi encuentro con la querida maestra. El me escuchaba, absorto en mi relato. —Yo también creo en todo eso —expresó en su modo lacónico. Has recibido un mensaje. De pronto un nuevo plano se sobrepuso al plano del diálogo con mi hijo Rolando. Una bruma me condujo a otra dimensión. Entré al cuarto de sol, en mi casa. María salió a mi encuentro con un pañuelo de seda a manera de turbante en la cabeza para evitar el polvo. Estaba limpiando los vidrios de la estancia. Linda fresca como una rosa matutina, me devolvió la perdida felicidad: —¡María, la Muy Amada! —dije estrechándola en mis brazos—. Volveremos a encontrarnos. Mientras le contaba, emocionado, el diálogo con la señora Isabel y el encuentro con nuestro hijo, mi esposa sonreía traviesamente: —¿Habías dudado? —interrogó. Pero si nunca me separé de tí. Un beso de novia me embriagó de dicha. Mi corazón era un sol a punto de estallar. Y es ese instante desperté. 113

109 Gerente.-

Señores: los he reunido para informarles que nuestro Directorio, a raíz de las irregularidades descubiertas, ha pedido la remoción de todo el personal: cada uno de ustedes será transferido a un cargo distinto del que ocupa actualmente. Aquí no hay sanción ni premio para nadie; es una simple rotación de hombres, y de cargos.

Subgerente.- ¿Estoy incluído en el caso? Gerente.-

Todos. Usted pasará a ser Inspector General y como ambos cargos son de igual sueldo y jerarquía, en nada se afectará su carrera.

Inspector General.- Pero esto es atrabiliario… Gerente.-

(Con severidad) ¡Nada de lo que hace nuestro Directorio es atrabiliario!

Contador.-

Protesto: no puedo llenar otra función que actual.

Secretario.- Si no redacto cartas, ¿qué podría hacer? Varias voces.- Es absurdo… Ese cambio total desbaratará la oficina… ¡No puede ser! … Cada uno en lo suyo…Yo también protesto. Y yo… Y yo… Gerente.Es comprensible vuestra reacción, pero no hay nada que hacer (calculando el golpe de efecto de lo que dirá) Yo también seré cambiado. General consternación. Secretario.- Señor: con usted siempre nos llevamos bien. Ya tantos años. ¿Pero está loco el Directorio? Subgerente.- Parece un experimento. Los de arriba se divierten. Inspector General.- Se divierten a costa nuestra. Vendrá el caos. Contador.-

Quisiera saber quién podrá manejar mis libros contables.

Un Jefe de Sección.- (tímidamente) Y usted, señor Gerente ¿dónde irá? Gerente.-

Parece que al interior; aun no me señalaron cargo.

Un auxiliar.- (rebelde) ¡Compañeros: propongo que nos solidaricemos todos con nuestro Gerente: ¡nadie aceptará cambio! A la huelga general. A ver qué hacer sin nuestro personal. Gerente.-

Agradezco la adhesión. Desgraciadamente no puedo sumarme a la huelga. Ustedes saben que sólo me faltan 10 meses para jubilarme, mantengo nueve personas en mi familia y no puedo exponerlas al desamparo.

Inspector General.- No habría peligro, señor Gerente, porque ante el paro total cederán y todo será igual. Gerente.-

(vacilante) ¿Y si yo les dijera que el Directorio tiene ya listas para reemplazarnos a todos, proveyendo la resistencia general?

Varias voces.- ¡Imposible!… Sería una imprudencia… Una temeridad… Un exceso de poder… ¿Reemplazarnos a todos?… ¡Qué sandez… Y sobre todo ¡qué atropello!… Otro Jefe de Sección.- ¿Pero pueden echarnos a todos a la calle? Subgerente.- Claro: si no obedecemos sus órdenes, justificarían el retiro general. Se miran unos a otros confusos. 114

Gerente.-

Lo triste es que la ley está con ellos: pueden removernos a su antojo.

Contador.-

La sociedad está mal organizada. Los de arriba ordenan, y con la ley en la mano nos destrozan…

Un auxiliar.- ¡Sí, nos destrozan! Yo sólo sé redactar cartas; si me trasladan a contabilidad, fracaso. Varias voces.- Y yo… Y yo…Cada uno sabe lo suyo, no puede aprender lo que sabe el otro… Y en 24 horas… Lo que se busca es aniquilarnos… ¿Pero por qué, por qué? Inspector General.- No lo sabemos. Tengo la impresión de una maniobra para despedirnos. Todos desconcertados. Gerente.-

(pensativo) Sí: acertó usted. Yo creo lo mismo. Tal vez a mí me consideran ya viejo, lo mismo que al Inspector General y al Contador, y en cuanto a los jóvenes buscan gentes con títulos en el exterior. Quien sabe… Otro auxiliar.- (airado) Van a traer gringos, extranjeros para sustituirnos a los nacionales. Subgerente.- No creo que se atrevan. Otro Jefe de Sección.- Si puede arrojarnos a todos a la calle ¿por qué no podrían traer extranjeros? Gerente.Esto la ley no lo permite: sólo diez por ciento de extranjeros. Y ellos saben maniobrar dentro de la ley. Segundo Cajero.- Si los desfalcos cometidos por el primer cajero en combinación con otros empleados ya fueron sancionados, y los delincuentes purgan en la cárcel su delito ¿qué culpa tenemos los 72 empleados de esta oficina? ¿Por qué quieren deshacerse de todos siendo la culpa de cuatro? Contador.-

Varias veces que entré a la sala del Directorio, llevando papeles, oí circular la palabra "estratificación". ¿Qué será?

Gerente.-

(preocupado) Creo adivinar. Piensan que nuestra gente se ha vuelto estacionaria, que no tenemos ideas audaces ni somos capaces de actitudes nuevas. Nos juzgan estratificados; si: eso es, que no podemos cambiar ni avanzar, y como la sociedad moderna es dinámica, ellos buscan nuevos empleados para una oficina remozada, más activa, más nerviosa, con mayor rapidez de circulación mental… Qué se yo… Han decretado, como alguien ya lo dijo, nuestro aniquilamiento.

Secretario.- Descubierta la maniobra, hay que denunciarla. Tengo amigos periodistas. Subgerente.- Mala táctica. La oficina paga un gran aviso al periódico y es para las campañas. Nos golpearán. Segundo Cajero.- ¿No podríamos negociar con el Directorio? Gerente.-

Ahora no. Desde que entraron los 2 nuevos representantes del Gobierno, ya no hablan con los ejecutivos; sus órdenes nos llegan por carta.

Vuelven a mirarse desconcertados. Inspector General.- Es un callejón sin salida… Contador.-

Seamos más astutos que ellos. Sin apartarnos de la ley, hagamos una huelga de brazos caídos pero a medias, sutil, rindiendo menos, hasta que comprendan nuestra posición.

Gerente.-

(dudoso) Sí, tal vez…tal vez…

(Entra un miembro del Directorio y habla con voz fuerte:)

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Director.-

Señores: el Directorio conoce todo cuanto ustedes piensan y se proponen hacer. Inútiles medidas. La remoción general anunciada fue sólo una idea para ver cómo reaccionarían todos y cada uno de ustedes. El pánico en sus fisonomías y la incapacidad de afrontar una situación de cambios, nos demuestra que están ustedes, verdaderamente, estratificados en sus puestos y en sus funciones…

Voces de protesta, murmullos airados. Director.-

(sonriente, prosigue)… calma, calma señores. Nada sucederá. Cada uno seguirá en su puesto, no habrá cambios. Se trataba sólo de una tentativa experimental. Ahora ya sabemos, ustedes y nosotros, que nadie quiere cambios, que todo debe seguir como está.

Gerente.-

(confundido) Señor: en nombre del personal de la oficina ruégole expresar a los señores miembros del Directorio nuestro reconocimiento por su paternal decisión.

Director.-

Era justamente eso lo que queríamos evitar: ese paternalismo que atribuye todo a los de arriba y enclava en la rutina a los de abajo. Pero ya que ustedes prefieren el hábito y la seguridad, así será. Buenos días.

Sale el Director y los empleados y ejecutivos se miran nuevamente indecisos. Gerente.-

Señores: ¡a trabajar! Todo arreglado, ya nada tenemos que temer.

Subgerente.- (Al segundo cajero, al retirarse de la sala) Yo no sé por qué habiendo tan buena gente en este país, seguimos a la cola del continente… 110 No, no lo digan: hay cosas que no pueden ni deben decirse. También, yo, como tú, presiento o adivino lo que ha sucedido, y está en la conciencia de muchos, pero no se trata de dos, cinco o diez personas; se trata de toda una organización ¿y se puede destruir una organización en una patria donde predominan la tendencia a la anarquía y la violencia? No, no es cobardía, hasta se puede hacer la denuncia y luego fugar al exterior. No es el temor al castigo o a la venganza. Pero no lo hagas. Durante décadas hemos tolerado crímenes, robos, abusos de poder, arbitrariedades sin fin. ¿Una denuncia más cambiará las cosas? Y no te expongas, solo, frente a los monstruos del poder organizado: te aplastarían. Crea una nueva fuerza civil, forma generaciones y cuando tengas el apoyo, la solidaridad de otros, entonces podrás intentar la tarea titánica de transformar nuestras costumbres. Si: es evidente. Los culpables son conocidos ¿pero quien se atreve a denunciarlos? Pertenecen a un organismo poderoso, tienen respaldo en el gobierno. La organización los encubre. Ya varias personas fueron misteriosamente eliminadas por atreverse a susurrar que conocían el asunto. ¿No puedes escarmentar en cabeza ajena? Ya sé, ya sé que podías escribir una novela tenebrosa, llena de suspenso, que ganarías fama y dinero porque todo lo que ha sucedido supera las truculencias de un relato de "gansters", va más allá de un film escalofriante, pero tu familia está primero: te matarían y tu mujer y tus cinco hijos quedarían en la calle. No es cuestión de valentía. Tú, maduro periodista, crees que todo se puede y se debe decir. Estás equivocado. La sociedad está gobernada por pocos y esos pocos encubren las faltas grandes y se ensañan en las pequeñas. Esto es tan grande, que pasarán varios lustros antes que alguien se atreva a hurgar el hormiguero. Tal vez nuestros hijos conozcan la verdad. Los crímenes políticos o financieros rara vez se descubren en vida de sus actores, casi siempre cuando víctimas y verdugos duermen bajo tierra. Ya llegará la hora. Es un consejo. No lo desdeñes. He visto caer a muchos como tú, osados, imprudentes amigos de la verdad y de lo justo. En política el idealista, el luchador solitario, se rompen la cabeza, y quien afronta a las "mafias", si las logias, a los grupos e instituciones sólidamente organizados, paga con la vida. Aquí y en todas partes; es igual: la hormiga, la pequeña hormiga humana no puede rebelarse contra la ley aplastante del hormiguero gregario. 111 Dijo el crítico sin compromiso, el que se atrevía a nada contra la corriente: —Yo los encuentro a estos modernos detestables —como novelistas— y buenos, disfrazados con hábil técnica literaria; y a otros narradores del trópico centro y sudamericano, los

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miro ensayistas ambiguos, descriptores truculentos, criticastros que no mueven personajes sino ideas y edifican deleznables arquitecturas verbales. No quedarán. —Pero venden sus libros por millares. Son traducidos a varios idiomas. Acumulan premios y loas. Triunfan. —Sí, porque cultivan el escándalo, son agresivos, arremeten contra la soledad y contra el lenguaje, y éstos son los hornos que cuecen el pan de la circulación libresca. También Agatha Cristie se lee en todo el mundo y gana sumas fabulosas con sus libros sin dejar por ello de ser autora de segundo orden. —Los extravagantes escritores de hoy tienen talento, saben contar una historia. Luego descubren zonas prohibidas de la mente, rompen las barreras convencionales. Nietos del psicoanálisis vienen del inframundo de lo subconsciente. Y esto es nuevo, tienta a los lectores. —Como tientan las drogas y alucinógenos: primero visiones fantásticas… luego el vacío. Nadie pudo leer dos veces un mismo libro de los monstruos sagrados de la literatura contemporánea: son pura hojarasca. Hojarasca bonita, bien armada, sofisticada, de fuerte colorido, hecha como los yesos de los moros con arabescos. Decoración cruel. Si antes de cultivó el buen gusto, ahora el mal gusto, lo chocante, lo procaz. Todo lo que agrada al gran público, ignorante, ingenuo, amante de los fuegos artificiales. Conozco varas novelas de otros que no llegarán a las masas ni a los críticos, porque no están en la onda del tiempo: rehuyen lo canallesco y lo desatinado. Estos, los desdeñados de hoy, serán los que permanezcan mañana. Los monstruos del éxito se desvanecerán como figuras pesadilla. 112 ¡Qué alta y dura la responsabilidad de conducir a gentes díscolas, rebeldes a toda disciplina, eternamente descontentas, que sólo buscan coyuntura propicia para lanzarse unas sobre otras! Patria suele ser, para el idealista, para el hombre de bien una llaga siempre abierta. Todo esfuerzo deviene vano. Paz es un vocablo que no germina en estas montañas. Y no obstante es necesario persistir. Buscar aproximaciones. Perseguir entendimiento por encima del satanismo del poder, de la envidia y de la ambición, los tres enemigos capitales del habitante de nación pequeña. Un colibrí fulgurante ronda las flechas de la acacia. ¿Por qué árboles y pájaros conviven armoniosamente y hombres entre hombres como tigres contra tigres? 113 Quisiera ser la conciencia de mi Patria. 114 Trabajaba intensamente. Dormía poco. Viajaba sin cesar: estaba en todas partes, con don ubicuo, y aparecía de sorpresa. Lo apodaron el Presidente-Viajero. Pero él sabía dónde iba. Careciendo de hombres y equipos científicos, desprovisto del instrumental técnico que se requiere para un desarrollo cuidadosamente planificado, con pocos buenos colaboradores, el General con sentido intuitivo de lo que la Nación necesitaba, no se daba reposo. Fue el primero, en los clanes partidistas, imponiendo una bandera de empresa nacional: el desarrollo, moral, social, económico, partiendo del hombre y rematando en la colectividad homogénea y orgánica. Claro que muchos lo impugnaban alegando que sólo quería hacer cosas, pero el pueblo lo seguía. Y su mano protectora se dejaba sentir en todo el territorio, llevando ánimo y progreso a los últimos rincones del país. 117

Con mano fuerte aplacó la anarquía. Su genio impulsor lo movía todo: petróleo, caminos, explotación minera, fomento agrícola y ganadero, bases industriales, escuelas, hospitales, transportes. Planteó una nueva política siderúrgica. Propugnaba la integración interna favoreciendo vinculaciones interzonales positivas y en contactos con otros Mandatarios sudamericanos, apoyó decisivamente la integración regional. Aun sus adversarios reconocían que gobernaba bien, pero… pero… el gran "pero" de la política criolla es que aunque la mayoría pasiva respalde a un conductor, la minoría descontenta y activa sólo vive conspirando. No se puede satisfacer a todos en país pequeño, subdesarrollado, con limitados cargos públicos y escasos recursos. Todo aquel que no es atendido en su deseo, automáticamente pasa a engrosar las filas de los conspiradores. Ocurrió, entonces, lo que para vergüenza de estas naciones jóvenes pasó, pasa y pasará muchas veces: conforme transcurría el tiempo, aumentaron los descontentos, numéricamente siempre inferiores a los que aprobaban la buena conducción del país pero en el hecho peligrosos y disociadores porque el resentimiento cava hondo en el alma del hombre y muchos no reconocían límite a su odio contra el envidiado, el conductor de personalidad excesiva que, según ellos, acaparaba todos los laureles, y que cada día, cada hora crecía en el corazón de los ciudadanos. Se conspiraba en el ejército, en los partidos de oposición, en la extrema izquierda, en los grandes círculos económicos, en la prensa y la radio, unas veces abiertamente, otras en forma solapada. Se difundían mentiras y calumnias a granel para desprestigiar al régimen. El presidente soportaba estoico ataques y hasta injurias. "Es el precio que debemos pagar por la democracia" — solía repetir. Claro que él gobernaba en una suerte de democracia dirigida, única forma de mantener en línea a las turbulentas muchedumbres díscolas del continente, pero en verdad existían paz, libertad, garantías para todos y sólo se aplicaba el rigor de las leyes a los agitadores agresivos y reincidentes. En los círculos palaciegos la traición aleteaba sutil, temerosa, dispuesta al zarpazo definitivo en cuanto las cosas cambiaran. Porque si es cierto que existen hombres rectos, que actúan en política con decencia y con nobleza, son pocos; la grande mayoría, atenta sólo al personal provecho, pacta con Dios y con el Diablo. Está pronta a traicionar, a desertar, a borrar con el codo lo que escribió con la mano. Y esos falsos amigos, los desleales, francotiradores de la gran insurrección que se avecinaba, se distribuían en todas las oficinas, departamentos, cargos y situaciones del mundo oficial. Psicólogo intuitivo, el General los conocía bien. Solía removerlos de cuando en cuando, pero los nuevos nos resultaban mejores de los desplazados. Y cierta vez, conversando con un confidente, se le escapó este juicio amargo: —Estoy rodeado de traidores… También existían los otros, los colaboradores leales y eficientes, mas su quehacer honesto se estrellaba contra la marejada de los intrigantes. Eran escasos. Se vieron o se supieron cosas increíbles. El jefe del partido amarillo, que fuera apaleado en la presidencia del jefe del rojo, se reconciliaba con el antiguo enemigo. Demócratas sedicentes andaban a sueldo de los comunistas y a la inversa, existían izquierdistas al servicio del gobierno. El espionaje interno cundía como plaga: si el gobierno tenía sus "cuñas" en toda reunión de los conspiradores, éstos poseían las suyas informándose de cuanto acontecía en las esferas oficiales. Y el dinero hacía de las suyas: hermano contra hermano, hogares desechos, vidas honorables que se venían abajo impulsadas por la necesidad, almas jóvenes prematuramente entregadas a la venalidad. Ministro hubo que acumuló gran fortuna por el sencillo procedimiento de acomodarse con todos los proponentes en las licitaciones públicas. Y otro personaje de la oposición que recibía sueldo de una potencia extranjera. Algunos que eran literalmente "hechura" del Presidente, trabajaban subterráneamente para derrocarlo. En el ejército, aparentemente, todos lo seguían, lo temían. La oficialidad joven era sincera en su adhesión al caudillo que daba nueva fisonomía a las Fuerzas Armadas; pero entre los altos y medianos jefes cundían la envidia, el resentimiento, el odio, las ambiciones personales. El General, para los descontentos, era un autócrata. ¿Por qué no podría hacer, cualesquier de nosotros, lo que él hace? En los grupos civiles el despecho era mayor. Los 118

militares, según los políticos, debían permanecer en sus cuarteles. ¿Quién era éste generalito que bruscamente llegaba al poder y quería enseñarles a gobernar, desconociendo treinta años de lucha, sacrificio y postergaciones dolorosas? Confabulaciones todos contra el Presidente aunque no todos se vinculaba entre sí, la conspiración crecía lenta y sorda. La Conspiración Mayor seguía su curso atizando los otros movimientos subversivos para emboscarse mejor. Descartado el atentado individual a quemarropa, se optó por el sabotaje a los vehículos en los cuales viajaba el General o bien el asesinato con fusil de teleobjetivo a distancia. Ambos extremos se prepararon cuidadosamente y como era lógico tomaron parte en los preparativos treinta personas. Fuese el equilibrio entre conspiración y vigilancia, la buena estrella del General, o circunstancias imprevistas, lo cierto es que el atentado no pudo consumarse —o se frustró— en varias ocasiones. Pasaron largos meses antes de que los complotados alcanzaran sus propósito. Y entretanto el que dirigía la Conspiración Mayor, seguía trabajando desde un cargo altísimo al lado del Mandatario. Jugaba como es habitual en Sudamérica, a dos ases: si el golpe triunfaba, sería Presidente; si se dilataba, seguiría usufructuando todos los privilegios de hombre de confianza y amigo del General. 115 Por ese tiempo sobrevino lo inesperado: Roberto sufrió su primera derrota en el campo de los negocios, la que necesariamente afectó a su posición política. Advirtió cómo unos se apartaban silenciosos y otros, más osados, se tornaban irónicos. En la familia recogió reproches, burlas, tonos reticentes: la caída del ídolo. Ya se desquitaría. Tomó las cosas con calma. Se vengaría del amigo pérfido que lo llevó al fracaso y haría pagar insolencia y desvíos a los demás. No demostraba amargura ni preocupación. Bajo la máscara del mundano, habituado al disimula, nadie adivinaba el orgullo herido. Pero la gatita sí: ella comprendió la tormenta escondida detrás del porte afable. Evitó cualquier palabra que pudiera afectarlo. Ni bromas. Ni alusiones al caso; mas bien se esmeró en el trato afectuoso, buscando manera de elogiarlo como si quisiera recordar a la familia que él seguía siendo imán para todos. El hombre notó el cambio operado en la joven. Lo agradeció interiormente —era tan fina, tan sagaz— pero el resentimiento por haberse alejado, duraba todavía. Y cuando creyó que era sólo compasión lo que sentía por él, la soberbia lo poseyó: no quería ser compadecido por nadie, menos por la desdeñosa. Se levantaría solo, y solo sabría vengarse de todos los desleales. Su conducta con la cuñada se volvió esquiva, casi hosca. Visiblemente: la evitaba. La muchacha, lejos de ofenderse, comprendía la lucha sorda del varón. En el fondo era noble, el orgullo lo segaba, Había que dejarlo reaccionar por sí mismo. Ella no quería aproximarse demasiado al infortunado porque temía que se pudiera reanudar lo ya olvidado; pero insensiblemente el sentimiento maternal emboscado en el corazón femenino, fue despertando en su alma. Ahora lo quería como se quiere a un hermano en desgracia. También Roberto sospechaba las reacciones de la joven al impacto de su descalabro. Aunque no lo amara ya, seguía considerándolo el sol de la familia. Triste consuelo: no lo amaba, pero lo respetaba, acaso seguía admirándolo y en el trato delicado, discreto, veía la nobleza del corazón femenino no exenta de ternura. Eso despertaba un doble sentimiento contradictorio: de agradecimiento por una parte, de repulsa por la otra. ¿Quería protegerlo, ella, que intelectualmente y aun como personalidad era inferior a él? Atrevida la joven… Jamás lo permitiría; el era un luchador, se recuperaría solo, se bastaba a sí mismo, no requería ayuda ni actitudes compasivas que lo herían.

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Cuando la embajadora de X, mujer casquivana e impúdica se insinuó francamente, estuvo a punto de enredarse en una aventura peligrosa. El sabía conducirse, nadie advirtió lo que ocurría, pero Wanda sí, la gata felina y al acecho, sorprendiendo miradas y gestos, comprendió todo. Y cuando estaba a punto de entregarse a un enredo loco que satisfaría su orgullo masculino, la joven deslizó apenada: —Vas a recoger las sobras de dos que se te anticiparon. ¿Por qué caer tan bajo? Una pasión lo explica todo; en tí es sólo capricho. Sorprendido Roberto no atinó a contestar. Y no hubo lío con la embajadora. En apariencia todo andaba bien entre ambos. Alternaban amistosos, se echaban pullas, discutían, bromeaban, pero ya sin el propósito agresivo de antaño. La joven, particularmente, era la más prudente en sus expresiones, al extremo que un día la esposa celebró el cambio manifestando: "por fin han llegado a entenderse mi prima y tú; antes andaban como perro y gato". Cómo engañan las apariencias —pensaba el hombre— estamos más alejados que nunca y nos creen verdaderos amigos. ¿O lo somos? Y ese estado no beligerante, de simpatía sin intimidad ¿no sería el estado ideal para los amantes frustrados? Pasaban los días. A veces, como un flechazo lacerante tornaba el deseo: ¡era tan bella, tan codiciable la cuñadita! Después sentía la ausencia del amor compartido, ser escuchado, absorber a su vez, en eso juego maravilloso que la pasión enreda y desnuda. Luego sobrevenían los instantes de furia —seguir amarrado a la desdeñosa— y las caídas en vacío del desaliento: nunca sería suya. De otros tampoco, ya afirmada en la virtud conyugal. ¿Y era feliz? Quien podría saberlo… Cierto que la gratitud afloraba en sus interior al ver cómo la joven se convertía en su más adicta amiga, no perdiendo ocasión de exaltarlo. Lo escuchaba con fervor, no escondía su admiración. ¿Pero lo seguía amando, o sólo se trataba de la pasión trocada en firme simpatía y afinidad de espíritu? Enigmática la gatita. Rehusaba hablar de sí misma, eludía el tema delicadamente. A veces, muy de tarde en tarde, solía sorprender pequeñas chispas de oro en los ojos zarcos que él interpretaba como signos de amor, de contenido deseo, de tristeza tal vez; pero la muchacha reaccionaba rápidamente, readquiría al instante su máscara de damita irreprochable, sin dar lugar a fantasías. Decididamente: lo había expulsado de su corazón y sólo guardaba afectos por su intelecto, por su manera de ser, por su personalidad brillante y versátil. Llegó la hora del desquite. El socio traidor, herido por una de sus víctimas, fue desenmascarado y llevado a prisión. Simultáneamente la suerte, voluble, volvió a sonreír al golpeado de ayer: una mina olvidada produjo fuertes ganancias. Entre diez aspirantes fue designado presidente de un Banco. Y al regresar la buena fortuna, él advirtió que insensiblemente la cuñadita se iba apartando, no del todo, pero sí lo necesario para hacerle notar que ya no requería alivio. Era un proceso sutil, sólo advertido por albos. Ocupado en sus nuevas actividades, se veían menos y al encontrarse la joven si no indiferente era menos cálida y acogedora. —¿Qué pasa? —le preguntó. Se diría que sólo cuando me ves en el suelo te interesan por mí. La risa musical de Wanda anunció la ironía: —Eres nuevamente el vencedor. No necesitas de nadie. El hombre la miró indignado. Luego, dominándose, repuso lentamente: —Es verdad… La suerte me dió, me devuelve todo, casi todo… Pero aquí estás tú, mi única derrota para recordarme que no hay vencedor sin fracaso… —¿Cómo decirle que después de la etapa del odio, después de la indiferencia, ella sentía renacer el viejo amor no consumado? 120

No quiso contestar. Al despedirse la mano de la gatita fue largamente retenida en la mano varonil. Y ambos sintieron la vibración secreta de las ondas magnéticas que la piel emite cuando la pasión circula impetuosa por las venas que llevan la sangre, y por los aéreos corredores del espíritu anheloso de victoria. 116 El saber se ha extendido tanto, la mente profundizó cuanto en los enigmas del ser, que la inteligencia se extravía en los laberintos pensantes. ¡Si se retuviese todo lo que descubren y afirman teólogos, biólogos, químicos, físicos, astrónomos, filósofos…! De tanto indagar, repartiéndose en caminos innumerables que nadie sabe dónde terminarán, el hombre parece haber perdido noción de meta y punto de partida. Corre, vuela, gira simplemente. Y si cae en la órbita del evolucionismo, la idea de Dios le es escamoteada por el flujo de teorías y análisis que presentan a la naturaleza como hechura gradual de sí misma. Detrás no habría ningún Ser Supremo. Ni inteligencia esclarecedora. Ni fuerza que organiza sus mutaciones. Pero el Buscador de Dios rechazaba ese planteamiento. El universo infinitamente multiplicador, la materia infinitamente divisible, obedecen a nacimiento y finalidad no por ignorados menos esenciales. Lo divino preside todo ser, todo existir cósmico. Vida y muerte son sólo caras del enigma. Apesar de su dimensión microscópica en relación a las magnitudes desmedidas del tiempo y del cosmos, el hombre sigue siendo el espejo del universo. No que lo pueda concebir en su inabarcable inmensidad, pero sí que lo expresa y lo resume aunque sea en limitadas síntesis. El hombre: el único capaz de pensar el universo sin haberlo creado. ¿Y cómo hallar a Dios, o siquiera seguir el rastro de la idea de Dios en la tremenda vastedad y complejidad del cosmos? ¿No sería más cuerdo buscarlo por los caminos interiores, como los místicos que primero perdían la noción del mundo físico para poder aproximarse al misterio divino? Pero este varón ansioso carecía de la férrea voluntad, del anhelo de pureza de los visionarios. Católico no practicante, veíase trabajo por la impaciencia. Admiraba a santos y a monjes sin pretender imitarlos. Buscaba a Dios sin hacer mayores sacrificios en su búsqueda. Demasiado cómodo para llegar al ascetismo, quería comprender sin renunciar a los placeres del bien vivir. ¿Qué era, al cabo, su propósito: emprender el vuelo religioso hacia el enigma, o sólo curiosidad intelectual para acercarse al abismo devino? Después de largos años de estudio y meditación llegaba al triste resultado estéril: estaba más lejos que nunca de la comprensión del Creador, al cual le había pedido mucho, exigido mucho, sin exigirse nada sí mismo. Entonces le fue revelado que la relación Dios-Hombre es inmanente y recíproca: El y la Persona convergen, se integran, se unimisman… cuando marchan por la misma senda. El sale al encuentro tuyo; tú partes para llegar a El. Esta andadura ardua, sembrada de riesgos y desfallecimientos desemboca en el vacío si sólo pides y no entregas nada. Hacer de dos que confluye en la unidad. No el simple conocer, sino amar, padecer, caer, levantarse, persistir; sobre todo renunciar al brillo deslumbrante del mundo para invadir valerosamente la noche oscura del alma. La exploración juanina: eso que muy pocos, muy pocos se atreven a imitar. Comprendió el Buscador de Dios cuán débil e indigno era para emprender y coronar la grande empresa. Creyó adivinar por qué el sabio (salvo rarísima excepción) no encuentra a Dios, porque no busca a Dios, en los trabajos de su inteligencia, sino que se busca a sí mismo sintiéndose omnicomprensivo, capaz de abarcarlo, explicarlo y articularlo todo en la orquestación intelectual. ¿Saber o conocer? Saber es un mero añadir información, asimilar aquello que se ignoraba, sumando sobre sumando. Conocer supone amor, padecimiento y alegría, sondear en profundidad, acercarse a la cifra incógnita sin ansia de dominio más en anhelo de comprensión. Lo que pierde al soberbio y al ambicioso es que desean saberlo todo de prisa, caso coactivamente, imperiosamente. Presumen que el mundo y su misterio están ahí para serles entregado al primer requerimiento. El 121

buscador fervoroso, en cambio, es humilde, paciente, abnegado. No espera recompensa a sus desvelos, sino una luz de aproximación que apacigüe su congoja. No persigue la supremacía orgullosa del saber, busca el andar tranquilo —sufriente, regocijante alternativamente— del que ama, cree y espera aun antes de conocer. Lees una vez Los Evangelios y no captas nada. O muy poco. Los relees, ya en madurez de mente y de experiencias, y lentamente van descubriendo su verdad áurea que transcurre escondida para el presuroso y el acosado por las fiebres del mundo. Esas parábolas, tan sencillas de apariencia y tan profundas de significado. Esas sentencias que brotan de los labios más puros. Esos mensajes de amor, de paz y de perdón que religión alguna cavó más hondo en el corazón humano. Esos reproches: siempre justos. Esas alabanzas: vigiles siempre. Dios es inconcebible. Incomprensible. Escapa a toda definición. Aun infinito, nada, eternidad, tiempo sin término son débiles vehículos para tratar de aproximarse a su grandeza. Pero El, apiadado de la ignorancia y la ansiedad del hombre, transita de lo infinito a lo finito, nos acerca la eternidad en lo fugaz, encarna en figura humana bajo el nombre de Jesucristo y con viejas palabras nos entrega verdades nuevas. Y así como el Espíritu Santo, potencia de conocimiento y de revelación es consubstancial al Padre y al Hijo que moran en los Cielos, así también el Cristo es el enlace entre el Creador y sus Criaturas. Nunca estarás más próximo al Magno Misterio de la Divinidad, que escuchando y meditando las sagradas palabras del Redentor. Toda búsqueda verdadera de Dios nace en ellas y en ellas termina. Por algún tiempo el Buscador se tranquilizó: la simiente evangélica había fructificado en su alma. Quien comprende, quien "siente" en sí al Cristo, quien se liga a El, por el arcano de la comunión y el flujo iluminador de sus sentencias, ha encontrado ya a Dios aunque el abismo que nos separa de su inabarcable majestad se mantenga. Pero después de un largo lapso, el desasosiego volvió a su espíritu. Ni las palabras del Cristo ni las epístolas de Pablo, aun siendo admirables, perfectísimas, calmaban su ansia de conocimiento. Porque la doctrina dos veces milenaria se refiere al Dios Bíblico, intemporal, fuera del cosmos, y el Buscador soñaba con un Dios terrenal que ora en el hombre. O entre los hombres. Una tercera hipótesis divina que después de Jahvé encolerizado del Primer Testamento, encarnase la Tercera Revelación del Espíritu Santo capaz de reunir la Fuerza y la Virtud para regir y organizar el descoyuntado mundo que se acerca al tercer milenio. Llegado a este punto, el Buscador se arrodilló, oró y dióse al llanto porque se sentía hereje, blasfemo, indigno del nombre de cristiano. Pero la terrible idea le mordía carne y alma: un Dios, un nuevo Dios, más próximo, menos esquivo, accesible a la comprensión de sus criaturas. Un asidero firme para salvarnos en esta era de vértigo y espanto. 117 He compuesto una novela-ensayo que es, tal vez la "summa" de mi experiencia vital y de mis sueños de artista. El protagonista ¿es un símbolo para la juventud sudamericana o mas bien un esbozo autobiográfico? Y ese diálogo interminable entre el hombre del Ande y la Montaña Augusta ¿será entendido en su críptica tensión? Lo compuse en dos años, en medio de la tormenta política y de las fatigas diarias. Mi maravillosa compañera predice: —Es lo mejor que has escrito. Te harán el vacío. 118 Lo quiero como se quiere a un hermano menor. Claro que él me supera en genio político y en visión de estadista. Admiro más al hombre, al amigo, que al gran constructor. Lo veo solitario contra un medio sombrío, siempre descontento, siempre en oposición, que se niega ser redimido. Conozco sus virtudes y sus debilidades, aquéllas más numerosas que éstas. Y aunque el suelo fangoso de la política me asquea, lo seguiré ayudando porque el General es la Patria, esa cosa abstracta, viviente sin embargo, que necesita amor, ayuda, fe y confianza. También, por supuesto sacrificio.

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Aunque los envidiosos pretenden, inútilmente, negar su capacidad política e intelectual, yo que trabajo cuatro años a su lado, sostengo que el General piensa con su cabeza y gobierna con su voluntad. Los intrigantes que me atribuyen una influencia que no tengo, olvidan que sólo soy un colaborador entre otros diez y siete. Comparto una responsabilidad de gobierno, tal vez algo más: me honro con el afecto y la confianza del Presidente. Pero yo no mando. Manda el General. Nos guardamos recíproco respeto. Lealtad sin tacha. Trabajamos unidos por un ideal de Patria. Este es el secreto de una amistad que no pueden comprender adulones ni bribones. Hablamos francamente, a veces crudamente. —Usted me está criticando siempre, Martín, usted es un alarmista… —Si, mi General. Ese es mi deber. La mayor voluntad en el alma más compleja. ¿Un grande hombre no es siempre una persona difícil? Pero al General le afloran corazón y simpatía y se hace perdonar al instante brusquedades o errores. Cierro el año componiendo un ensayo sobre Beethoven, absorbiendo música de los grandes maestros. Jugar con los nietos aparenta puerilidad y es, en el fondo, una sabiduría misteriosa que nos devuelve a las fuentes puras de la vida. He pensado insertar otra historia en las trescientas páginas de mi novela, que ya tiene una que va de principio a fin. Esta, la nueva, cruzará el relato de fin a principio. Así política y amor serán los dos hilos áureos en la masa total que redondea el libro. Miro el tejido del destino: mano de Dios, ley interior, hados y la propia voluntad a un tiempo. Todo cuanto aparecía duro, difícil, se va organizando misteriosamente desde lejanías sin tiempo. Hombre y artista, luchador y meditar contrapuntean ignorando que sus caminos convergirán hacia un horizonte distante. Aun existen cordilleras por trasmontar. Carbones que se transformarán en diamantes. Grandes fatigas y remansos de luz que alternarán inevitablemente. ¿Soy un ser destinado? He pensado: quien mucho recibió en dones espirituales y en bienestar material, debe avergonzarse frente a la general desdicha que lo rodea. La deidad anhelada está en mi estancia, reposa en mi alma, trasciende a mis sueños. Verdad que existen dolor, amargura, decepciones; he sufrido sus dardos, pero siempre se disuelven al influjo del sentimiento trascendental del mundo, esta inclinación al recto pensar y al buen hacer, son el don mayor que la divinidad concede a sus criaturas. Aunque lucha, caídas, equívocos, ingratitud flanqueen el camino, tender a lo sano, a lo bueno, a lo claro. Alegría en la acción, serenidad en el meditar. Y si el Señor te otorgó los regalos de una buena salud y la dicha de un hogar armonioso, estás signado: ya nada puedes pedir. El Presidente, como el Inca, concentra todo en sí. Desborda a sus ministros. No hay hilo que se le escape. Se prodiga en exceso. Es un Mandatario infatigable y eficaz, pero no se preocupa de organizar un sólido organismo que respalde y pueda proseguir su obra. La concentración política y administrativa en una sola persona, es un error: desaparecido el conductor, el sistema se derrumba. Entre nosotros ni siquiera existe ese sistema: sólo un agrupamiento de campesinos, personas, partidos atraídos por el prestigio del General. El ejército sigue siendo su columna vertebral, tal vez en su parte mayor más no todo. ¿Y el día que nos falte su vigorosa conducción? Vendrán traición y confusión. Es la historia del mundo. En política el sol debe cuidarse de los planetas. Y además no olvidar que el sol no funciona bien sin el concurso del sistema solar. He señalado insistentemente el peligro. El General, silencioso, escucha y calla. Bolivia, madre de tormentas, no concede el derecho a descansar. Tres decepciones, una sobre otra. Un amigo de infancia me quita el saludo porque no pude conseguirle una embajada. Otro no esconde su resentimiento al ser agraciado con un cargo que no era el que él había pedido: Un tercero me ataca en forma anónima en la prensa al suponer —equivocadamente— que yo hubiese intervenido en la destitución de su hermano.

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La envidia crece, crece… "Hay que tumbar a Lucero". ¿Por qué el Presidente recibe todas las mañanas a su consejero, cuando los ministros sólo alcanzan a verlo una o dos veces por semana? La campaña sorda y sistemática para alejar al consejero del Presidente cunde adentro y afuera: en el Palacio, en la prensa, en los partidos de gobierno, en la oposición. Nadie puede aceptar que mientras gabinetes y ministros se sucedan en rotación constante, haya un hombre que durante cuatro años se mantenga en permanente proximidad al General. Los había escuchado muchas veces, pero recién entiendo el lenguaje dolorosamente humano de los últimos cuartetos de Beethoven, aquellos que alguien llamó "los cuartetos metafísicos". Claridad, generosidad. Ayudar a todos: parientes, amigos extraños y aun al enemigo, pero escóndelo. Bien pregonado envilece. La rosa de la bondad se abre en el silencio. Admiro el valor civil más que el valor físico. Quien toma su responsabilidad, quien afronta al poderoso, no teme la crítica, y desafía al destino adverso: he ahí el más noble combatiente. Al amigo que —sincero o pérfido— deslizó por qué teniendo todos los hilos en mis manos nada hago por encumbrarme en política, le respondí: —Aunque nadie lo crea, no tengo ambición de mando. Soy un simple transeúnte en política. Mi camino está en los libros. 119 No era malo el hombre; era algo peor: indeciso, influenciable, débil de carácter. Aspiraba al poder. Temía al amigo que, más audaz, lo aventajara en acaudillar al pueblo y al ejército. Oscilaba entre el afecto y la admiración de una parte y de otra la envidia y el resentimiento. Y cuando el cónclave decidió la eliminación física del temible rival, él, siempre cauto, no abrió los labios: calló. Su silencio equivalía a tácita aprobación. Pero él siguió jugando a dos ases: era el jefe nato de la gran conspiración, dejando a sus seguidores la ejecución y dirección del complot, y al mismo tiempo mantenía tres grandes cargos, prebendas y atribuciones que lo convertían en el segundo hombre del país. Los conspiradores depuraron cuidadosamente sus filas. Al grupo central sólo ingresaron ocho, enemigos jurados del Caudillo, cada uno con agravios por cobrar, y desde hacía tiempo entregados por entero al segundo caudillo, el actuaba casi sin actuar. Silenciosamente. Siempre entre bastidores, rehuyendo aparecer en escena. Un intento para sobornar a dos guardias civiles fracasó. La gente de palacio era adicta al General. Algunos, del círculo externo, se filtraban en las filas leales al Mandatario, pero sus colaboradores y servidores más próximos lo adoraban: velaban por su vida celosamente. Se resolvió, definitivamente, que el atentado debía producirse lejos de la sede del gobierno, en uno de sus frecuentes viajes por tierra y por aire, recordando un anterior atentado cuando viajaba en "jeep" —tres años atrás— que le produjo leve herida. Los encargados de la seguridad del Presidente y sus amigos extremaban la vigilancia, pero el caudillo, temerario, se reía de cuidados y precauciones. Le gustaba sorprender a sus íntimos y resolvía viajar súbitamente, en horas y circunstancias desusadas, lo cual desorganizaba a sus guardias. A veces viajaba acompañado sólo por un edecán rehuyendo la más elemental previsión. Y ese hábito deliberado para evitar protección, fue el que sirvió a los conspiradores para ultimar su plan destructor. Había que sorprender o adivinar el trayecto de uno de esos viajes-relámpago, cuando con mínima custodia se lanzaba a puntos distantes desconcertando a todos. Era difícil pero no imposible: la indiscreción cuando no lo jactancia y la bobería de algunos, abrirían cauce al complot. El General sabía que era acechado y que se proponían eliminarlo. No temía a la muerte ni pensaba en ella. Vivía y actuaba en prodigiosa plenitud de energías. Sus enemigos, larva escondidas en el suelo, seguían tramando su aniquilación. 124

120 Sentado en el monte empinado contemplaba extasiado al otro, al coloso de nieve. Entre ambos se abría el espacio inmenso, aterrador. Allí lejos, lejos, pero con presencia aterradora que acrecienta el aire curiosamente aproximador del altiplano, estaba el nevado imponente. Aquí el soñador, sobre la otra prominencia. "La montaña blanca expresa el poder prodigioso de la naturaleza, pero mi pensamiento puede hacer, deshacer y rehacer cosas mayores que la montaña blanca". Un viento de soberbia lo estremeció: el hombre es, verdaderamente, el soberano, fuerza en constante expansión, no conoce límites. ¿Qué importa que en la grandeza del panorama cósmico se vea infinitamente pequeño, si por su poder mental se recupera infinitamente grande? El hombre, si: esa máquina sutil que elabora ideas, imágenes, mundos y lo que está más allá del contorno inmediato. —¡Soy más fuerte, más grande tú! —gritó— porque tú no me conoces, ni puedes manejarme. Te estás, ahí, quieto, silencioso. En cambio yo te capturo, te meto dentro de la pequeña caja de mi cerebro y puedo modelarte a mi antojo. Ignoras lo que son el don de movimiento, la voluntad, la fuerza dinámica que hace del insecto humano una usina de energías. Prisionero de tu grandeza, eternamente inmóvil, eres vida petrificada, en tanto yo me agito sin cesar, puedo abarcarlo todo con mi mente, soy, como hombre-pensante, el único ser de la naturaleza que sabe que ha de morir, y precisamente por ello me despliego en mil líneas de fuerza… Andaba en lo mejor del apóstrofe, cuando sus ojos captaron una ligera oscilación en la línea dentada del nevado. "Otra vez la maldita jaqueca" —pensó—. Tenía que cuidarse. Pero no, no era la jaqueca. Ni nubes en los ojos, ni estrellitas. El aire diáfano aproximaba limpiamente los rasgos nítidos del paisaje. Miró nuevamente hacia el gran bulto blanco que sobresalía como un poderoso bajorrelieve en el azul del cielo. ¡Se movía! El primer sobresalto anunciaba el miedo. ¿Era un temblor, vendría un terremoto? El vuelo no vibraba bajo sus pies. Se arrodilló, tocó con las manos el peñón desde el cual avizoraba al coloso: nada. Estaba firme, impávido. No se sentía la más mínima vibración. Se irguió y cruzado de brazos desafió al otro: había querido asustarlo. ¡Pero si estaba enclavado en su cóncava prisión de rocas y de hielos! No podía moverse. Pero el otro, como recogiendo el desafío, sin ruido, sin voces, en movimiento lento, fantasmal, comenzó a moverse allí, en el lejano horizonte. Era absurdo jamás montaña alguna se desplazó silenciosa ante mirada de hombre. Era absurdo, pero era también evidente. Y la presencia aterradora no se desintegraba al tiempo de ponerse a caminar por el aire, sino que avanzaba cautelosa, inexorable, aumentando a cada instante las proporciones de su magia gigantesca. ¿O era él, él mismo, que desdoblándose se aproximaba al monte y por eso lo veía cada vez mayor, mayor, mayor…? No, no era él. Dominaba perfectamente sus reacciones mentales y musculares. El estaba aquí, en el peñón, separado por el vacío desmedido del otro, el nevado que avanzaba y crecía simultáneamente disparándose hacia lo alto. No podía ser. Era imposible… Y sin embargo la tremenda masa seguía avanzando hacia el peñón, seguía creciendo en estatura. Ya no parecía una montaña, sino una cordillera aunque sus perfiles y sus rasgos no habían variado: sólo que al aproximarse se hacían más concretos revelando accidentes que escondió la lejanía. No pudo huir: el terror lo tenía clavado al suelo. 125

Y el monte se acercaba, se acercaba, crecía, crecía, tan formidable, tan alto, que sus formas terribles colmaban el vacío y comenzaban a cubrir el cielo. Esas formas armoniosas que contempladas de lejos solía comparar con el templo griego, ahora se resolvían en una catedral informe de masas crispadas, filos cortantes, eminencias y vacíos feísimos que sugerían la idea de un cataclismo en marcha. Cerró y abrió los ojos varias veces. Se pellizcó. Intentó explicarse que sólo se trataba de un sueño… Todo fue inútil. Porque el bulto tremendo, apoderándose del espacio, a plena luz del día, se movía inexorablemente hacia el peñón. No tardaría en devorarse peñón y soñador. El terror lo tenía petrificado. El cuerpo no le obedecía. Su mente no atinaba a comprender el fenómeno. El nevado se acercó tanto que ya no podía abarcarlo en extensión ni en altitud. Sentíase acosado por el coloso. Unos brazos inmensos lo triturarían en pocos instantes más. Y allí, arriba, muy arriba, en altísima eminencia, que apenas podía avizorar, un genio de mil caras lo miraba fijamente mientras una sonrisa cruzaba por su rostro multilíneo. El otro había avanzado tanto, tanto que se devoró el paisaje. Una máquina monstruosa de rocas y de nieves. No había más. Al comprender que nada detendría la marcha absorbente del coloso, el soñador se arrojó al vacío. 121 Kipling escribió "El Cuento Más Bello del Mundo". ¿Por qué sería menos que Kipling? Lo aventajaría componiendo el Relato Más Extraño. Todo nuevo, original, desconcertante. Como el estallido de una supernova, allí en la infinita negrura del espacio. Y los personajes serían tan raros, tan horrendos que tendrían de bestia y de ángel a la vez. Mitad hombres, mitad animales. Se desenvolverían en un ambiente casi, casi inimaginable. Sus actos sucederían sobre planos acumulativos, interpenetrándose unos a otros como dentro de un organismo colosal y complicado. Más que la "atmósfera" impresionista, él buscaba la estructura desopilante. Armaría un esqueleto cuatridimensional capaz de abrumar a cualquiera. Los críticos se quedarían pasmados por la ingeniería críptica de su relato y por los diversos ritmos de avance y retroceso de la trama. En suma: sería una construcción insólita, perturbadora, tan próxima a la perplejidad como a la risa. Nadie podría desentrañarla. Tardó largos meses, años quizás en ajustar el ingenioso mecanismo, con más bultos, líneas, ángulos, sombras, y grandes vacío que un grabado del Piranesi. ¡Cómo se advertía al componerlo! Cuando el país imaginario y sus inauditos escenarios estuvieron terminados, comenzó a mover sus extraños personajes; pero no había ensamble entre unos y otros, porque si el autor había roto con todas las convenciones del relato, del lenguaje y de la lógica, sus criaturas se alzaron contra él. Le desobedecían. Operaban por su cuenta, haciendo lo contrario de lo que su progenitor les dictaba, al punto que llegó a comprender que su grandioso organismo y sus rarísimos seres no podían nacer: hablando en términos fisiológicos, se trataba de un embarazo mental extrauterino. Y el Relato Más Extraño permanece, todavía, cifrado, porque nadie puede dar con la clave de su endemoniada enredadura. 122 Tras mucho vivir y prolongado meditar, el filósofo huraño estampó estas frases: No te creas mejor ni peor que los otros. Acepta al amigo, al enemigo, al distante o al cercano, tal como fueron moldeados. Si puedes comprender la razón de unos, la sinrazón de otros, te llamaré maestro de convivencia. El mejor regalo del destino: la esposa-compañera. La familia: raíz del mundo. La caverna y la urbe lo saben. Y aunque atraviese por crisis de aflojamiento, sin ella no será posible la sociedad humana. 126

Traspasa de música tus horas. Te dará júbilos, melancolía, honduras del vivir. Saber escuchar los reinos del sonido ¿no es como entender las lenguas del espíritu? Es bueno creer en Dios, aceptar sus designios, mas no atribuirle hasta lo mínimo. Confía en su misericordia sin abandonarte en la propia vigilancia. Sueña en el alma inmortal, en otra vida misteriosa que levantará la terrena, pero extrae las mieles del instante hombre-abeja. Actividad, actividad, el gran secreto de la vida. Si plural y redoblada, mejor. Hombre ocupado, gozosa trayectoria. El día que fenecen inquietud, entusiasmo, movilidad, ya tienes que hacer en el mundo. Lo mejor que pensaste, lo mayor que hiciste, transcurren en un limbo inviolado. Dinero: el eterno sembrador de discordias. Sociólogo y criticastros: qué fácil es desmontar la máquina social. ¿Pero habéis intentado componer nuevos modelos? Muchos nombran a Heidegger sin comprenderlo. Prefiero a los honestos que declaran no poder avanzar más allá de Lin Yutang. Simulador, el vencedor. Alma veraz, la perdidosa. La astronomía y el estudio del átomo: abismos en los cuales naufraga la soberbia del intelecto. Entre la infinitud del cosmos y la finitud de la muerte, el hombre se pulveriza en el tiempo. Pero aunque venga del misterio y avance hacia la nada, es necesario animar y dar sentido al instante que vive cada uno. Sólo sé una cosa: en medida humana, nada permanece; en magnitud cósmica todo se transforma. La muerte no existe. Perece el cuerpo, fenómeno natural. Pero aquello que te habita emprende viaje hacia remotas lejanías. Y volveremos a encontrarnos. Porque el mucho amor es la única clave del eterno retorno. Envidia que se esconde, la más pérfida. Prefiere al émulo desembozado que ataca enseñando sus aguijones. El crítico genial, universal por sus conocimientos, equilibrado en el juicio, casi no existe ya. Burckhardt, Brandés, Dilthey, Euken, en el pasado; hoy Muschg, Bachelard, Lesky, Jaeger, Béguin. Pero frente a esos astros solitarios, millares de criticoncillos falaces e ignorantes, que sólo destilan veneno rencoroso. Nunca las voces humanas y la música instrumental concertaron mejor que en el "Magnificat" de Vivaldi. Bach raya en lo sublime. Beethoven es más hondo y doloroso. Haendel truena de júbilos. Mozart transmuta en ángeles-sonidos. Pero el "Prete Rosso", como la columna helénica, alcanza la suprema perfección en el "Magnificat". Nada que añadir, nada para eliminar. Sólo el paisaje ofrece tan excelsa geometría. En este tiempo de ateísmo y negaciones, no te avergüences de creer en Dios ni de llamarte cristiano. El sabio que pregunta qué había antes de la fuerza secreta que puso en movimiento y expansión al universo, o el investigador que escudriña la materia y la divide sin cesar, hasta que se desvanece, seguirán en la ignorancia final. No nos da la clave, porque así está establecido, mas la Palabra Dios contiene lo más alto y profundo que puede pensar el hombre. Un amigo, una estrella. Un enemigo, una espuela. Dichoso el que ama con total entrega de sí mismo. No hay espejo más bello que aquel que nos devuelve la imagen de la propia dicha reflejada en la felicidad de quienes nos rodean. ¡Atrévete! Nada es imposible. 127

123 En política unos nacen gigantes y otros enanos. Movía a risa, por ejemplo, ese menudo doctorcillo que se empeñaba en aparentar grandeza siendo sólo un globo inflado de aire. Se rodeó de servidores y adulones. Pronunciaba discursos. Emitía declaraciones a granel. No perdía ocasión de actuar y figurar. Intrigaba con timidez. Se apoyaba en las flaquezas ajenas para subir. Convertido en político por un azar, intentó emular con quienes lo aventajaban. Sobre todo con otro más inteligente, más astuto y más simpático que arrebataba a las gentes. Vió émulos en todos y se peleó con muchos. Fue mal político y cuando tuvo mando mediocre conductor. No hacía sombra ni dejó huella. Pero se le ve, siempre, doctoral y grandilocuente, la nariz levantada, el ceño adusto, caminando en prócer. 124 Era un materialista y a mucha honra. A él no podían contarle cuentos de espíritus, aparecidos ni fantasmas porque no cría en ellos. Pamplinas. Jamás vió ni oyó nada que sugiriese, siquiera, su existencia. —Es que eres incrédulo —dijo un amigo— y por eso no se te revelan. Una noche, con cinco amigos, realizaron varios experimentos para convencer al descreído. La mesa, si se movió, se movió mal. Los golpes no coincidían con las preguntas formulas. La "medium" deliró en modo caótico: fue imposible recoger cuanto decía. Los objetos se negaron a trasladarse por sí solos. Ni ectoplasmas, ni sombras, ni murmullos. Hasta las "tablitas" respondían oscuramente. Nada levitó. No llegaron mensajes. Como en noche sin estrellas fantasmas y duendes se negaron a manifestarse al negador. Por espacio de varias horas se agotaron los experimentos infructuosamente. Luego se discutió animadamente: había espíritus invisibles que actuaban sin corporizarse, duendes malignos que movían y hacían desaparecer las cosas, fantasmas que movían y hacían desaparecer las cosas, fantasmas que hablaban, unos, y otros se expresaban por respiraciones anhelantes. Cada cual dió testimonio de su propio suceso. Pero el incrédulo se limitó a sonreír despectivo: —Curioso caso —dijo— todos los soñadores se imaginan haber visto cosas que no ocurren; pero cuando un hombre sólido y entero como yo, con los pies bien asentados en el suelo y la mente clara, pide testimonio evidente, no le manifiestan ni espíritus ni fenómenos ultraterrenos, lo que prueba que son sus mentes afiebradas las que crean un mundo irreal, inexistente. No creo en espíritus ni en fantasmitas. Fue inútil tratar de persuadirlo. Si hay espíritus y fantasmas, esa noche se negaron a presencializarse. Y el negador se recogió triunfante a su domicilio tras haber apabullado a los espiritistas. Serían las tres de la madrugada. Atlético y ágil caminaba con soltura. Tres veces, sin quererlo, puso el pie derecho en la calzada. "Es raro —pensó— sí no bebí licores; sólo dos tazas de café".

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Llegó a su casa y al introducir la mano en el bolsillo: nada. Lanzó una interjección: él jamás perdía los objetos, menos sus llaves. La maldita "tenía" que encontrarse en el bolsillo derecho del saco. Pero no sucedía así. Rabiando, su diestra tropezó con un bulto que sobresalía en el bolsillo derecho del pantalón, en el cual, desde hacía muchos años, sólo llevaba un pañuelo. Quedó sorprendido al encontrar el llavero donde nunca se le ocurrió ponerlo. "Bueno —se dijo— seis horas acicateo mental y discusiones, me han fatigado. A dormir". Entró al dormitorio, se quitó el saco e hizo ademán de ponerlo en la silla habitual. La silla no estaba en su sitio. Sorprendido, la buscó en otros cuartos y fue a encontrarla en el escritorio donde evidentemente nada tenía que hacer. "El nuevo mozo —reflexionó— todavía ignora que cada objeto tiene que permanecer donde está". En el portacepillos había una rosa y el cepillo de dientes se había esfumado. "Esto ya es el colmo —pensó— mañana mismo despacho al tonto del sirviente". No pudo lavarse la boca. Mientras se desvestí, una música suave, muy suave, casi como un murmullo subía de cualquier parte. ¿Estarían con la radio prendida en la casa vecina? Imposible a esa hora. Se aproximó a su radio de transistores, colocada en una mesita, y halló la explicación al enigma; claro: alguien dejó la radio encendida, con muy corto volumen. Movió la rueda y la música se desvaneció. Lógico: si todo tiene explicación. Si no hay fenómenos del más allá. Pero luego recordó que todas las estaciones de radio silenciaban sus audiciones a las doce, y que la suya carecía de onda corta para captar las estaciones extranjeras. ¡Qué raro!. Al meter los pies desnudos en la cama saltó de un brinco al rozar algo áspero, punzante como un animal agresivo. Levantó las frazadas: una escobilla de pelo, una de esas "Kent", duras de cerdas belicosas, parecía mirarlo burlona. ¡Mil diablos —profirió— alguien se está burlando de mí! Eran los amigos —claro— los amigos, siempre tan bromistas. Habían penetrado a su departamento y desordenaron todo sabiendo cómo lo irritaba la desubicación de las cosas. ¡Y hacerlo precisamente esa noche, cuando se recogía tan cansado! Ya verían… Prendió la lamparita y se dispuso a leer, siguiendo su añeja costumbre: siquiera diez minutos, antes de apagar la luz. Cogió el "Fausto" de Goethe, que releía por tercera vez y al abrir el volumen quedó estupefacto: estaba escrito en alemán y en letra góticas. Cerró los ojos, luego los abrió; el texto gótico-alemán seguía desafiante. Cerró nuevamente los ojos, y al abrirlos tropezó con la familiar versión castellana. Inmediatamente recordó que dos días antes, en la Universidad de la que era catedrático, un visitante alemán había exhibido una primorosa edición del "Fausto", en letras góticas. ¡Era eso! Un fenómeno perfectamente comprensible: una sustitución de imágenes. Leyó algunos minutos, tranquilo ya. Luego cerró el libro y jaló la cadenita de la lámpara; pero la cadena no funcionó. ¡Caramba! Sólo esto faltaba; no podría dormir. ¡Qué tonto! Claro que podría dormir; había que desconectar el enchufe del artefacto eléctrico. Bajó de la cama para desconectar el enchufe detrás de la mesilla de noche y simultáneamente ocurrieron dos cosas: se apagó la luz de la lamparilla antes de que él hubiera tocado el enchufe y sintió un dolor agudo en el pie: había pisado un clavo, una tachuela, algo cortante. Soltó una maldición. Buscó la caja de fósforos para alumbrarse y de pronto sintió un vientecillo juguetón que hablaba o parecía hablar. ¿Qué era, qué decía? ¿Cómo había entrado? Se acostó, asustado, y al no encontrar la almohada comprendió que el fantasmita había jugado con él desde que abandonó la casa de los espiritistas. 125 Tenía un amigo excelente, un médico, un sabio casi, de cuya lealtad y probidad no podía dudar. Además ¿no es el médico un confesor? Y éste gozaba fama de discreto y reservado: jamás contó las confidencias de sus clientes. 129

Alternando nombres y circunstancias para evitar que Wanda fuese identificada, expuso el trance en larga exposición. Creyó haber dicho todo lo esencial. El médico lo escuchaba con viva atención. —Es mejor que una novela — comentó al terminar la confesión— pero lo que no entiendo son esas reacciones tan variables, tanto las tuyas como las de la muchacha. —He dicho la verdad —musitó el hombre. —No lo dudo —repuso el profesional— mas no puedo clasificar el caso. Si fuese pasión, ya se habrían entregado a ella. Si sólo amor platónico, no lo habrías manchado con el deseo. ¿O acaso se trata de una emulación de personalidades, dentro del doble juego de atracción y repulsión? —No sé, no sé… Ella se ha convertido en lo más importante de mi vida, pero no me atrevo a dar el paso decisivo. Algo me contiene. —La mujer es más resuelta y más sutil que nosotros los hombres en el campo amoroso. Las mudanzas de ánimo, las vacilaciones, las actitudes contradictorias son parte de su juego. Probablemente te hará caer en sus redes. El la defendió con calor: —No, no la conoces. Creo que es sincera. Tal vez le ocurre lo mismo que a mí: quiere y no quiere… Quizás, quizás… desea ser mi amante, pero no se arriesga a perder su reputación de mujer honesta y esquiva. Estamos en el juego hace varios años… El médico sonrió con sorna: —¡Lindo caso! Ambos aman el peligro y los rehuyen. Mi diagnóstico sería: el conflicto de los emocionales-cerebrales. El sexo los arrebata, la mente los frena; ¿pero no es el deseo sensual también un proceso de la mente? ¡Cuidado, cuidado! Tu imaginación va muy de prisa. Quien sabe si el realizar tu anhelo no destruiría toda la ilusión. —¡Oh, no! —protestó el paciente—. No se trata de un capricho. Si cae en mis brazos sería para siempre. —Hablas como un adolescente. Me desconciertas. Si la quieres tanto ¿por qué no renuncias a ella? Déjala en paz y recobrarás el propio sosiego. ¿Qué son, al fin y al cabo, unas lindas piernas, unos ojos fascinadores? Productos de nuestra fantasía. El eros, como afirma Proust, es nuestra creación. Mira otras mujeres, escoge una que no te dé tantas complicaciones y olvidarás a la muchacha rápidamente. Roberto miró al médico con tristeza: —¿Y si te digo que intenté varias veces hacerlo y fracasé? —Entonces estás perdido. Esa muchacha es tu obsesión. ¿Y dónde están tu carácter, esa personalidad avasallante que siempre admiré en ti? El otro repuso turbado: —No me entiendes… Esto es otra cosa… Aquí no entran el carácter, la personalidad ni nada por el estilo. Estoy como en un túnel; no sé si avanzar o retroceder. Me falta luz… ¿Lo comprendes? Discutieron largamente sin llegar a un acuerdo final. Al despedirlo, el médico-amigo sentenció: —No diré que se trate de un principio de esquizofrenia, porque no hay incoherencia mental en lo que relatas, pero sí una suerte de escisión de la personalidad: quieres ser, a un tiempo, el hombre irreprochable y también el amante apasionado que toma su presa. Y según cuentas, parece 130

que a la joven le sucede algo semejante. Pues decidirse: el camino moral o la aventura del sexo. En casados no conviven ambos. Se retiró más desconcertado de lo que estaba al llegar. El amigo, el científico, parecían sinceros. ¿Pero se trataba realmente de una oposición violenta entre moralidad y sensualismo? La joven, más cauta o más pudorosa, no confió a nadie sus dudas. Sintió que renacía el deseo de conquista del hombre, no sólo en lo físico; ansiaba rendirlo asimismo a su voluntad. Buscaba el sometimiento total del varón. ¿Era amor, era orgullo, era simple acicate sexual? De pronto la acosaban ráfagas de ternura: se entregaría íntegramente, valerosamente, sin pedir nada para sí. Creyéndose fuerte, él era en el fondo débil, la necesitaba. Sería amante y madrecita. Pero esas ráfagas sentimentales pasaban pronto. "Estoy desvariando —se decía— porque en realidad lo que anhelo es verlo rendido a mis pies, torturar su cuerpo, lacerar su alma… y también deseo hacerlo feliz". ¿Lo amaba o sólo lo deseaba? Recordó los primero años, cuando únicamente buscaba herirlo, desafiante en sus preguntas y respuestas, ese tiempo en que él no reparaba en sus encantos y se limitaba a jugar al florete verbal con ella tocándola a su antojo con pullas y salidas ingeniosas, superándola en el diálogo. Pero también estaban los otros, los instantes, las horas de gloria, cuando lo tuvo rendido, padeciendo y gozando alternativamente, al borde del incesto. Fueron tantas oportunidades… ¿Qué los contuvo? Ambos habían domado al animal instintivo; ¿o fue más bien cobardía? Súbitamente recordó el cambio brusco en el cuñado: ese día, en la fiesta, cuando lucía el traje ceñido, muy corto, con aberturas laterales, que dejaban ver generosamente las piernas bien modeladas. Era eso: simplemente el sexo, el bajo deseo sexual. Nunca la había amado, solamente la deseaba. Macho al fin. Y ella, ingenua, pudo creer en un amor noble, por encima de la atracción carnal. ¡Qué boba! Le gustaba, claro que le gustaba, acaso más que antes pero no se rendiría a sus apremios. Le haría pagar cara su brutalidad masculina. Desear sólo su cuerpo… Suciedad… La máscara de cortesía, de finezas, de ingenio, era únicamente eso: una máscara. La muchacha no necesitó recurrir a un psiquiatra para comprender que no se puede ser buena esposa de un hombre y amante de otro. Y resolvió, tras largas cavilaciones, renunciar a lo segundo para mantenerse honesta reina en su hogar. Pasaron los días. Al entrar a la sala, donde bullían muchas personas, lo divisó en un grupo, como siempre centro solar, teniendo pendientes de sus labios a varias mujeres, dos de ellas verdaderamente guapas. Se aproximó. El la miró al sesgo, con rapidez, e hizo como si no la hubiese visto; siguió hablando con desenfado y picardía, provocando risas que matizaban su charla. ¿Por qué se puso el traje famoso? Hacía tres años que lo tenía arrinconado. Se retiró discretamente y tomó asiento en un sillón bajo. Cruzó una pierna sobre la otra, la falda cortísima se suspendió y tuvo la seguridad de ofrecer una visión tan excitante como aquella vez en la cual convirtió a Roberto en rendido admirador. Cuando el grupo se disolvió, el hombre se acercó a la joven que lo miraba burlona. La contempló con furia: —¿Por qué lo hiciste? —preguntó. Eres diabólica. Ella sonrió despectiva. —¿No tengo derecho de escoger mi vestido? —Pues te equivocaste. Ninguna fuerza ni atractivo me hará volver sobre lo pasado. —Pasado…! ¿Y quién dijo que se trata de volver a lo pasado? Estás loco. Tú y yo somos los parientes agresivos, los de antes. 131

El hombre comprendió que la joven quería exasperarlo. Calló. Se disponía a retirarse cuando ella dijo: —Espera. Y en tono afable, como si nada hubiese sucedido, adujo: —Debo consultarte un problema que tengo con mis hermanos sobre el negocio de la mina que tú mismo me aconsejaste. Pero no aquí: nos interrumpirían. La tomó del brazo y lo llevó al jardín en penumbra. Explicó el asunto en pocas palabras. El cuñado la escuchó y rápidamente dió la solución. Cosa muy sencilla. —¿Es todo? —preguntó. —No, no es todo —repuso la muchacha— tengo algo más que decirte. Se aproximó al hombre que estaba arrimado al muro de los emparedados. A la incierta claridad, él vió que los labios de la primita temblaban. ¿Había lágrimas en sus ojos o era una ilusión visual? Se aproximó más, los rozaba ya. Sintió su perfume enervante, su respiración anhelosa, los senos firmes palpitando contra su pecho. Luego el cuerpo soberbio se apretó contra el suyo. Wanda le echó los brazos al cuello y lo besó con frenesí. El correspondió a la caricia de fuego, deslizando las manos de la cintura de la mujer a las espléndidas caderas. El deseo, largamente retenido, estalló con violencia inusitada. La muchacha gemía, pronunciaba palabra entrecortadas, reía y lloraba alternativamente. Estaba poseída por la pasión. El varón, sorprendido, desarmado, sólo atinaba a seguir el juego amoroso. Era tan dulce y tan profundo a la vez… La muy deseada en sus brazos, toda suya, en abierta entrega… Aun no había pasado de los besos y las caricias táctiles, cuando la voz de la joven resonó impaciente imperiosa: —¡Gózame. Gózame! Quiero ser tuya. El hombre despertó bruscamente del incendio pasional. —¿Estás loca? ¿Aquí, de pie los dos, expuestos a que nos sorprendan en cualquier momento? La muchacha lo increpó rabiosa: —Cobarde: tienes miedo… O ya no me quieres. —Tengo miedo por tí. Justamente porque te quiero demasiado, mucho más que antes, debo velar por tu reputación. ¿Te das cuenta el escándalo si nos encuentran? Además (irguiéndose en un rapto de orgullo varonil) seré yo quien elija el instante. Nunca me dejé escoger por las mujeres. La gata se arrimó al hombre felina, persuasiva. Ya no hablaba; sólo cortos gemidos o murmullos salían de su boca. Pero el cuerpo elástico y vibrante emitía a maravilla sus ondas erógenas. "Será como la otra vez, una posesión frustrada" —pensaba el hombre. Y vacilaba entre el deseo que crecía como lava irresistible en su interior, y el temor a ser descubiertos. Ella proseguía con sus mimos y caricias, estrechándose contra el torso masculino como si fuera a fundirse en él. Disimuladamente había abierto la blusa de seda y el hombre recibió el doble impacto que ningún amante puede resistir si verdaderamente ama y desea por encima de razón: los senos enloquecedoras a la luz de la luna, y el olor afrodisíaco que emanan las axilas. En un resto de lucidez, la empujó detrás de un árbol corpulento. Así el peligro sería menor. La muchacha, totalmente trastornada, imploraba: —¡Tómame, tómame…! 132

El hombre embriagado en el delirio físico, sentía vibrar, estremecido entre sus brazos, el cuerpo femenino. Ella le sacó la corbata, le abrió la camisa, sus brazos hermosamente redondeados lo acariciaban con ardor. Le besaba el pecho, se reclinaba en él. Las manos varoniles subían lentamente, por los muslos espléndidos. Se detuvieron, morosas, palpando la fascinadora redondez de las nalgas. Le besaba los senos, la nuca, la boca delirante. Y al tocar el misterio del sexo de la joven con las manos, comprendió que estaba perdido irremediablemente: ese vellaje suave, imbricado, alucinante; esos pequeños labios interiores húmedos de pasión; ese centro de vida y de placer que la mujer esconde en el nacimiento de las piernas; esa boca maligna que en vez de hablar presiona y aunque ignora las palabras conoce el lenguaje más poderoso del mundo… La penetró con delicadeza; pero ella, la salvaje, se entregó en plenitud, furiosamente, gozosamente exigiendo al macho toda su potencia física. Así, de pie, apoyados en el árbol inanimado, las dos plantas humanas sacudidas por el arrebato pasional prolongaron su deliquio. La mutua posesión intensa, devoradora, los sumió en un éxtasis posterior velado de ternura. —Quisiera morir —dijo la joven—después de esto, ya nada… El hombre la contempló tembloroso de gratitud: —Soy tuyo —balbuceó— lo afrontaremos todo. Pero ambos ignoraban si la puerta abierta conducía al edén o al averno. 126 Los crímenes políticos jamás se esclarecen, se sospechan solamente. Porque se mueven muchos hilos detrás de bastidores, intervienen fuertes intereses y actúan numerosas personas. ¿Cómo probar, por ejemplo, que en el trágico accidente que costó la vida la General habían capitostes financieros, políticos, militares, civiles, técnicos y hasta dineros y consignas que venían de fuera? Estas cosas nunca se pueden probar, porque el interés de muchos sella las bocas de todos. Y la conspiración crecía, crecía no tan silenciosa, pero sí secreta y cautelosa evitando los riesgos de ser descubierta. —No quieren que termine mi periodo constitucional —confió el Presidente a uno de sus íntimos. Los adictos y seguidores del General se desesperaban: era tan difícil cuidarlo, protegerlo, porque él vivía en el peligro, desaprensivamente. Amaba el peligro, se arriesgaba en exceso. Viajaba de improviso, desdeñando las precauciones. Varios atentados fueron descubiertos antes de consumarse, pero el Mandatario se reía de los temerosos: "tengo mi estrella —respondía nada malo pasará". En esos días el servicio secreto del Palacio obtuvo la pista de un cuantioso contrabando por varios millones de dólares; y la pista terminaba en tres escritorios: el de un poderoso industrial, el del jefe de la conspiración, el de un líder político. Impidió el negocio el Presidente y creyó tenerlos en su mano: poseía las pruebas del delito. Los tenía acorralados. Se equivocó, porque el miedo, la codicia, y el odio trabajaron más activos: había que apresurar su muerte. Entonces sucedió lo que sólo en Sudamérica y en países pequeños, subdesarrollados, puede suceder. Todos estaban informados de la actividad revolucionaria, del atentado inminente contra el General. Hasta se daban nombres que coincidían con la verdad. Gobierno y oposición se vigilaban mutuamente. Espías y traidores se movían activísimos. El atentado —hablado se esparcía en las conciencias. Se divulgaban— siempre en forma de rumor, con cierta imprecisión, a veces tergiversando sitios y personas— las reuniones secretas de los conspiradores y las fatigas de los oficialistas por descubrir de antemano a los "golpistas".

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Una película policial no habría sido más dramática. Algunos periodistas y políticos de relieve, que conocían los trajines subversivos y los contrabandos excesivos fueron eliminados uno por uno. Se hablaba de logias militares y civiles, de clanes políticos, de venganzas personales, mas no se pudo señalar a los culpables. El General, indignado, ordenó severas investigaciones, pero habían hilos que escapaban a su control. Jueces amenazados, fiscales silenciados, periodistas atemorizados. La monstruosa maquinaria de la subversión (que ocupaba puestos-clave dentro del propio gobierno) infundió pánico a murmuradores y curiosos. Nadie se atrevía a saber demasiado, porque todos se enteraron que el poder subversivo, acallador de conciencias, tenía la mano muy dura y muy larga. Cierro día, en pleno Gabinete Ministerial cuando se discutía si aplicar o no al pueblo cierta medida político-social, antes de lanzarla, un ministro sugirió al Presidente: —Señor: un pensador político aconseja que el que manda no tiene nada que explicar. Al punto brotó la respuesta del militar-humanista. —El que manda, después de agotar la razón, no tiene nada que explicar. A poco sobrevino el escándalo de un ministro que fugó con dineros y papeles del Gobierno, muchos de ellos confidenciales, que la prensa no tardó en reproducir. Aparecían serios cargos, irregularidades, excesos de poder contra el régimen, pero en ningún caso resultó complicado el Mandatario. La traición habría derribado a cualquier gobierno; en el caso del Caudillo tuvo efecto contrario: acrecentó su prestigio. La opinión pública se cebó en quienes abusaron de su confianza. Desórdenes callejeros, —obreros, maestros y estudiantes separadamente o unidos— suscitaban encuentros con fuerzas policiales. Con infinita paciencia, el General instruía reprimirlos evitando en lo posible hechos violentos. Era un estallido de pasiones y ambiciones contra un Mandatario que no tenía más delito que trabajar activamente por el país. La disputa por el poder, siempre teñida por la discordia y por la sangre, amenazaba desembocar en tempestad. Pero el Presidente apaciguaba a los temerosos: —El momento de pelear saldremos todos a la calle. No se asusten antes de tiempo. Y era tal su fama de valiente y su prestigio de buen gobernante, que muchos —ciertamente la mayoría nacional— pensaba que sería imposible derrocarlo. El General había formado dos partidos no muy fuertes: uno lo ayudó a ganar la elección constitucional: otro, de campesinos, no llegaba a estabilizarse. Proyectaba un tercero, de jóvenes, que no fundó oficialmente porque las rivalidades entre sus líderes —formados por el propio Presidente— y otras decepciones lo impedían. Es el defecto de todo grande hombre de acción: consagrado a su obra creadora, a los deberes inmediatos, no se preocupa de organizar el sistema político sólido que proseguirá su tarea cuando él desaparezca. El caudillo sudamericano abarca el círculo vital: lo hace todo. Es teoría y política, liderazgo y masa, voz y decisión. Maneja muchedumbres, partidos, grupos, personas, pero no puede (o no quiere) dar vida al gran organismo político, a la nueva fuerza sistematizada, acaso porque teme que ella pueda limitar su acción. Era un caso extraño. A veces se agotaba proyectando cómo sería el nuevo gran partido futuro. A veces dejaba pasar las semanas olvidado del proyecto. ¿Quería o no quería, verdaderamente, organizar la gran fuerza política? Punto oscuro, que nadie logró descifrar. Lo cierto es que si una elemental prudencia lo impulsaba al Nuevo Partido, su naturaleza dinámica, su vitalidad creadora se sumergían en la acción olvidando los buenos propósitos de ordenamiento partidista. 134

Y también esto era aprovechado por los conspiradores, que le atribuían un cesarismo excesivo. —No forma el partido porque él lo concentra todo. Pero su figura seguía creciendo, dejando atrás a émulos y adversarios. Visitó varias naciones, habló con Mandatarios, ocupó tribunas parlamentarias y de organismos internacionales. Dominando el escenario de la política continental, sobresalía por la serenidad del juicio y la precisión de los conceptos. La prensa mundial admitió que no era sólo un militar, un aviador, un caudillo pintoresco como querían presentarlo sus enemigos, sino un verdadero conductor, un hombre de Estado. En lo interno, con mayor razón, todos confiaban en el General. Su enérgica voluntad mantenía la paz pública, sabía decir "no", garantizaba la normalidad institucional del país; mas antes de acudir a los medios represivos, el Mandatario agotaba las discusiones. Nunca se negó a debatir problemas con sindicatos, grupos ni personas. Al cabo de reuniones agobiantes con los maestros, éstos lo calificaron como "maestro de la persuasión". La conspiración crecía como una hidra, con varias cabezas. Se encarceló a un cocinero complicado en una tentativa de envenenamiento. Se frustró un atentado que debería realizarse durante uno de los frecuentes viajes imprevistos del General; ¿había traidores en su círculo íntimo? Oficiales sorprendidos con manifiestos subversivos mimeografiados y notas sospechosas de ubicación y movimiento de tropas, fueron detenidos: se comprobó su entendimiento con los subvertores. Cabía su expulsión del Ejército, darlos de baja, pero el Presidente fue una vez más generoso con quienes lo combatían. Reunió en su casa a los 14 oficiales que sólo estuvieron presos 10 horas, y antes de anunciarles nuevo destino en las fronteras, les dijo gravemente: —Camaradas: no quiero romper la unidad de las Fuerzas Armadas, tampoco cortar vuestra carrera profesional. Tenéis el derecho de disentir con el Presidente y con su Gobierno, pero no debisteis utilizar el ejército para fines subversivos. Sois jóvenes, meditad en el error cometido. Sed militares, no demagogos. Volved por el honor castrense. Que Dios os ilumine. Con excepción de uno, los restantes oficiales disidentes, se convirtieron a la causa del General. En contacto diario con la prensa, el Presidente dirigía personalmente la batalla informativa rebatiendo a sus adversarios, informando al país sobre la obra realizada y sus futuros proyectos de desarrollo. Entraba a una fábrica, siendo abucheado por los obreros, les hablaba con sencillez y a los pocos minutos salía en hombros de los mismos que lo recibieron hostilmente. Otra vez hacía madrugar a ministros y edecanes para efectuar visitas sorpresivas a las reparticiones públicas, llegando bastante antes que su personal. En las concentraciones campesinas no se limitaba a escuchar quejas; disponía de inmediato la ayuda material consiguiente. Almorzaba con altos jefes del ejército y cenaba con los suboficiales. El protocolo lo reservaba a los diplomáticos, o para las grandes actuaciones oficiales. Prefería el trato directo y sencillo, al extremo que un periodista francés, que lo visitara prevenido contra su persona, terminó confesando después de una hora de charla: —Es el Presidente de mayor calidad humana que conocí. ¿Quién llegaba a comprender su compleja, indescifrable, volcánica personalidad? Un carácter férreo en un alma tierna. Desbordante en ideas, infatigable para la acción. Amaba a sus amigos, desconfiaba de sus colaboradores. Intuía de golpe lo que no pudo estudiar dilatadamente. Hilaba fino y sutil en la madeja política, nadie lo aventajaba en la maniobra; pero de pronto irrumpía con actos inesperados que desconcertaban a los más perspicaces. Sabía elegir a los hombres. Cambiaba gabinetes y gentes de dirección en forma sorpresiva: "la rotación es necesaria en el gobierno". Abierto para amigos y confidentes, escondía los objetivos finales de su acción. Demócrata de sentimiento, era un autócrata de voluntad. Pero hacía todo con tal elegancia que desarmaba a los más reacios. Sólo cuando se le atacaba con violencia respondía con igual 135

virulencia; entonces, desmedrándose conscientemente, imponía al luchador sobre el estadista. Sabía callar en los trances decisivos. O se volcaba impetuoso y extenso en la oratoria populachera. Pero también actuaba como un gran señor, como fino diplomático cuando la ocasión lo exigía. Hombre de muchos registros conocía la gama variadísima de facetas espirituales entre el jefe y el amigo. A los tres años de su mandato constitucional, el Presidente conducía al país con mano firme y dinámica. La estabilidad política, la paz social, los ascendentes índices de producción acusaban notorios avances en el progreso general de la nación. Afianzado como estadista y como caudillo, el Mandatario disfrutaba de inmensa popularidad. Fue entonces que el grupo ejecutivo de la conspiración decidió apresurar el atentado. —Debemos reconocer que su prestigio en el pueblo y en el ejército ha crecido tanto, que si le dejamos terminar su periodo hará, posteriormente, lo que él quiera: se prorrogará, se proclamará dictador, o impondrá un títere para volver cuatro años después. —Es imprescindible eliminarlo —apuntó otro. —Y hacerlo de inmediato —sentenció un tercero. El jefe de la subversión, silencioso —siempre silencioso— asentía con su mudez en tácito acuerdo con el crimen político. 127 Cuando San Juan de la Cruz se hunde en la "noche oscura del alma"; cuando Novalis afirma que pocos conocen el misterio de amor porque no todos son traspasados por la eterna sed divina; cuando Heráclito sostiene que no podemos encontrar los límites del alma ni recorriendo todos los caminos, porque hondísima es su razón; y si reflexionamos que buscar el alma insondable es buscar a Dios incomprensible, concluimos que la Gran Búsqueda es, en último término, la Gran Derrota. Nadie llega a su meta en la persecución de la divinidad. El Buscador, desalentado, veía inútil su tarea. El no está en los libros, ni la sabiduría humana lo refleja. Tampoco en lo concreto. Los templos dicen guardarlo ¡pero hay tanto de pompa y de mentira en sus bóvedas altísimas! Ni en los terribles sucesos inesperados ni en los mínimos acontecimientos cotidianos. ¿Maneja el mundo, es el mundo? Nada lo prueba. A veces una voz secreta murmura: "No busques afuera, mira hacia adentro…" Pero el interior del alma es infinitamente vasto, oscuro, indefinible: se pierde en sus ámbitos pavorosos la inteligencia más despierta. ¿Pero es posible llegar a Dios, intentar aproximarse a su cercanía siquiera? ¿Es sensato? ¿Es realizable? Se había llamado a sí mismo un Buscador de Dios y después de largo peregrinaje de años y fatigas, se encontraba en el mismo punto del cual partiera. Nada: no avanzó nada. Dios, entonces ¿no deber ser buscado, sino que desciende o trasciende al buscador? Dicen que Juan Sebastián Bach, en su música coral, conversaba con Dios. Ves un niño, una pequeña criatura de dos o tres años, y de pronto un gesto suyo, una sonrisa, un balbuceo de palabras semipronunciadas, una mirada traviesa, te traspasan: nadie te lo dijo pero tienes la sensación, por el milagro de ese niño, de que Dios existe. Miras el paisaje, la montaña augusta y materna, las arboledas remontadas, las nubes festoneando el cielo de cobalto, las formas y colores de la naturaleza y sientes un júbilo indecible: la serenidad del contorno te revela el juego armonioso del pensamiento. Procedes rectamente, ayudas al prójimo y un sentimiento de paz interior te acaricia el alma. Podrá parecer ingenuo, mas la bondad, la belleza, el desinterés, el espíritu de sacrificio, todo pensar, todo hacer, todo sentir en finalidad trascendente desembocan en la idea de Dios. ¿Qué es, entonces, esta búsqueda sin fin?

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O creyendo realizarla en el fondo sólo buscabas tu alma. Tu "alma", palabra misteriosa, acaso el único vehículo que lleva a Dios… Mas no en la aventura egoísta del ansioso de saber, del codicioso por desentrañar lo escondido, sino en acto de amor, desinteresado, de la criatura que busca en sí misma cómo adorar mejor a quien le dió vida. ¿Debes dejar de perseguir a Dios esperando que sea El, más bien, el que se allegue a tí? Una gran desazón, camino al abatimiento, invadía al Buscador. Su prolongada y temeraria empresa parecía desembocar en el vacío. Ninguna esperanza ningún resquicio de solución. "Es natural —pensó con amargura— donde se estrellaron las mayores mentes del mundo ¿cómo habría de triunfar un pobre buscador de verdad como yo?" Soñar excesivo. Ambición desapoderada. Comprender a Dios ¿no equivale a ser casi como Dios? Había sido un loco, un desaforado… Renunciaría a la búsqueda. Imposible acercarse a El, menos intentar comprenderlo, porque El está sin estar, manifiesto e invisible a la vez. Y quien pretende violar su sagrada soberanía se ofusca: ni de lejos se acerca al resplandor inusitado. En cambio el manso de espíritu que cree y confía aunque lo divino no se patentice en su contorno, ese levantará el sello sagrado del misterio. Y el instante en el cual se dijo, con profunda emoción, "creo en Dios, no trataré de explicarlo" una voz de voces le respondió: —Sigue buscando. La duda no mata la fe; al contrario: la aviva, la redondea. Y el Buscador de Dios reanudó su marcha gozoso, confiado aunque el horizonte fingía distanciarse. 128 ¿Tienes un sentido el esfuerzo tenso y áspero de estos cuatro años? Pocos reconocen los sacrificios del patriota, muchos se esmeran en la envidia al hombre. El político, adulado en el poder, se convertirá en monstruo del mal si torna al llano. Y éste arriba o abajo siempre son más los perversos, menos los buenos. ¡Cuánto odio, cuánta basura…! Pero hay que seguir avanzando. Soportar la carga del destino. Servir hasta el límite de tus fuerzas. Viejísima la frase y verdadera: el mejor regalo que Dios concede al hombre es una buena mujer por compañera de su vida. Leo a los maestros de ayer y de hoy: rayos de luz, alumbran y calientan. Aun no se ha escrutado el mundo maravilloso de la lectura, el mayor multiplicador de nuestra mente. Para solaz del alma tres amigos inseparables: música, paisaje, artes. Y el cinturón de pinos que circunda la casa. El jardín profundo y misterioso. El parquecito que espera tu llegada. Las risas y los gritos de los nietos. Un colibrí relampaguea en el aire. El perfume de las rosas evoca la magia de los persas inmortales: Attar, Hafiz, Saadi, Nizami, Khayyam… ¿Por qué se vincula, siempre, el trino del gorrión con el recuerdo de Beatriz? ¡Ah cuerda tensa, heroica y lírica a un tiempo mismo: querías ser guerrero y soñador! Afuera el Gran Señor de Nieves, hierático y hermético. Sagaz preceptor de vidas, pedagogo que ilumina y espolea sin embargo. Adentro el artista concentrado en su tarea: ¿no es escribir el don mayor? Los dos enigmas insolubles. Uno eterno como el Tiempo, mira pasar a los hombres. El otro fugaz en el Espacio puede hacer desfilar evos y montañas. ¿No habló Leonardo de aquel sentido arcano que constituye el principio regulador del universo? El misterio: clave del mundo. Marcha hacia él es la dicha del hombre. Un envidioso se mofó porque dije: quisiera llamarme "Hijo del Ande". Creyó que lo manifestaba en un sentido de ambición de grandeza, y no alcanzó aquel otro, más profundo, de humanidad y amor entrañable al materno claustro. Sumirse en la tierra que nos dió su llama y su fervor ¿no es devolver lo que nos fue donado? Y el Padre de Mis Días fue Illimani, maestro mayor, el que otorgó fuerza y hermosura a la caligrafía de mis sueños. 137

Hermanos, amigos, muchos y buenos. Pero sólo una llegó a mi intimidad, creció conmigo, me infundió su sabiduría y su ternura: María! Veinte años de la primera conferencia política. ¡Cuánto camino recorrido! Y cómo el ideal juvenil se transformó en severa y árida tarea…! Sospecho que a pocos—como a mí, Martín Lucero— fue concedida la doble plenitud del hacer y del pensar. Todo es bello, interesa todo. Proyéctate a la rosa de los vientos: ella transmitirá tus inquietudes. ¿Qué cuentan falderillos y envidiosos? El mundo maravillosamente rico de presencias, la vida siempre variable y renovada, te mantienen asombrado y ocupado. Lo que te acosa, lo que sueñas, lo que haces, lo que concita tu atención, lo grande y lo pequeño, lo buscado y lo fortuito se combinan en infinitas variaciones: de un cofre deslumbrante brotan los instantes. El corazón siempre entusiasta, la inteligencia buscadora siempre. Pensar, inventar, componer, organizar hombres y cosas, actuar simultáneamente y alternativamente en diversidad de planos. Hay más de tres dimensiones para el hombre en proceso de ascenso y enriquecimiento interior. Ética y estética, enfrentamiento de la Vida, meditación de la Muerte, regular tus relaciones con los seres animados y con las cosas inanimadas, tu desventurada Patria dentro del vasto y atormentado mundo de hoy, el Ande grandioso, requeridor, tus libros y tus discos, tus imaginaciones, tus escritos, los viajes realizados y los que no pudieron prosperar, proyectos, ambiciones, sorpresas, deberes, las mil tensiones diferentes que polarizan los dos cosmos vertiginosos del cuerpo y de la mente… Entre universo infinitamente grande de los astros y el universo infinitamente pequeño de los átomos ¿alguien escrutó el universo infinitamente variable y complejo del hombre? Somos más, mucho más de lo que representamos, sólo que ignoramos nuestro tremendo potencial de expansión. Y así como los "cuasares", o casi-estrellas, no se sabe si son fuentes de energía o sólo reflejos de la fuerza cósmica, tampoco el hombre conoce si las ondas de luz que lo iluminan brotan de su mente o le son enviados del enigmático universo. Hoy placen las acrobacias de los epígonos transatlánticos. Nuestra América no parece haber madurado para la gran disensión humanista. Imitar, imitar… Me rebelo contra el servilismo intelectual. Aunque el marco estilístico baje de Occidente, no somos Europa, ni tenemos por qué copiar las locuras, extravíos y desenfrenos de sus morbosos narradores. Estoy terminando una novela-símbolo. El héroe (no creo en los anti-héroes de la novelística actual) es el joven sudamericano tal como yo lo pienso y lo deseo: creyente, afirmativo, generoso, henchido de entusiasmo, labrador de su propio destino. Y el Ande eterno como fondo grandioso de la peripecia humana. Dos historias cruzarán la masa general del relato: una historia de amor, que irá de principio a fin; y una narración política que irá a fin a principio, retrocediendo. Y el saber humanista, entremezclado con las intuiciones nativas, darán atmósfera y color a esta epopeya del hombre y del paisaje que sólo será entendida cuando su autor duerma bajo tierra. Hacer, haciéndose. ¿Es fórmula de Séneca o de Goethe? En todo caso: sapiente divisa. Me juzgan orgulloso —Martín el solitario— porque vivo ajeno a la actividad mundana, consagrado al hogar, al estudio, a la creación literaria, vinculado a pocos amigos. Y aun en política, prefiero el trabajo silencioso al pregón espectacular de los ambiciosos. Esto no significa desdén hacia nadie. ¿Pero habría redondeado la aventura espiritual volcándome hacia afuera? Antes un gran apellido fue una ventaja. Hoy, en la inversión de valores, en el general desquiciamiento, constituye un factor negativo. El odio se propaga contra todo cuanto brilla. La mejor filosofía: aceptar la vida tal como ella es, no como nosotros queríamos que fuera. Y en tanto tengas en qué pensar y de qué ocuparte, criatura del Destino: tuyo el camino! 129

Escritor español:

Escritor hondureño:

Bien: de las 94 novelas presentadas, hemos seleccionado 11. Hay otras buenas, otras regulares y otras malas, pero creemos que éstas 11 son las mejores. Apoyo: éstas 11 son las más calificadas. 138

Escritor argentino:

Escritor peruano: Escritor mexicano: Escritor argentino: Escritor hondureño: Escritor español:

Escritor peruano: Escritor mexicano: Escritor peruano: Escritor hondureño:

Escritor mexicano:

Escritor argentino: Escritor español: Escritor peruano: Escritor mexicano: Escritor argentino:

Escritor hondureño: Escritor mexicano: Escritor español:

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Escritor mexicano: Escritor peruano:

Escritor español:

Siendo cinco los jurados, distribuyamos la re-lectura y la calificación final: cada uno de nosotros tomará a su cargo dos novelas y el colega español, por su experiencia y por sus méritos se encargará de tres. A mí dénme la novela que firma "Girasol"; deseo analizarla a fondo. Veo que entre las 11 seleccionadas no figura "El Nevado" que a ni juicio es una obra estupenda. La selección ya está hecha: no hay nada que hacer… Es una novela pasatista. (elegido presidente del Jurado por mayoría y que anda con ella) (dirigiéndose al mexicano). Sólo usted votó por ella; los otros cuatro votos decidimos eliminarla. Me parece que lo democrático… ¡Dejémonos de tonteras! Esa obra es demasiado perfecta. Hoy nadie acepta lo perfecto, se busca justamente lo imperfecto. ¿Si se presentara aquí Cervantes lo rechazarían? Con toda seguridad. Cervantes escribía en exceso. Ahora buscamos lo nervioso, lo imprevisible, lo irregular y lo sorprendente. dice bien el colega. Leí "El Nevado"; va contra todos los nuevos cánones. Tiene mensaje, tiene un héroe, la trama se desenvuelve con lógica, está bien construída, el estilo es claro y poético. ¡Qué absurdo! ¡Cómo para satisfacer a nuestras abuelas! (sarcástico) Según ustedes la novela debe carecer de mensaje, no decir nada, exaltar al anti-héroe, presentarse como un rompecabezas, desconyuntar el lenguaje, escandalizar con los objetivos. por supuesto, hombre por supuesto. (conciliador) Si desean reconsidera la eliminación de este libro… (enérgico) ¡De ninguna manera! Lo hecho hecho está. ¿Y la probidad de los Jurados, la justicia del fallo? probidad, justicia, palabras huecas. Aquí estamos para satisfacer al público, para contentar a los editores, para entretener a la crítica. La literatura actual no es moral ni inmoral: es amoral. Lo que cuenta es el gusto en boga. claro la sorpresa, lo sensacional, exasperan al lector… ¿Es que no existe ya una escala de valores? ¿Qué se puede valorar en el mundo actual? Lo que agrada es, precisamente, la quiebra de todos los valores que propugnó el sagaz Nietzsche. ¿Para qué volver sobre lo ya resuelto? Deliberada o inconsciencia, la eliminación de "El Nevado" es, para mí, un verdadero atentado contra las bellas artes. (irónico) Pero si se trata de lo opuesto: hoy predominan las malas letras. estamos perdiendo el tiempo. El señor que dé su voto por ese libro y nosotros cuatro escogeremos uno de los once seleccionados. ¡No, no, no! En 15 veces que se adjudicó el premio Cosmos fue siempre por unanimidad del Jurado. el jurado disidente que se excuse y nosotros explicaremos, en el Acta, que debido a sus ideas atrasadas, a su incapacidad para comprender la nueva literatura, el colega-reaccionario se quedó en el tiempo clásico. (atemorizado por la idea de verse presentado como clásico y reaccionario) Está bien, esta bien; que se deseche "El Nevado". felizmente se logró el acuerdo. Ahora sólo queda volver al análisis minucioso de las once obras seleccionadas y escoger la mejor. (dolido aun por su derrota) la más defectuosamente construída y la peor escrita. En ello andamos. Es la tónica de nuestro tiempo. no tanto, no tanto. También entre los desatinos libros de hoy se puede hallar el excitante del mal gusto, el atractivo de lo feo, la astucia maligna del que urde una historia para descontentar a sus lectores. ¿Estamos aquí para educar al público o es el público el que nos educa a nosotros? Ingenuidad. Ni pública ni nosotros contamos. Son las pequeñas logias de críticos, editoriales, y capillas políticas las que imponen las normas. El que se rebela… a la canasta! (asustado del sesgo que toma la discusión). No estamos acá para radiografiar la sociedad literaria ni sus vinculaciones con la industria y el dinero. Suspendida la sesión. 139

130 Era una música extraña, que amalgama aires antiguos con sones nuevos. Una mezcla diabólica de la orquesta clásica con instrumentos de percusión. Un diálogo espaciado entre la quena aimára y el arpa céltica. Y el rumor jadeante y armonioso del mar levantándose detrás del muro de sonidos. Música exótica sabiamente construída, como si un compositor audaz hubiese logrado juntar las inarmonías actuales con el discurrir melodioso de los primitivos. Y había también un coro ultraterreno, evanescente, que estremecía a la orquesta. Extraña cosa: parecía ser una música antigua, muy antigua exhalada de lejanías remotísimas, y al mismo tiempo algo nuevo, tan nuevo cono recién nacido… ¡Claro que la había escuchado, en un tiempo que no alcanzaba a precisar! Y sin embargo, otros acordes habrían puertas a territorios desconocidos que jamás avizoraron sus ojos ni pisaron sus pies. Era diabólica, porque lo sumía en perplejidades: venía de otros mundos y no obstante fingía brotar de su propia intimidad. Era celestial porque lo ceñía de frescura y de alegría. Inédita y familiar a la vez… Melodiosa y discordante alternativamente, conjuncionaba los sonidos más dispares: raras disonancias, finos giros, estallidos orquestales, armonías tranquilas, frenéticas síncopas. Y de pronto una frase musical honda, melancólica, tierna, el "Leit-motiv" de la composición que regresaba siempre transida de belleza y de nostalgia. ¿La queja de un alma apasionada? Y no sabía qué lo conmovía más: el fragor apaciguado del mar, el coro estremecido de las voces, la balumba de sones y ruidos exóticos, el motivo ternuroso del arpa, de la flauta o de la quena que volvía incitante y quejumbroso como el reproche de un poema de amor. La escuchó dos, tres veces… y de pronto le llegó la revelación: era la música requerida para ambientar los dos capítulos finales de su novela sobre el príncipe Atlante y la reina de Samos, detenida hacía tiempo porque no llegaba a lograr la atmósfera final del drama. Y cuando hubo terminado su historia, comprendió que el arpa gaélica y su pluma referían el, mismo suceso: un amor ardiente, elevado, capaz del más noble sacrificio, que sólo el encantamiento de la música y la poesía de la palabra pueden expresar cuando hacen arco sobre los tiempos y juntan lo pasado con lo nuevo. 131 El sabía que las tres conspiraciones avanzaban paralelas: una en el ejército, otra en los carabineros, la tercera empujada por los partidos de oposición. Huelgas de maestros, choques de policía y universitarios, agitación subterránea en los sindicatos obreros, y una labor sistemática, pérfida de calumnias y de intrigas contra los gobernantes. Lo de siempre: atacar, sembrar descontento, preparar la insurrección armada. El General vigilaba con ojo atento las actividades subversivas, pero su mano dura en los trances decisivos, se ablandaba en los días de fermentación revolucionaria. No quería aparecer como un tirano, dejaba actuar a sus adversarios. Seguro de su fuerza, le disgustaba perseguirlos. Pudo desmontar los golpes que se preparaban en los tres sectores, creyendo que con ello y alejados los tres cabecillas, tendría respiro por seis meses, hasta que se urdiese el nuevo complot. En esto se equivocó: las tres subversiones encabezadas por individuos ambiciosos y alocados, habían sido empujados por los dirigentes de otra conspiración mayor, mejor concebida, que inmediatamente redobló su actividad. Eliminados los tres conspiradores-pantalla, los conspiradores-ocultos pudieron actuar impunemente. —El plan está magistralmente planeado —dijo el jefe político—. Se cumplirá con precisión matemática, y jamás será descubierto porque somos muchos, y muy fuertes los comprometidos. Estamos ligados por grandes intereses: no habrá traición. El hombre que nunca habla, el que disponía de mayor poder, se limitó a inclinar la cabeza en señal de aprobación. Los increíbles sucesos ocurrieron exactamente así: El Presidente debía viajar en "jeep" a una provincia por una mala carretera. El camino largo y solitario. Viajaba con sólo dos edecanes. Se detuvieron junto a un riachuelo para cambiar el agua del motor. Uno de los edecanes partió a recoger el agua. El General descendió del vehículo y sonaron repetidas descargas de fusil: El Presidente y su edecán, el conductor del "jeep", cayeron fulminado por muchas balas. El segundo edecán tampoco escapó al furor asesino de los victimarios: fue ultimado en el riachuelo. Luego uno de los embozados subió al "jeep", lo puso en marcha y lo lanzó contra el árbol a gran velocidad saltando pocos segundos antes del impacto. El pequeño vehículo quedó destrozado. Entonces metieron los tres cuerpos inermes al "jeep", los 140

rociaron con gasolina y prendieron fuego. A los minutos el vehículo, totalmente incendiado, era un montón de escombros y los tres cadáveres, irreconocibles casi, yacían carbonizados entre fierros retorcidos. —Salió perfecto —dijo otro de los embozados— Ahora a desaparecer. Dicen que una indiecita oyó los disparos y corrió a tiempo para ver cómo se incendió el "jeep". También que un anciano labrador escuchó el tiroteo. La indiecita y el labrador desaparecieron misteriosamente. No se hizo la autopsia de los cuerpos. Espontáneamente o deliberadamente preparada, la noticia circuló como un rayo: en un trágico accidente, debido al exceso de velocidad con que le gustaba viajar, el vehículo que conducía al General y a sus dos edecanes, al chocar contra un árbol se había incendiado pereciendo sus tres ocupantes. Los funerales fueron excepcionales: la Nación entera deploró la desaparición del joven conductor. Se le rindieron honores nunca vistos. El Congreso lo declaró Héroe Nacional. Un millón de personas desfilaron ante el féretro. Llanto y pena fueron el sudario de aquel que ganó el corazón de su pueblo. Pocas semanas después la opinión pública se dividía en dos corrientes: para unos se trataba simplemente de un accidente fatal, debido al exceso de viajes y a la imprudencia temeraria con que el General los realizaba; para otros el crimen político, realizado por expertos tiradores con fusiles de mira telescópica, era inobjetable. Por ahora, sólo Dios conoce la verdad. Pero muchos piensan que el General, vencedor desde tumba, sabrá descubrir a sus victimarios. O al menos a quienes se proponían eliminarlo. 132 Fue un astrónomo, ateo y burlón quien intentó alejarlo de la gran búsqueda. Después de varias sesiones en las cuales abrió su inteligencia a la comprensión del infinito Universo, terminó con una pregunta: —Si el hombre es nada en relación al inmenso todo; si tiempo y espacio son inaprehensibles por su condición de infinitud; si se ignoran los límites del universo y mundos y estrellas giran vertiginosos en un movimiento de expansión, en fuga siempre unos de otros. ¿dónde está Dios en esa tremenda movilidad de los cuerpos celestes? El Buscador, desorientado, se atrevió a replicar: —Justamente en ese concierto estelar yo veo el dedo de Dios. —¡Bah, Bah! —dijo el astrónomo— la materia se organiza por sí misma, sin necesidad de ayudas exteriores. En el fondo de todo misterio cósmico, sólo existe la energía. La estamos analizando, la escrutamos; tal vez un día sepamos qué es la energía, infinitamente grande, infinitamente pequeña. Y entonces no necesitaremos de dioses ni de mitos para explicarnos el enigma de la vida y del cosmos. Cuando el Buscador objetó qué había dentro o detrás de esa fuerza primordial, qué o quién ponía en movimiento y en fuga las estrellas innumerables, el científico repuso: —La materia, la energía, se concentran y condensan dentro de su propio recinto. No quieren sustentos auxiliares. "Son" el origen. Del vacío surgió el caos, del caos un principio de orden, de la regulación elemental el grandioso concierto actual. Es un proceso natural, la ley de la evolución: del organismo más rudimentario se avanza hacia el más complejo. Es un motor interno el que crea la vida y la dilata incesantemente. Mira el cielo estrellado: ¿para qué habría de haber creado el supuesto Dios una cosa tan desmedida y tan complicada, y cómo podría un ser solo, desde afuera, manejar esa espantable e inconcebible grandeza en movimiento? 141

—¿Y si Dios estuviera adentro, en esa materia, en esa energía, en esa fuerza elemental que se alimenta de sí misma? —interrogó tímidamente el Buscador. —¡Vamos, vamos —contestó el astrónomo—. Filósofo y poetas siempre buscaron sustituciones simbólicas para explicarse la complejidad estructural del universo. No hay Dios ni inteligencia humana capaz de revelarnos el misterio de las distancias: el año-luz, inventado por el hombre, multiplica prodigiosamente los vacíos que separan a estrellas y galaxias entre sí, pero no basta para acercarnos a la realidad última del cosmos que es mayor, infinitamente mayor a cuanto nuestra mente puede imaginar. —¿Un mundo, una estrella nada son en la inmensa vastedad del Universo? —Apenas una chispa: fulgura y desaparece. —¿Y el hombre en el mundo, su vida terrestre? —Menos que una chispa… En magnitud cósmica, da lo mismo nacer o no haber nacido. Cosa tan fugaz, tan ínfima como el hombre nada puede importar a ese Dios todopoderoso en quien creen ustedes, los idealistas, ni a la energía que aceptamos los científicos. El Buscador se alejó del gran vértigo astronómico: su débil inteligencia se quebraba ante el enigma de los mundos y los cielos. Esos enjambres… Esas galaxias que rompen la potencia ordenadora de los números… Esas velocidades desmedidas con que huyen las estrellas y los sistemas siderales… ¿Por qué, para qué? Pero su fe no se quebró. "Soy demasiado pequeño —se dijo— para comprender la inmensurable grandeza del universo. Dios ha creado la materia, la energía, el universo, el mundo terrestre, el hombre sin otorgarnos la capacidad de concertarlo y entenderlo todo. ¿Por qué buscarlo en lo infinitamente grande, o en lo infinitamente pequeño? Ni el astrónomo ni el biólogo, ni el físico, ni el matemático, ni el químico, ni el técnico alcanzan la verdad divina. Escudriñan sectores aislados solamente del prodigo natural. Una voz interior le sugería: "Búscalo entre los hombres. Después te elevarás a las estrellas y descenderás al abismo de los átomos". ¿Por qué Dios se llevó al General en la plenitud de la vida y del poder? No parecía justo que el bueno hubiera perecido en tanto sus perversos enemigos seguían existiendo. Muerte física, muerte civil… ¿cuál es más dura? Uno arrebatado en plena gloria ¿no es mejor que otro subsistiendo en oscuro repudio? Trunca la dicha familiar, cortada la dinámica jubilosa de los días activos, pero en cambio imperecedora la memoria de su simpatía, la nueva vida en el corazón del pueblo. ¿Por qué permitir que el escritor hubiese compuesto una historia sombría de amor, ese descenso a los infiernos de la pasión ilícita? Soñador: describiste, siempre, cosas bellas, elevadas, sin manchar tu pluma con sucesos viles. ¿No es un castigo al orgullo de haberse consentido sin mácula? La sombra necesaria, el toque penumbroso que contrastará con la claridad de tus imaginaciones. Se puede ser malo aun siendo bueno. La patria siempre desventurada, la política sucia siempre. ¿Y por qué todos nos entregamos, sabiendo que saldremos desgarrados? Aquella impone grandes sacrificios, ésta exige supremas concesiones. Es ilógico: no predominan virtud, rectitud, esfuerzos sanos, sino maldad, suciedad, bajas intrigas. ¿Por qué? Reales o imaginarias las acusaciones, por lo general la actividad civil deshonra al ciudadano, y sin embargo todos buscan honores, situaciones. El precio que se paga por figurar es muy alto: se sale decepcionado de los hombres. Y tú mismo ¿cumpliste fielmente tu deber? La mayor escuela de la hombría: la política, aunque sea la más torva. Nos hace trabajar y padecer para que el dolor nos purifique. Y si la puerta blanca de la dicha familiar nos aguarda cada día, también es necesaria la puerta negra de la política. Porque si se ignora la ruindad del ajetreo cotidiano, traiciones, mentiras, deserciones, vilezas se desconoce la realidad humana. Y está lo otro: la corriente vertiginosa de las horas y los hechos, tantas vidas que se entrecruzan con la tuya, tantos mensajes cálidos o frígidos. Almas y voluntades que te acosan con sus frágiles premuras. Y el deslumbramiento de lo maravilloso y lo imaginario, sutiles fantasías que nos son otorgadas para rescatarnos del banal transcurrir. Un cuento, un poema, una invención mental, un suceso cualquier si están bien expresados abren la gama de las sensaciones mejor que los sueños de las drogas. Soñar despiertos, imaginar… el don que baja de lo alto para enseñarnos a volar. Y está bien mezclar lo real con lo fantástico, entretejer 142

lo visualizado con lo apenas presentido. La mente pide aperturas que solemos conceder con mayor frecuencia a los sentidos. Y no sabemos si estos relampagueos del conocer y el intuir, son advertencias de un mayor poder lejano… Todo hombre camina escuchando el ruido de la bota y la espuela del guerrero, y el sonido de la sandalia del peregrino. Y a los elegidos les fue donado entrar al pantano y salir sin mancha. Construir su hogar, su dicha, edificar su templo de verdad y poesía, contar su propia historia. Largos y felices años que después se expiarán en tristeza y soledades. Y todo esto, aunque aparente absurdo, incomprensible, es en verdad explícito, admisible. Porque todo está bien aunque mucho ande mal. Y misteriosamente se vinculan hombres, cosas, acontecimientos, la mitad movidos por dedos ignorados, la mitad impelidos por nosotros mismos. Ciertamente: El está en todo aunque no adquiera presencia concreta en nada. Muchas veces lo que juzgamos injusto o desastroso, adquiere con el tiempo nueva dimensión: se tarda en reconocer los designios del Señor. Esta vida, así, donde el mal y el bien se embrollan y confunden, cruzada de enigmas y de revelaciones, que nos da la salud y el entusiasmo junto a las dolencias y el descaecimiento, es el campo donde fuimos colocados para la lidia de cuerpos y almas. El ubicuo, inalcanzable, omnividente. Nosotros míseros hormigas engrandecidas por el don del pensamiento y de la acción. Y tras largo caminar, meditar, vacilar y reanudar su marcha, el Buscador de Dios se dijo que las pruebas de la existencia del Señor son incontables, como el número de las estrellas, pero entre todas hay tres que ofuscan con su pertinaz resplandor: EL conocimiento del curso matemático, eternamente igual de los astros. Ese concierto prodigioso de mundos, estrellas, galaxias, cuyo movimiento, asombrosamente regulado, evidencia un poder mayor sustentador y ordenador. El cielo estrellado como la microbiología es lo que más acerca a El. Ese ser misterioso, en eterno fluir dentro de nosotros mismos. Eso que llamamos "alma". El centro inagotable de donde manan las revelaciones más profundas. La conciencia que mira a Dios en la creación y da un sentido a la vida del hombre por efímera y frágil que sea. Y el espectáculo más hermoso del mundo: un niño. Observar cómo la inteligencia invade a esa pequeña criatura, le otorga los medios para crecer y desenvolverse en el medio físico. El encanto siempre renovado de esa personita que se apodera de nuestra voluntad. Cuando es todavía tierno, inocente, el más fino eslabón en la escala de las comprensiones que asciende hacia lo alto. La búsqueda tocaba a su fin. No que hubiese arribado a la meta largamente soñada. Porque nadie vió el rostro del Señor ni escuchó sus palabras, siendo sólo símbolos, alegorías, representaciones ideales, las cosas que el hombre cuenta respecto a sus aproximaciones a lo divino. Pero sí la intuición inefable de sus designios cuando quiere esparcirlos en sus criaturas. La plasmación poética de lo Sagrado-Incomprensible. El sereno discurrir de una madurez consciente de sus problemas. La vida que se hizo, haciendo. El Pensar que tras dispararse a los horizontes revirtió sobre sí mismo. La profundidad insondable del Alma que sin embargo debe ser sondeada. Y el instante en el cual se disponía al sosiego, después de una incesante persecución de la idea de Dios, que es el Supremo Bien, la Belleza Perfecta, la Comprensión Final del Universo y el Destino del Hombre, una voz secreta murmuró pausada: —Muévete. Las páginas en blanco de un nuevo libro te esperan. También esto es cosa de Dios. Unos podrán descansar de sus fatigas. Y a otros hiere y fue entregada la Espada del Arcángel que nunca se detiene. 1977 © Rolando Diez de Medina, 2003 La Paz-Bolivia

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COMENTARIO Se puede afirmar que "EL BUSCADOR DE DIOS" es un libro fuera de serie. Y es que Fernando Diez de Medina, escritor boliviano de prestigio continental es, a la vez, un pensador y un narrador de jerarquía. Este "buscador" que indaga por todos los caminos y se proyecta en las vidas, sumergiéndose en el Bien y en el Mal, porque piensa que ambos son fases del enigma primordial, es el símbolo del hombre de pensamiento actual —hombre cotidiano urgido de problemas simultáneamente— ansioso de ver claro en la tiniebla contemporánea. Duda, retrocede, se confunde, se anonada y al cabo siempre resurge creyente. Tres grandes líneas vectoras: la búsqueda del pensador, un gran amor ilícito que no se sabe si lleva al Edén o al Averno; la tempestad de la política encarnada primero en un dictador y luego en un presidente idealista; y luego numerosas historias que aparentando ser independientes, se eslabonan e incorporan al relato general con finos tintes poéticos e inventivos. El critico y el narrador se confunden en armoniosa síntesis, ven, sienten, y padecen el mundo sin dejarse arrastrar a la negación ni al desaliento. Como en toda obra de autenticidad entrañable, "EL BUSCADOR DE DIOS" tiene algo de autobiográfico, pero es, también, la imagen multiplicadora del hombre de hoy y sus problemas frente al contorno vertiginoso en que se mueve. Como otros grandes escritores sudamericanos, acosados por el dramático destino del ser humano, Diez de Medina expresa la trágica soledad del intelectual, las tensiones de fuerza de su propio contorno geográfico y social, y las proyecta al ámbito universal de la alta literatura, que sin dejar de ser amena y atractiva, es profunda y sugeridora a un tiempo. No. vela moderna, rica de novedad y contenido, de honda calidad humana, "EL BUSCADOR DE DIOS" es la confirmación de un escritor original en quien se reúnen pensador, narrador y soñador. Y el todo expresado en cautivante estilo literario. TRES JUICIOS CRITICOS DEL PROF. BRUNO MARI, DE LA UNIVERSIDAD DE SASSARI, ITALIA: "Fernando Diez de Medina es uno de los grandes escritores sudamericanos que puede medirse con los mejores. Su palabra osada expresa una poco común profundidad de pensamiento. Desde los ensayos de "THUNUPA" hasta su novela MATEO MONTEMAYOR, un relato del hombre sudamericano y su misterio, expresa a Bolivia literariamente india y como pasa con García Márquez, Rulfo, Asturias, Carpentier o Vargas Llosa, este Escritor boliviano da a la literatura latinoamericana una dimensión universal”. (Del libro "Pensatori Contenporanei” -El pensamiento vivo, vigoroso y actual de 15 luminarias -Editrice ELlA -ROMA -1975). DE JORGE L. GARCIA VENTURINI, FILOSOFO, CATEDRATICO y ESCRITOR ARGENTINO: “LA TEOGONIA ANDINA" de Fernando Diez de Medina está entre la media docena de cosas más hermosas jamás escritas en América y entre las más notables de la historia de la lengua española. Al leerla, por momentos me parecía -no exagero- que leía La Ilíada, Goethe o el Rey Lear. Es una obra perfecta, de insólita profundidad y erudición. Un libro que debe ser conocido en América y en Europa. En fin: se trato de una obra maestra”. DE PEDRO GAMARRA ROLDAN, DIRECTOR DE "EPOCA” DE ASUNCION, PARAGUAY: “Este escritor boliviano ha creado una arquitectura nueva en su novela MATEO MONTEMAYOR, muy distinta a la practicada por los epígonos de Faulkner. Esta obra no asombra, pasma. Diez de Medina es un brillante narrador campeable a cualquiera de los que relumbran en Europa. Me maravillo por la cruda realidad con que el autor presenta la vida de un pueblo a través de las peripecias de nuestro Montemayor".

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