DEL ARTE ESQUIVO Redactores: JLM y JCJ. Nº30. Revista literaria sin nombre fijo ni contenido fijo que no se sabe si volverá a editarse.

July 20, 2016 | Author: Natalia Rubio Figueroa | Category: N/A
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DEL ARTE ESQUIVO Redactores: JLM y JCJ. Nº30. Revista literaria sin nombre fijo ni contenido fijo que no se sabe si volverá a editarse.

EDITORIAL Para empezar, nunca habíamos utilizado un título tan vago para una de nuestras publicaciones. Porque, a fin de cuentas, ¿qué es eso del arte, para que podamos definirlo como esquivo o en cualesquiera otros términos que se nos ocurran? Difícil cuestión, según a quién le sea planteada. Tal vez “arte” no signifique nada. Quizá es solo una palabra sencilla, corta y fácil de recordar, para referirse a una nadería pomposa, a un artefacto de desocupados deseosos de dar mayor fuste a sus intrascendentes distracciones. Luego, henchidos de orgullo, los artistas tratarán de mostrarnos y demostrarnos la grandeza y trascendencia de su obra que, sin embargo, ni llena el estómago ni resuelve los problemas de la humanidad en conjunto, aunque sí puede llenar los bolsillos del creador que ha sabido vendérnoslo. O dejarlo pobre como las ratas. Y entonces habrá quien diga sentirse conforme con el aplauso o beneplácito de un supuesto público, mientras otros, más pedestres, afirmarán que es criminal el apropiarse del arte ajeno sin compensar, con dinero, al creador. Y en estas andamos desde los remotos tiempos de la cueva. ¿Pensaría el pintor de Altamira que los hombres del futuro admirarían su obra, sin tener en cuenta su posible función? ¿Pensarían los griegos que sobreviviría antes el pensamiento de un filósofo o la obra de un escultor que la memoria de las hazañas de casi cualquier guerrero o de un tirano? Quizá sí. O quizá no. Quizá el arte sea tan valioso como en ocasiones lo pintamos o tal vez no sea más que una distracción de mentes desocupadas o enfermas. Para unos vano e inútil. Para otros universal e imprescindible. Habrá quien piense que todo es arte en el mundo. Que su persona sea arte, tan valioso como para ser admirado por los demás. Que la vida deba ser arte, como una obra por escribir en la que cada cual desea plasmar lo mejor de sí, incluso en cada escena. O que no haya arte en nada, que el arte sea quimera o fantasía y no tenga más objeto que el engaño y el provecho. O un simple aderezo de la existencia que, de vez en cuando, quizá a menudo, o muy de tarde en tarde, da una pincelada de color a nuestras grises existencias. En todo caso, siempre nos parecerá esquivo, distante, intangible y difícil de asir ese vago concepto de arte, a veces inmortal, a veces tan efímero como la más fútil de las actividades humanas.

ARTE Y RELIGIÓN Hay quien dice que en este mundo moderno hemos perdido la fe, lo que para ellos es como decir que hemos

perdido el norte. Pero nada más lejos de la realidad. Tanto en occidente como en oriente, norte y sur, la fe humana ha alcanzado cotas insospechadas, reduciéndose a su mínima expresión el número de los descreídos, sean agnósticos o ateos. No diré que en occidente el cristianismo, de profunda raigambre, viva sus mejores momentos. Incluso en el mundo musulmán la fe, pese a tantos y tantos fanáticos, no es el motor de la sociedad. Como en extremo oriente tampoco rige el mundo el budismo. Ni hay ninguna otra religión al uso, teísta o no, que acapare las mentes y las almas de los creyentes. La religión tradicional, en sus múltiples manifestaciones, ha quedado reducida a una forma de arte. Incluso entre sus practicantes, muchos de ellos han convertido su fe en mero formalismo, en un conjunto de ritos más o menos arcaicos llenos de colorido y encanto, pero incapaces de responder, para la mayoría de los fieles, a las preguntas más trascendentes. Esas religiones se han convertido en folklore, en curiosidad histórica. Pero eso no significa que el mundo haya perdido su fe. Tan solo la ha sustituido por una más materialista, para descrédito de aquellos marxistas de antaño. La gente reverencia dioses concretos que rigen de veras sus vidas. Todos alaban al dinero, a la riqueza, el oro, pero ésos son solo manifestaciones parciales de la más elevada divinidad. Resulta curioso escuchar a nuestro Santo Padre de Roma quejarse del laicismo imperante, como si fuera la causa de su declive. Más aún cuando él y la Iglesia que representa, igual que otras semejantes, hace ya siglos o milenios que se rindieron al falso dios que todo lo gobierna, aunque algunos lo confundan con cualquier otra forma de dominación o poder. En toda época se han adorado dioses crueles e imprevisibles, de voluntad traicionera y voluble, deseosos de sacrificios humanos en su altar, que los hacen más temibles y poderosos. Dioses para los que el ser humano no era nadie. Y, pese al propósito de algunas religiones, llamémoslas filantrópicas, que han buscado el amor entre los hombres a través de un supuesto amor divino, en nuestros días asistimos de nuevo al triunfo del dios sanguinario, cruel y todopoderoso. Que no es otro que el Mercado, ese ser indefinido, inmenso, majestuoso y titánico que todo lo contiene, al que nadie conoce, formado por millones de cabezas, como la hidra, y capaz de destruir hombres, pueblos, sociedades, países y continentes sin el menor sentimiento de piedad o compasión. En otro tiempo respondió a diferentes nombres, más bien parciales, como dinero, oro, avaricia, riqueza, usura. Pero hoy hemos dado con su esencia que lo hace impersonal, distante y temible. Incluye a todos los anteriores pero responde al nombre de Mercado, una entidad supraorgánica, con voluntad propia que va, según se nos explica, más allá de los particulares intereses de sus

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miembros que, en apariencia, no son sino meros juguetes en sus manos. En aras de este dios todopoderoso, ceden su poder los gobernantes, la soberanía los pueblos que los escogen, los sentimientos todos los seres humanos. Por él, para él y por su culpa, se pierden trabajos y se crean fortunas, se consienten y fomentan guerras, plagas o hambrunas, se siembran crisis económicas, desempleo y atropellos. Todo crimen, todo abuso queda consentido y sancionado por la voluntad divina ante la que nada queda por hacer sino rendirse, sin esperar misericordia ni castigo, pero sí entregar las dádivas generosas de tantos sacrificios, siempre ajenos al verdadero sacerdote de la fe, que son depositados en su sangriento e inhumano altar. Hay sacerdotes que glosan su poder, que ensalzan sus virtudes, que inventan milagros en su nombre y que exageran su divinidad. Para otros, cómo no, el dios de una religión es el demonio de otras. Pese a todo, conserva su carácter sacro. Y su poder. Poco consuelo puede darnos en nuestro tiempo el hecho de que torres altas, dioses poderosos y sectas encumbradas hayan caído en el pasado. La caída de este nuevo dios, tan absurdo o más que los anteriores, tal vez nos arrastre a todos hacia un inimaginable abismo de caos, dolor y destrucción. Como en los mejores párrafos del más espeluznante relato apocalíptico. Juan Luis Monedero Rodrigo

DE CÓMO LOGRAR LA COAGULACIÓN ALBUMÍNEA POR DESNATURALIZACIÓN TÉRMICA DE ÓVULO INFECUNDO DE AVE EN MEDIO LIPÍDICO DE PREFERENCIA MONOINSATURADO Entre las artes que nuestro tiempo han aportado renovadas e incrementadas a la cultura general, destaca sin duda, y poderosamente, el llamado arte culinario, término que, pese a las connotaciones filonacionalsocialistas, raciales, pedófilas –por el supuesto diminutivo- y maripitusiles –por la inherente referencia a las posaderas- que el término puede conllevar, se refiere a uno de los mayores placeres que, desde tiempo inmemorial, ha podido disfrutar nuestra simiesca raza, más allá de las comilonas que puedan permitirse otras bestias cuadrúpedas, salvajes o domesticadas. He dicho. Por fortuna, este arte tradicional del que gozaron, con semejante delectación, griegos, romanos, otomanos, toscanos o versallenses, ha crecido en sabores tanto como conocimientos, acercando el puchero a la bendita ciencia, aunque sin cambiar el recipiente por matraz o probeta, siquiera para realizar las medidas. Y, con la ciencia de su lado, los procesos físicos y químicos responsables de las propiedades organolépticas más deseables de cualquier almuerzo que se precie han sido redescubiertos, descritos y mejorados, pasando de la caramelización al soplete y de la espuma o la esencia al asado matemático, la vaporización

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determinística o la cocción desinfectante sin pérdida de nutrientes ni aromas. En este mundo opulento, opíparo, sibarita y exquisito, de rabiosa actualidad, he querido ser participante, investigador y ejecutor, y no mero observador o catador de delicias ajenas. Es por ello que, con este breve artículo que resume la gloria científica de la cocina de nuestros días, he querido aportar mi humilde grano de arena a la creación de la ciencia culinaria y mi pequeño y rendido homenaje a todos los marmitones y cocineras que han sido, son y serán. Vaya mi respeto por delante y disfruten, a continuación, de mi sabiduría bioquímica y verborreica acerca de la preparación de uno de los más sencillos y exquisitos, suculentos, sabrosos y delectables manjares que nos proporciona la siempre provisora naturaleza. Para ejecutar el proceso es conveniente proveerse de cierto material. Comenzando, cómo no, por el óvulo infecundo, que acostumbra ser de Gallus domesticus, aunque bien podría modificarse por el de cualquier otra gallinácea, anátida, estruciforme o incluso diversas paseriformes y columbiformes. Debe ser una pieza íntegra y fresca, por no decir fresquísima. Se aconseja que la alimentación del ejemplar ponedor haya sido cuidada con esmero, así como su habitáculo y hasta nos atreveríamos a indicar que sus hábitos y costumbres o incluso su moralidad, tan en duda entre las de su género. Con tal óvulo infecundo deberemos realizar una maniobra dinámica de cierta complicación, pues es menester realizar un choque inelástico entre la cubierta del mismo y un material de mayor dureza, preferiblemente vítreo o cerámico, con borde prominente, para lo cual puede resultar adecuado un recipiente cóncavo con expansiones laterales, tal cual un cuenco o un plato –hacemos estas concesiones lingüísticas para que los incultos no se vean privados del placer gastronómico-, de modo y manera que la cubierta calcárea quede quebrada o, cuando menos, agrietada y, con hábil movimiento digital, dos mitades puedan ser separadas y su contenido, íntegro y sin mácula, pueda ser vertido con sumo cuidado en un nuevo recipiente habilitado a temperatura apropiada para proseguir con la operación. Es menester verter en recipiente cóncavo de fondo grueso, preferiblemente revestido de polímero antiadherente, plástico teflón, una generosa dosis de triglicérido insaturado de origen vegetal, obligatoriamente oleico, es decir, procedente de Olea europea, por más señas, si se quiere una elaboración adecuada. Cuando el recipiente y su contenido, sometidos a calentamiento intensivo, alcanzan una temperatura generosa, aunque no excesiva, debe incorporarse al fluido el óvulo infecundo en forma semiíntegra, es decir, despojado de su cubierta calcárea externa y de la membrana inmediatamente inferior pero sin alterar sus dos geles albuminoideos, que deben aparecer completos y sin fractura o incisión. Depositado el contenido ovular en el triglicérido conviene agitar levemente el material graso para desplazarlo sobre el material que pretende cocinarse para así favorecer el

cuajado del mismo. Si se desea que el material no colesterolémico, es decir, la llamada clara, adquiera un ribete dorado, la también denominada puntilla, puede mantenerse la fritura unos instantes de más, así como, para que el material colesterolémico, la yema, quede cocinado superficialmente pero semilíquido en su interior, es aconsejable que el producto oleico se deslice por su superficie superior. Algunos puristas que consideran precisa la forma circular, concéntrica del producto, aconsejan la utilización de un molde apropiado para tal menester, siendo propuesto, en ciertas ocasiones, un recipiente con mango largo de uso habitual en el transporte de líquidos y caldos desde el puchero al plato, o sea, un cazo de apartar. Como sea que se prefiera la finalización, es preciso extraer el producto del medio oleico de calentamiento, antes de que la desnaturalización térmica alcance cotas indeseadas. Para ello conviene emplear una paleta perforada que permita la eliminación del exceso graso. No hay norma precisa para su uso y, si se quiere mantener la integridad de los componentes, sin derramamiento del contenido colesterolémico semicocinado, no hay otro remedio que acudir a la siempre formativa práctica que, posiblemente, obligue a estropear algunas muestras hasta que se controle el método empírico. Finalmente, colocado el material ovular sobre soporte de vidrio o loza vitrificada -cerámica o porcelana-, se hace más que aconsejable recurrir a una buena porción de material amiloide cocido, con superficie debidamente crujiente gracias a las reacciones de Maillard e interior esponjoso, merced a la adecuada mezcla farinácea y acuosa con una pizca de sal y Saccharomyces cereviasiae que favorezca la fermentación alcohólica con emisión de anhídrido carbónico y formación de burbujas que mejoren la textura interna. Es este interior el responsable de la impregnación o mojado del material colesterolémico ovular -yema o misterio- cuyo consumo generará las excelsas propiedades gastronómicas y organolépticas de tan sencilla elaboración culinaria. Si han seguido mis instrucciones adecuadamente podrán disfrutar de este portento de la naturaleza y agradecerme sine die el haberles entregado, cual Prometeo de nuestro tiempo, la gloriosa receta del huevo frito. Gazpachito Grogrenko (sabio sumarísimo e ingeniero gastronómico)

PLAGIO Y TRAICIÓN -La obra es buena -me dicen-. Pero el estilo... -añaden, y dicen más que si pronunciasen las palabras. Sugieren que el relato debe ser rehecho. Reescrito. Tal vez entonces les interese. Y lo publiquen. Pagar, eso ya es otra cosa. Acepto. No estoy del todo convencido, pero acepto. Otras veces lo he hecho. No es nada extraño ni complicado. Y, aunque sea poco menos que

una imposición, el relato quedará mejor. También a mi juicio. ¿Por qué esa incomodidad, entonces? Porque soy un poco bobo. O maniático. O en exceso puntilloso. Comprendo que lo escrito debe depurarse y mejorarse, adaptarse, rematarse. Pero en mi cabeza, como un rótulo rojo y terrible, se dibujan las letras de una palabra: “traición”, en irregulares caracteres chorreantes con mi propia letra manuscrita. Acepto. No hay, no veo, otra opción. No si quiero ver mi cuento negro sobre blanco en un papel que no sea el de mi impresora, en una pantalla que no sea la de mi computadora. Es lo natural, lo conveniente. Lo necesario para un escritor mínimamente serio. Para un trabajador u operario cualquiera que desea una tarea bien hecha. ¿Por qué, entonces, esa punzada en la boca del estómago? ¿Por qué ese malestar? ¿Por qué la palabra roja que aún palpita en mi mente? Sencillo: porque el cuento del que hablamos no es obra mía. Complicado: todos, hasta yo mismo en la mayoría de las ocasiones, están seguros de que es mi relato. Conservo el original, tecleado por mí en el procesador de texto. Tengo en mi poder la primera copia impresa, con mi firma y mi rúbrica trazadas con bolígrafo azul, con esos caracteres nerviosos y apretados que todos conocen. Con la letra que cualquier grafólogo mínimamente capacitado aseveraría sin ningún lugar a la duda o el equívoco, que es mi propia caligrafía manuscrita. Y nadie dudaría, teniendo en cuenta el estilo, los giros y el vocabulario, que el relato es obra mía. Y, sin embargo, yo sé que soy un traidor, un plagiador dispuesto a destrozar y aprovechar el trabajo ajeno en mi propio beneficio, apropiándome de cada verbo, cada sustantivo, cada subordinada, cada signo de puntuación. Que nadie me malinterprete. No le he copiado las páginas, ni éstas ni cualesquiera otras, a ningún otro autor. Las palabras eran mías, como las ideas -o eso me gusta suponer, pues nunca se sabe de cierto si alguien no ha podido tener en el pasado una inspiración semejante que te convierte en mero segundón: la primacía y la originalidad son aún más esquivas que el talento- son mías por completo. Mía mi firma, míos el papel, la computadora, las huellas de mis dedos en las teclas o en las hojas impresas. Míos fueron el esfuerzo de la escritura, la alegría de la idea, los disgustos por mi impericia y la satisfacción por la obra finalizada, de modo más o menos cabal a mi gusto y mis intenciones. Era mi relato y ahora, bobo absurdo, me causa pudor el modificarlo, aunque, efectivamente, sea capaz de reconocer los fallos de estilo y argumento o las mejoras que me sugiere el editor. ¿Por qué? ¿Por qué ese rechazo al repaso y la corrección? Cómo no pensar que soy un idiota. Yo también lo pienso. Otros me pensarán un engreído, como si me creyera capaz de escribir del tirón un cuentecillo sin errores y me negara a cambiar una sola coma de mi

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autoproclamada perfección. Otros dirían que soy un artista. Un loco voluble, maniático, de ideas excelsas -o no tanto- mezcladas con el sinsentido o la estupidez más vulgares. Que debo de ser un espíritu sensible que se niega, sin más, a ser manejado por un editor que, al fin y al cabo, no mira por el arte, en general, tanto como por su beneficio. Artista contra comerciante. Soñador contra materialista. Tonterías. Paparruchas. Mi ego es mucho menor que todo eso. No diré que no pretenda perdurar, como decía la canción. Yo sí lo deseo, idealmente, como todos. Y tendré su misma, nula, fortuna en conseguirlo. Como el cantante, soy plenamente consciente de que mi persona, mi cuerpo y mi mente, mis ideas, esfuerzos y sueños son mero accidente. Soy solo un accidente, efímero, casual e intrascendente. Más de lo que algún lector cree deducir de las palabras, siempre huecas aunque uno las pretenda profundas y sentidas. La clave de mi incomodidad y mis dudas está en el verbo en pasado: eran mías. Tanto como en la realidad presente y el futuro inmediato: soy accidente. Porque siento, pienso, racionalizo, decido, que el yo que escribió el relato, ese yo de otra época, con otra edad e inquietudes, con otro estilo, padre del actual, y otras esperanzas no soy en rigor yo mismo. Yo soy ahora. Era. Soy. Otro. Ahora otro, y otro, y otro más que ya ha dejado de ser. Mi mismidad es tan esquiva, el hilo conductor que me identifica, tan tenue y endeble como lo que nos hace distintos a uno y otro yo de la sucesión. Nos empeñamos en marcar y resaltar las diferencias. En recalcar nuestra individualidad. Nuestras dotes y virtudes, nuestras peculiaridades y manías. Soy yo, soy esto. Yo frente al mundo y contra él. Yo entre todo y todos, distinto a los demás. Y nos agarramos a ese yo que no es más que un invento, mantenido por la frágil memoria, el vano principio de causalidad y la estúpida pervivencia, como un eco lejano, de la conciencia, empeñada en repetirte que eres tú, eras tú y sigues siendo tú, como si la reiteración volviera más poderosos los argumentos y fuera capaz de convencerte de lo que no es cierto, no estrictamente cierto, aunque tampoco absolutamente falso. Te acostumbras a ello. Lo ves como cosa natural. Soy yo. Yo mismo. Y nunca cambiaré, como se repite en tantas canciones, películas y libros para adolescentes, y no tan adolescentes. Pero, tras la conciencia, sigues escuchando la voz, que todavía parece la tuya y la identificas contigo mismo, con lo que consideras tú, tu identidad. Una voz maliciosa que te repite, aunque con menos intensidad que la del optimismo, que no. Que eso que llamas tú no es un ente tan seguro ni mucho menos. No una identidad indudable ni incontrovertible. Es más bien un acuerdo, un compromiso. Un apaño del que nadie se va a quejar porque los damnificados dejan de existir aun antes de que puedan darse cuenta. Igual y distinto son términos tan absolutos como incorrectos.

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En el fondo, sin que nadie te lo diga, sabes que solo eres tú ahora. Un instante y dejas de ser para que te sustituya otro yo durante un tiempo infinitesimal antes de ser, a su vez, cambiado por otro y otro más. Pero todos esos yos, si es que existen, nunca son iguales. Son dobles, sustitutos, clones imperfectos de un supuesto yo ideal que, pese a los esfuerzos de los platónicos, carece de auténtica existencia. La sucesión, la aparente continuidad, la afinidad y familiaridad de lo inmediato nos permite identificarnos una y otra vez con una misma entidad a la que llamamos yo. Yo Pepito, yo Juanito, yo Mari Puri. Yo, yo, yo, yo mismo, el que nunca cambia y nunca cambiará.

Pero la comedia, como el cine en el que las imágenes individuales, captadas por el ojo como fotos discretas aunque la mente las quiera convertir en movimiento, no nos llega a engañar. Es fácil identificarse con el yo de hace medio minuto, con el de hace una hora o el de esta mañana. Fácil hacer planes para el yo que viene, para el de dentro de dos horas o el que va a cenar lo que nosotros dispongamos para él. Claro que no resulta tan sencillo identificarse con el yo de hace un año, con el de la juventud o la infancia. Con aquel ser tan completamente ajeno a nosotros como lo eran sus inquietudes, afanes y pensamientos. Con aquél que hizo tal cosa de la que hoy nos arrepentimos cuando en su día alardeamos ufanos ante todos. El que siempre fue y nunca cambiará no quiere reconocerse en ese botarate, no puede identificarse con el que hizo, dijo o pensó aquello. Con la distancia, ésa a la que se identifica con el olvido, es fácil encontrar el extrañamiento. Es fácil no verse, no reconocerse en lo que se cree que se era. Y, a la vez, uno se niega a admitir que fue otro, o se lo niegan los demás cuando se empeña en extrañarse. Yo no fui, yo no lo hice. Estaba fuera de mí. O fue otro. O ya he cambiado. O me arrepiento y mi pecado, el que mi yo de ahora reconoce como tal, debe ser perdonado. Porque fue obra de otro, no mía, no de este yo arrepentido. Pero no sirve, ni con la bendición eclesial de la penitencia. La sociedad que condenó al yo del pasado no perdona al nuevo yo. Ni esa conciencia que se empeña en la identificación nos permite evadirnos del todo de la culpa y el pecado, recordándonos una y otra vez que la obra, el desatino, vergüenza o crimen fue obra nuestra y hemos de pagar por ellos. Y, a veces, la culpa se hace heredable, igual que la identidad, y se extiende a familias, padres e hijos, tribus y pueblos enteros que han de pagar las penas pasadas en sus carnes. Así, cuando uno se ve en la tesitura de evadirse, reconoce la diferencia entre cada uno de los yos en sucesión. Pero, en general, resulta más cómoda, menos vertiginosa, como portadora de vértigo, la familiaridad del yo como un continuo, apenas mudable más que lentamente por el tiempo y la experiencia. Aunque, claro está, como en la evolución orgánica tanto cuentan los saltos grandes como los chicos, cuando se suman se obtiene, inefable, la

inmensa diferencia. La que nos hace diferenciar al hombre de sus primos simiescos y la que me hace extrañarme ante el recuerdo, la imagen o la obra del yo pasado, de ése de cuya mismidad no me atrevo a dudar aunque las pruebas me indiquen cuán diferente era a mí mismo, mi yo, ahora, ya y que deja de ser de nuevo para ser sustituido una y otra vez hasta la eternidad... o la muerte de la sucesión con un último yo, éste sí fijo e inmutable porque queda congelado entre el ser y el no ser definitivo. En esa tesitura, me piden que cambie el cuento. Mi cuento, sí. El que escribió mi yo del pasado. El que escribieron una sucesión de yos que se reconocían por la familiaridad de la cercanía como identitarios, como la misma persona. Yo/yos que escribió/escribieron el relato que deseó/desearon, usando del estilo que conocían y gustaban. Colocando frases, palabras, acentos y subrayados donde lo consideró/consideraron adecuado. Ahora, iluminado/iluminados por lo que considero/consideramos experiencia me/nos lanzo/lanzamos a corregir con afilado bisturí las ideas del/los yo/yos del pasado, a mutilar su obra y sus pensamientos, a embellecerlos como él/ellos nunca se lo plantearon y nunca sabemos si nos lo agradecería/agradecerían si pudiera/pudieran manifestarse al respecto de los cambios. No podemos pedirle/pedirles permiso. No podemos consultarle/consultarles los cambios. No están, se fueron, se perdieron. Todos los yos del pasado quedaron atrás. Y yo/nosotros, cada yo que, en la sucesión, hereda el testigo de los anteriores se ve obligado a actuar como si fuera la suma de todos ellos. Tomando decisiones en su nombre y aceptando la carga de recuerdos y obras que ellos crearon. Que ha de ser así, no lo pongo en duda. Pero me siento incómodo cuando repaso los textos ya escritos por el que llamo yo y no es yo ni puede defenderse, ni defender su voz. Creo, quiero creer, que tengo derecho a cambiárselo todo. A mejorarlo, me digo. Pero no estoy seguro. Me siento traidor y aprovechado. Como si me beneficiase de la obra de un extraño... No del todo extraño, más bien un viejo amigo, alguien que me fue familiar y se fue, se perdió y no puedo recuperar del todo. Estoy ante su idea y la ejecución que él hizo de ella. No respeto sus derechos de autor, que todos consideran míos. Y, con desfachatez y alevosía, tacho sus frases y las cambio por las mías. De acuerdo. Es verdad que, cuando acabo, aún se reconoce el relato. Lo reconozco a él en las líneas y me reconozco a mí mismo. Ambos habitamos en él, pero ya no es todo él/ellos. Ahora hay más de mí/nosotros, el/los yo/yos actual/actuales que no hemos respetado su herencia, su memoria, ni lo poco concreto y firmado de su puño y letra que ha llegado a nuestras días. Ahora no me resulta tan fácil como en otras ocasiones engañar a la memoria y construirla a mi gusto, contándome el pasado como yo lo deseo o creo percibir o interpretar. Son sus letras, palabras, comas y guiones, párrafos, ideas, puntos

y aparte y erratas los que me llevo por delante como un criminal que borra las huellas que su víctima dejó en esta vida. Asesino de mí mismo, quizá, si asumimos esa identidad temporal a la que llamamos yo. Pero el conocimiento no tranquiliza del todo la conciencia. No borra por completo el plagio y la traición del que sabe que ha robado a otro lo que era suyo porque así lo dejó escrito. Sé que él/ellos también se aprovecharon de ideas, frases y esfuerzos de otros yos más bisoños. Y sospecho que otros yos futuros aún me/nos han de enmendar la plana rehaciendo lo que ahora me/nos dispongo/disponemos a ejecutar. Pero sé/sabemos que ahora, en el breve instante en que cada uno de nosotros es un yo, he/hemos robado la obra de nuestros antecesores y eso arroja una leve y breve sombra de culpa sobre nuestra/nuestras conciencia/conciencias. Con todo, acepto. Me asumo, afirmo mi mismidad y me convenzo de que si quiero hacer honor a los yos pasados y futuros mi papel en este instante es dar continuidad a aquellos pensamientos y frases que me sé capaz de mejorar. Acepto y pongo mi empeño, lo ponemos todos los yos en sucesión familiar e identitaria, en rehacer el relato para que satisfaga al editor y nuestro pobre, efímero, accidental ego formado por múltiples entes en extraña y familiar sucesión. -¡Mucho mejor, mucho mejor! -se congratula el editor agitando los folios entre sus gordos dedos. No se me escapan los tachones y subrayados con rotulador que adornan mis páginas y que anuncian que, tras su satisfacción, se esconden nuevas sugerencias/órdenes que me obligarán a reescribir nuevamente el relato en la confianza de que la tercera versión sea la definitiva, la que va a ser aceptada por el momento sin menoscabo de que, en un tiempo futuro, otro editor o yo mismo -el yo futuro puntual que corresponda- decida llegado el momento de dar otra vuelta a las páginas para mejorarlas y completarlas, dejando en poco o nada lo que el yo futuro de la tercera versión, el de la segunda, del que por el momento su pariente más cercano soy yo, y no digamos ya el de la primera, habíamos dejado escrito por el camino. Acepto que tendré que corregir de nuevo y, por un instante, noto la leve punzada de la culpa apretando sorda e inútilmente en mi pecho. Juan Luis Monedero Rodrigo

INSPIRACIÓN Cabe peñas altas, monumentales, do una ave canora no hace su nido, muévese poeta, desprevenido. Busca inspiración en los andurriales. Espera, como en cuentos orientales, que se aparezca aquel genio escondido que le ayude a rescatar del olvido millones de palabras inmortales.

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Pero, en lugar del arte convenido, la mente, clara como manantiales, se llena únicamente de vacío. Toda iluminación ya se ha perdido, tan solo resta la hora de los males. Calíope, la musa, ya se ha ido. Antón Martín Pirulero

EL ARTE EFÍMERO Cualquier creador, hasta el más torpe, insulso y prescindible, desea algún tipo de permanencia para su obra. No solo espera el aplauso y la admiración, quizá no le confortan el éxito ni los premios si su obra cae en el olvido con la misma premura con que la gloria, si es que alguna vez la ha alcanzado, ha llegado a iluminarla. Tal deseo, según criterio de Jonás, iba más allá del simple y despreciable género humano. La conclusión del viajero a lo largo y ancho del universo era que, allá donde se practicaba alguna forma de arte, aunque únicamente se lo pareciera a los naturales del lugar, o solo a unos pocos de ellos, digamos el desafortunado artista, el ansia de que el arte alcance la posteridad es común a todos los creadores. No se puede incluir en el razonamiento, claro está, a aquellas etnias mercantilistas que solo buscan, como en otras épocas hizo el hombre, el beneficio comercial, basado tanto en la venta como en la rápida sustitución de los objetos. Ni a aquéllos que solo entienden de artesanía como medio para elaborar útiles. Ni menos aún a los que no conocen el significado de la palabra arte. Ni, por supuesto, a los artistas desengañados o la mayoría de críticos que se limitan a renegar del arte y afirmar que todo él es prescindible y aun debería ser destruido por bien de la humanidad o de cualquier raza alienígena atormentada por los insufribles artistas. Por eso le causó pasmo, más allá de la sincera y sentida sorpresa, comprobar el modo de conducirse de aquellos t'gauri de Sonzna. Ellos que tanto alardeaban de su arte, los mismos que lo exhibían orgullosos, aunque mayormente incomprendidos, ante cualquier extranjero, los que presumían de la divina inutilidad del arte, del valor de la belleza, del tesoro inmaterial de la imaginación, esos mismos t’gauri eran capaces de destruir sus obras de arte, una tras otra y por millares, con el único afán de sustituirlas por otras más recientes. Jonás nunca habría imaginado ese comportamiento en gentes tan refinadas y sensibles como los t'gauri. ¿Acaso estaban tan obnubilados por la idea de la moda que habían olvidado que el arte, el verdadero arte, debe ser eterno e insustituible? Así se mortificaba el bueno de Jonás Fresasconnata, de viaje de negocios en Sonzna, mientras contemplaba como derruían, a golpe de martillo sónico y sin contemplaciones, lo que quedaba de la hermosa

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escultura de luz que, hasta el momento, había presidido la Plaza del Pueblo Moderadamente Satisfecho donde se hallaban las oficinas de gobierno de la ciudad de Jst'já. Jst'já era la capital administrativa del estado confederal de Pzté, el tercero en importancia de la populosa Confederación de Sonzna. Y Jonás, cómo no, se encontraba en el lugar por negocios, inevitable excusa para sus viajes y premisa necesaria para satisfacer sus ansias de novedad y exploración. Concretamente, había llevado a Jst'já todo un cargamento de diodos fotoemisores manufacturados por los laboriosos tobauri de ocho brazos, los más afamados artesanos electrónicos de la galaxia. Los diodos de tantalio y bismuto, de brillantes colores e imposibles efectos visuales, si es que uno contaba con los sensibles ojos de un t'gauri para observarlos, eran una mercancía tan valiosa como delicada, imprescindible para elaborar las famosas esculturas de luz con que los artistas del lugar ocupaban todo espacio público digno de tal nombre. Tan publicitadas por los t'gauri a lo ancho del espacio, tan valoradas como símbolo de su arte y su cultura, como extrañas, cuando no repetitivas, para muchos ojos profanos diferentes a los de sus creadores. Era comentado, una y otra vez, el caso de los viajeros puszktungcha, los aguerridos habitantes de Pusz, en la nebulosa del martillo, que no podían observar una de las extrañas esculturas de luz sin entrar en shock, quedar paralizados y al borde de la muerte, presa de un estado semicomatoso desconocido en cualquier otra circunstancia entre los de su especie. No era el caso de los humanos para los que, quizá como consecuencia de su costumbre por el ya tradicional, y de dudoso gusto, arte abstracto, aquellas esculturas no causaban un efecto especial. De hecho los humanos raramente se sorprendían o extrañaban ante el arte ajeno. Y no solo eso sino que, merced a sus propios fotorreceptores retinianos, eran capaces de apreciar hermosas combinaciones de color y ondas en las esculturas t'gauri, que casi podrían pasar por las de algún artista electrónico humano que tratase, infructuosamente, de mezclar un Kandinsky parkinsoniano y ebrio de color con un Pollock cuasifractal que fuera capaz de combinar el azar con el trazo preciso de un láser de color. No obstante, siguiendo el consejo de los mayores expertos humanos en el tema, nuestro Jonás, como complemento de sus limitados ojos, había acudido a Sonzna provisto de unas gafas multiespectrales capaces de convertir en colores perceptibles por el ojo humano los tonos infrarrojos y ultravioletas, así como los matices polarizados, de las esculturas de luz de los t'gauri. Y, con ellas encajadas sobre la nariz, hubo de confesarse que, por más extraños que resultasen a la percepción humana aquellos juegos de luces, le parecían tremendamente sugestivos e inspiradores, arte en estado puro que hacía vibrar la fibras más sensibles y emotivas de su emotivo corazón. Ante algunas de aquellas magníficas obras, el curtido viajero, explorador y sociólogo, no podía evitar que las lágrimas resbalasen generosas por sus mejillas,

aunque no habría sabido explicar si como consecuencia de la sola emoción o de la intensidad lumínica con la que aquellos objetos tridimensionales bombardeaban sus sensibles ojos, doloridos e irritados pese al filtro que suponían las gafas multiespectrales. Solo por contemplar aquellas maravillas, se dijo, habían merecido la pena el largo viaje hasta Sonzna, la escala en el país Tobaru y lo magro de sus emolumentos, que apenas compensaban los gastos adquiridos y el tiempo empleado. Tras contemplar las esculturas, se sentía doblemente satisfecho, como espectador de aquel arte sublime y por haber suministrado a sus creadores la materia prima para sus creaciones en la forma de aquellos diminutos diodos que sus hábiles manos, bueno, más bien mezcla entre tentáculo y destornilladores, convertían en obra de arte que Jonás no se cansaba de contemplar, aun a costa del inevitable sufrimiento ocular. Por eso, cuando vio cómo desmontaban, sin misericordia alguna, aquel bello objeto ubicado hasta entonces en la Plaza del Pueblo Moderadamente Satisfecho se sintió tan indignado que hubo de manifestárselo, sin poderse contener, a su cliente y amigo, el potentado luminal C'tante, el t'gauri que le pagó por el transporte y cedió los diodos a la corporación municipal que, a su vez, los entregó, de forma gratuita, a todos los artistas locales del gremio de escultores de luz de Jst'já que tuvieron a bien solicitárselos, los cuales debieron de ser muchos, si no todos, a juzgar por lo rápido que Betsie fue despojada de su carga y los paquetes distribuidos y entregados a sus usuarios. -No entiendes, mi queridísimo Jonás -le chirrió, acompañando el ruido de parpadeos, el bueno de C'tante, a la vez que su traductor instantáneo vertía su mensaje al idioma verbal que nuestro amigo era capaz de entender. Por alguna razón, el traductor se empeñaba en alargar innecesariamente los superlativos, de modo que fue un extraño “queridiiiiiiiisimo”, con la vocal absurdamente arrastrada, lo que sonó en sus oídos. Y no, evidentemente, no entendía. Ni se sentía capaz de comprender el buen humor de su acompañante, traducido en las múltiples irisaciones y cambios de color con que acompañaba sus frases, mientras aquella hermosa creación del artista t'gauri llamado Q'batum, y quién sabe cuántas más a un tiempo en distintos lugares, obras de otros tantos artistas del Concejo Local de Jst'já, estaban siendo literalmente desintegradas. Y C'tante, mientras tanto, sonreía al modo de los de su especie. -¡Hoy es un gran día para Jst'já! -chirrió de nuevo el traductor. A Jonás tanto el hecho en sí como la alegría de su compañero le resultaban absolutamente incomprensibles y fuera de lugar. ¡Estaban destruyendo una magnífica obra de arte como si fuera un triste escombro! Jonás no podía permanecer mudo ante tamaño sacrilegio. Tratar aquello como si fuera basura, o un miserable bien de consumo, como un envase reciclable, una lata o una novela de

aventuras espaciales, era un crimen contra la cultura, contra la naturaleza y el más básico y amplio concepto de civilización. ¡Cómo no iba a mostrarse indignado ante tamaño atropello! -¡Esto es un crimen! -estalló- ¿Cómo puedes permanecer así, tan feliz, mientras el arte sufre semejante vejación? -Te confundes, amigo Jonás -repitió, divertido, a juzgar por el tono del traductor y las irisaciones pulsantes de su piel-. Nadie está destruyendo el arte. ¡A nadie se le ocurriría destruir una escultura de luz! Pero eso, precisamente eso y no otra cosa, era lo que los operarios estaban haciendo ante los espantados ojos del viajero. Por más que C'tante se empeñara en tranquilizarlo, las simples palabras -o luces de comunicación- no iban a serenar los ánimos del muy indignado Jonás. -Pronto se elevará una nueva escultura, quizá aún más hermosa que la anterior -añadió C'tante, como si con ello fuera a tranquilizar al terrícola. “¡Salvajes!”, pensó y no dijo. -¿Sabe el autor lo que están haciendo con su obra? -preguntó, en su lugar. -Por supuesto. Le fue comunicado, según norma, hace treinta lunas, cuando el proyecto de sustitución, previa votación, fue aprobado. No obstante, él ya sabía que su creación “Los pilares obtusos de la madre Sonzna” solo iba a permanecer seis ciclos instalada en la plaza. ¡Con fecha de caducidad! ¡Y era arte! ¡Qué salvajes!

Jonás empezó a sospechar que el cargo que C'tante lucía con tanto orgullo no se debía solo a su elevada posición y menos aún a su declarado amor por el arte. Como un vulgar político humano, o un constructor cualquiera, lo que a C'tante le motivaba eran las riquezas y, sin duda, en aquella apresurada sustitución de las obras viejas por otras nuevas, había algún chanchullo al que llamarían negocio u oportunidad. Jonás se lo imaginó acaparando beneficios para su persona con cada nueva transacción, con cada cable arrancado o cada pulso sónico del martillo. Una sospecha se fue haciendo sitio en su embotado cerebro y no pudo resistirse a manifestarla en voz alta: -Esta... sustitución..., ¿se debe a mi cargamento de diodos? C'tante pareció meditar un instante, aunque daba la impresión de estar más atento a los operarios que a las dudas de su invitado. -Bueno, sí, en cierto modo. Ya estaba prevista la sustitución de ésta y otras obras -¡Dios, lo había dicho! Otras obras y con su colaboración- al cumplirse el plazo hexaciclario, el plazo tradicional y convenido. Pero no te negaré que necesitábamos nuevo material para elevar las obras que nuestros deíficos artistas y el glorioso y nunca

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adecuadamente ensalzado pueblo de Jst'já habían decidido exponer. ¡Deíficos artistas! ¿Cabía mayor desfachatez? El tipo observaba complacido como las obras de arte eran sistemáticamente destruidas y, sin embargo, alababa hasta el extremo a los artistas. Aunque debía de ser, tan solo, una forma de expresarse. ¿No había añadido que en la decisión también había participado el “nunca adecuadamente ensalzado pueblo”? El postrer pulso sónico que convirtió la plaza en solar, una vez que los operarios retiraron los últimos fragmentos de cable y acero, coincidió con una nueva pregunta de Jonás. Nervioso y preocupado, se dio cuenta de que, como en tantas ocasiones, tal vez se precipitaba en sus juicios. Era difícil olvidar que, pese a las afinidades, intelectuales o emocionales, aquellos seres no eran humanos ni tenían por qué regirse por valores humanos. Tal vez en su concepto de arte era necesaria la destrucción, como esas piras funerarias de civilizaciones arcaicas en las que se homenajeaba, a la par que se los churrascaba, a los héroes y guerreros caídos. -¿Es que la obra solo tiene verdadero valor si se destruye una vez expuesta durante los seis ciclos establecidos? -preguntó a C'tante, entre esperanzado y temeroso. Nueva pausa, nueva duda. Los colores de su acompañante que seguían demostrando alegría. O estaba meditando una respuesta adecuada o es que no entendía de qué le hablaba el terrícola. Finalmente, las irisaciones y chirridos se sucedieron y el traductor comenzó a hablar: -No diría yo que es eso lo que sucede. Aquí nadie está destruyendo ninguna obra de arte. ¡Nunca jamás se nos ocurriría mancillar algo tan sagrado como una escultura de luz! -Jonás sintió el impulso de gritar, pero se obligó a morderse la lengua y no interrumpirle hasta que no hubiera terminado de hablar- Tan solo estamos desmontando la copia provisional que la ciudad de Jst'já decidió exhibir en la Plaza del Pueblo Moderadamente Satisfecho. A nadie en su sano juicio -y Jonás sintió que aquel tono duro se refería a él, como si dudase de la salud mental del transportista- se le podría pasar siquiera por la imaginación la idea de destruir la creación de otro t'gauri, ni siquiera la más mediocre del menos talentoso de entre los nuestros. ¡No digamos ya una obra tan bella como la que nos ofreció el excelso y genial Q'batum, de quien todos hablamos y opinamos maravillas! ¿Copia? ¿Había dicho la palabra copia entre la interminable sarta de palabras -chirridos, colores, irisaciones- con las que trataba de justificarse? ¿Significaba eso que el original había sido respetado y aún se conservaba, inmaculado y perfecto, en algún otro lugar? ¡Qué estúpido!, se dijo. Si era así, aquello solo demostraba que los t'gauri amaban realmente su arte. Aunque, tan celosos de su conservación se mostraban, que se conformaban con exhibir públicamente meras baratijas. Era como si en el Louvre pudiera verse un holograma de la Gioconda o todo el mundo se quedase satisfecho con

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contemplar las réplicas de Stonehenge o Gizeh con que se engolosinaba a los turistas mientras se protegía el original. Jonás no estaba de acuerdo con esa idea de protección a ultranza, pero podía comprender los miedos y amores -al arte- que empujaban a los t'gauri a actuar de tal modo. Él nunca podría conformarse con la mera copia. Los conservacionistas estrictos olvidaban que el encanto solo estaba en el original, no en el remedo. De acuerdo, se habían perdido Venecia, Florencia, Granada o Broadway por no haber sido adecuadamente conservados, pero la alternativa de que millones de personas, millones de pies, de mentes, de almas, no hubieran podido disfrutar de ellos mientras duraron no compensaría esa conservación de bibliotecario o numismático. El arte era para disfrutarlo, no para guardarlo simplemente entre algodones. Bastante malo era cuando un ladrón sustraía un cuadro y nadie podía verlo más, o cuando, en otra clase de robo o completando el anterior, algún millonario se hacía con la obra maestra y la ocultaba en su casa o en su caja fuerte, lejos de las miradas ajenas. Aquello era, en el fondo, una forma de egoísmo, por más que los conservacionistas se sintieran plenamente justificados. Pero... ¡un momento!, se dijo el amigo Jonás. ¡Copia! La palabra mágica volvió con fuerza a su mente después de unos segundos de fértiles soliloquios en los que el silencio había imperado entre humano y t'gauri.

-Entonces, ¿la obra original se conserva? -inquirió Jonás. -Ésta en concreto y todas las demás, por supuesto -replicó, paciente y didáctico C'tante-, no solo las correspondientes a este hexaciclo sino a todos los anteriores. ¡Y también todas las obras primitivas que pudieron salvarse de la destrucción material definitiva! -añadió el t'gauri con un punto de orgullo en la chirriante voz. -¿Y podría ver yo todas esas obras originales? ¿O están almacenadas en algún lugar para el que se necesita autorización? En esta ocasión la pausa del alienígena antes de la respuesta fue más larga que nunca. Y Jonás tuvo claro, por los colores que invadieron el cuerpo de C'tante, que no se trataba de que estuviera meditando. De repente dejó de estar feliz y se le vio incómodo y confuso. No por la petición en sí sino más bien, dedujo Jonás, y dedujo bien, porque empezaba a pensar que el terrícola, quizá todos los de su especie, era alguna clase de lunático. Finalmente, debió de decidir que la locura de Jonás no era peligrosa ni contagiosa y se dignó contestar a sus preguntas, aunque el modo de responder, si hubiera sido el de un humano, se habría parecido mucho al que cualquier mamá emplea con su hijito que apenas sabe hablar o al del dueño de un perro dirigiéndose a su mascota. -Creo, amigo Jonás, que no terminas de comprender. Te veo perdidísimo -”perdidiiiiisimo”, sonó el

traductor-. Entiéndeme. No es que me molesten tu preocupación o tu interés. Nada más lejos de la realidad. Y no es que no quiera mostrarte los originales. Ni son secretos ni resultan prohibidos. De hecho, te los voy a enseñar enseguida, aunque creo que te vas a sentir decepcionado. Pero me temo, perdona que te lo diga tan crudamente, que procedes de una civilización lo bastante primitiva como para confundir un original con su primera versión material. En todo caso, intentaré satisfacer tus deseos. Jonás trató de ignorar el tono condescendiente -fácil cuando el traductor no lograba captarlo del todo- y más aún el retintín de las palabras -más difícil en cuanto que su significado estaba claro: C'tante empezaba a pensar que su interlocutor era una especie de subnormal o, cuando menos, de ser primitivo de dudosa sensibilidadpara quedarse con la oferta final. Se sintió tentado de preguntar si tenían que viajar lejos, a algún enorme museo, o cuándo iniciarían tan ansiada visita, pero algo le dijo que abrir la boca solo serviría para cubrirse aún más de gloria y decidió mantenerse en silencio y aguardar. Suponía, sin duda, que C'tante lo emplazaría para una cita posterior, en algún lugar, a cierta hora, acompañados de algún vigilante o un experto en la materia. Se imaginaba a sí mismo en una enorme nave llena de esculturas de luz que encendían para él, para disfrute de sus solos ojos. Sin embargo, la realidad fue muy distinta. El potentado luminal se limitó a tomar un panel de los tentáculos de uno de los técnicos allí presentes, le pidió a Jonás que se colocase sus gafas multiespectrales y, tras desatar un torrente de colores en el panel, invitó al terrícola a mirar lo que parecía ser una pantalla bidi.

-No sé si estás familiarizado con la grafía t'gauri, o con nuestras cifras -chirrió C'tante y vocalizó el traductor. Jonás negó con la cabeza. -Lo suponía. Y por eso mismo me temo que la experiencia te resultará un poco decepcionante -añadió. El terrícola no terminaba de entender. ¿Letras? ¿Cifras? ¿No le iba a mostrar los originales de las esculturas de luz? -Lo más que puedo hacer -prosiguió el t'gauri- es explicarte lo que no ves -Jonás supuso que el traductor pretendía significar “miras pero no ves”- y tratar de mostrarte un modelo simulado de la obra, aunque no sé si tu vista y tu cerebro serán capaces de captar el significado de las proyecciones que los t'gauri manejamos. Jonás, pese a las advertencias, seguía expectante e ilusionado. Cuando C'tante le mostró la pantalla negra llena de símbolos amarillentos corriendo de arriba abajo -¿las letras y números t'gauri?- hubo de confesarse que no entendía nada. Tampoco cuando vio una serie caótica de trazos de color que, según C'tante, eran un modelo a escala de una escultura de luz.

-Lo que has no visto es el original de la obra que has visto ejecutada en esta plaza antes de quedar desmontada: “Los pilares obtusos de la madre Sonzna” de Q'batum. ¡Imposible!, se dijo y no dijo Jonás. Por suerte, aunque su rostro debía indicar a las claras cuán cenutrio se sentía, su interlocutor no era capaz de interpretar sus gestos ni su rubor. -Todos los originales de las esculturas de luz -explicó C'tante- están almacenados electrónicamente en miles de memorias y bibliotecas de nuestro mundo. Solo los artistas pretecnológicos elaboraban modelos materiales no duplicables y no replicables. Por lo visto, los artistas t'gauri imaginaban su obra y la describían con todo lujo de detalles en modelos informáticos visuales -aptos para el ojo local- y matemáticos -las cifras y ecuaciones que Jonás no entendió. Cuando las esculturas de luz y toda forma de arte t'gauri pudo ser almacenada de ese modo, las viejas obras materiales, las obras caducas, erosionables, rompibles, de los viejos artistas, fueron volcadas por artistas, matemáticos y conservadores a las memorias virtuales para evitar que llegaran a perderse, como había sucedido con las más primitivas, ya irrecuperables por desaparecidas. Y por eso, habida cuenta de la infinidad de obras existentes y almacenadas, resultaba imposible, espacial y energéticamente imposible, exhibirlas todas ellas en los lugares públicos destinados a tal fin. Razón por la cual era el pueblo de Sonzna, concretamente los habitantes de cada provincia, ciudad e incluso aldea, los que, localmente, decidían qué obras y en qué lugares quedarían expuestas durante los siguientes seis ciclos planetarios. La decisión, democráticamente asumida, era llevada a la práctica por las autoridades. En los lugares más notables, como las plazas principales de la capital o los edificios gubernamentales, era toda la población planetaria la que decidía qué obra se expondría en cada periodo. A nivel provincial y local se tomaban otras decisiones y, en todo caso, cualquier ciudadano podía hacer propuestas acerca de las obras que, a su juicio, merecían ser candidatas en cada localización y lapso temporal. Grupos de expertos, como el propio potentado luminal C'tante, se encargaban de hacer ofertas y filtrar las propuestas para que el patrimonio siempre tuviera ocasión de ser admirado y, particularmente, pudieran quedar expuestas con más frecuencia las obras consideradas de más calidad. Había exposiciones locales, provinciales y nacionales. Cualquier espacio público renovaba constantemente sus muestras y el material era sistemáticamente reciclado de una en otra obra, o sustituido, como sucedió con los diodos traídos en Betsie, en caso de ser necesario. Había exposiciones contemporáneas, de máxima actualidad, revisiones de modas recientes, exhibiciones de clásicos, de obras antiguas, muestras de arte primitivo, novedades de vanguardia o de aficionados y reconstrucciones de esculturas arcaicas -puesto que los técnicos debían

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inventar un original para obras de las que no se conservaba plano e incluso su materialización estaba incompleta o defectuosa. -Es muy difícil saber qué quería plasmar realmente el artista a partir de una simple ejecución manual no programada –se lamentó C'tante, remarcando la imperfección de tales exhibiciones de lo arcaico. Y sí, ahora Jonás comprendía y se avergonzaba. Los t'gauri habían hallado para su arte algo semejante al ideal platónico. En su mundo perfecto informático residían los planos sin tacha de cada obra y la materia solo servía para ejecutar simples y efímeras aproximaciones. Algún artista humano había buscado lo propio, aunque solo en ciertos ámbitos literarios, visuales y hasta informáticos se valoraba la idea más que lo material. Y sí, coincidía con C'tante en que los humanos demostraban ser un tanto primitivos cuando pagaban auténticas fortunas por lienzos perecederos o se desvivían por tocar el mármol imperfecto de una vieja estatua. De un modo un tanto estúpido se sentía avergonzado ante el t'gauri. Más que por una cuestión de concepto porque no se veía capaz de explicar que, pese a todo, para él era tan importante el objeto como su ideal, que una imagen de una pintura, un holograma de un edificio o de una escultura, o una grabación de una obra teatral no le llenaban tanto como las meras ejecuciones materiales admiradas en directo. Sí, sin duda Jonás era un ente primitivo. Pero no se avergonzaba de ello. Aunque sí se avergonzó lo bastante de su escaso juicio como para acortar su visita a Sonzna hasta el extremo de abandonar Jst'já y el propio planeta en apenas dos lunas, mucho antes de lo previsto y sin tiempo apenas de seguir disfrutando tanto de la hospitalidad de C'tante y los t'gauri como de las maravillas artísticas que le hacían llorar -de emoción o irritación ocular, nunca llegó a decidirlo- a través de las gafas multiesprectrales... Perdón, de las copias o ejecuciones temporales en escultura de luz de las maravillas artísticas cuyos originales electrónicos quedaban fuera el alcance de sus entendederas y su primitiva sensibilidad simiesca. Juan Luis Monedero Rodrigo

ADORNARSE Que la mentira es una elaborada forma de arte según quién sea su artífice es asunto bien conocido por cualquier ciudadano mínimamente sensato que observe a sus semejantes con un poco de sentido crítico. Desde la vecina cotilla al viejecito verde que disimula sus apetencias por carne joven, pasando por el político que promete lo que sabe que nunca dará o el poderoso que se hace pasar por hermanita de la caridad mientras nos recomienda, por nuestro bien, el tratamiento más doloroso para nuestras personas y más fructífero para sus bolsillos. Sorprende un poco más que una visión artística semejante se contemple entre los miembros de una etnia

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tan primitiva como para no haber abandonado la inocencia del neolítico. Si es que aceptamos, desde nuestra cínica modernidad, la inocencia del primitivismo. Y, sin embargo, es de ello de lo que aquí me propongo hablar. De la tribu de los ncongui, nada más y nada menos. ¿Que quiénes son los ncongui? ¡Ah, difícil pregunta! Y con muy diversa respuesta según cuáles sean las pruebas y fuentes a las que acudamos para definirlos. Se trata de una tribu centroafricana a la que algunos asignan raíces bantús. Otros, tal vez más crédulos, los emparentan con cualquier etnia que el ncongui de turno al que han tenido a bien consultar les ha indicado. No obstante, su origen no está claro, lo cual viene bien para adornar su peculiar cultura a ojos de un extranjero. Otrora gente selvática y nómada, hace tiempo que se instalaron en las orillas del pequeño río que ellos llaman Ngangoro, minúsculo afluente del Ubangui. No, no son un pueblo numeroso. Ni constituyen una tribu poderosa. Y, sin embargo, muchos de sus vecinos, incluso los más lejanos, les muestran un respeto, casi temor, reverencial. Y, de ellos, se cuentan una infinidad de prodigiosos relatos, tan impresionantes como falsos, llenos de encanto e imaginación. Obra de los propios ncongui, aunque no fueron elaborados con el deseo de alardear o engañar a sus vecinos, sino como parte fundamental de su peculiar cultura y base del principal rito iniciático de sus jóvenes guerreros. Deseando ser crédula, quiero creer, y no hay pruebas contrarias que me lo impidan, que las mentiras de los ncongui no son fruto de la mala fe. Más bien son mentirijillas infantiles, como esos cuentos que los niños narran a sus madres mientras mezclan, inconscientemente, alguna trivialidad real, con su portentosa, y a veces enmarañada y surrealista, imaginación. El guerrero ncongui que quiere ser aceptado como adulto en la tribu debe partir del poblado para vivir su “gran aventura”. Tal vez en el pasado la aventura era real y el adolescente debía pelear contra alguna alimaña, alcanzar una cumbre nevada o conseguir un objeto místico. Fuera como fuese, regresaría entre los suyos vestido con la piel hedionda y sangrante del animal, cargando un pellejo o un cesto con un puñado de nieve semiderretida o portando el báculo sagrado tallado por él mismo en la rama del remoto árbol de los antepasados que se hallaba en los confines del diminuto, tribal, mundo conocido. Pero, si así sucedió en un pasado remoto, en el tiempo al que alcanzan las confusas, e imaginativas, tradiciones de los ncongui, ya no era así. Muchas generaciones de tradición oral lo desmienten aunque, a la par, se contradicen entre sí. Queda claro, no obstante, que, desde tiempos remotos, los ncongui se echan al monte solo para cazar ideas, y no objetos o fieras. Unos relatos cuentan que fue el dios Lapitaqui, el de las bromas, quien les solicitó la prueba. Otros que fue un guerrero valeroso. Otros que el consejo, hoy inexistente, de ancianos. Alguno más que fue a petición de una mujer. Y otro relato más dice que fue consecuencia de un desengaño amoroso. Sea como fuere, la realidad es que

el jovenzuelo que sale del poblado vestido y pertrechado como el guerrero que aspira a ser, salvo porque su cara está pintada de negro, y no del ocre con que se cubren los adultos, se dirige a alguna de las numerosas covachas del lugar. Es de suponer que en el pasado, si es que vivían en la selva, le bastaría con buscarse una rama alta y gruesa en un árbol lejano que le pareciera seguro. Allí se sienta, o se tumba, y se pone a pensar. Ya ha tenido tiempo mucho antes de pensar su relato, la historia con que se adornará ante los mayores, pero es ahora cuando debe trazar el relato definitivo y repasarlo en su cabeza, incluso de viva voz, hasta estar convencido y seguro del valor de su narración. Debe considerar cada detalle, cada posible pregunta e interrupción con que se salpique su narración. Solo entonces regresará al poblado, se dirigirá a la choza comunal, reunirá a todos los guerreros y les relatará sus portentosas, e imaginarias, hazañas, en las que debe correr mil aventuras y peligros, debe demostrar su valor, su inteligencia, su inventiva. Debe imaginar lugares lejanos e imposibles, criaturas prodigiosas y gentes extrañas, ora belicosas, ora pacíficas y hospitalarias. Debe inventar “pruebas” de su estancia en lugares remotos, traer piedras, ramitas, trozos de tela, conchas, con los que “demostrar” sus peripecias. Alguno se automutila –nunca nada grave: una herida, un raspón, una torcedura o un ojo morado- para mostrar los peligros afrontados. Si la historia es buena, los demás guerreros permanecerán pendientes de sus palabras y, al terminar, saludarán al nuevo guerrero con un ronco ululato coral y un baile, lleno de saltos y cabriolas, alrededor del fuego sagrado. Finalmente, le frotarán la cara con estopa y se la untarán de barro, ocre o rojo, según el valor asignado al relato. Es raro que, por repetitiva que sea la historia o poco originales que parezcan las andaduras, un guerrero resulte rechazado. Pero todos han de pasar la prueba del modo más decoroso posible. Solo en ocasiones, o eso se cuenta en relatos que pueden ser tan falsos como el resto de sus historias, a un joven le frotan la cara, se la lavan con agua fría y lo mandan de nuevo al monte a repetir su ordalía hasta que regrese al poblado con una historia más interesante que merezca mejor suerte. Una vez nombrado guerrero, se le entrega una caña con los símbolos de poder grabados a fuego. Ya es un adulto respetable que puede buscar esposa y fundar hogar. El nuevo guerrero, orgulloso y feliz, recorre ahora las chozas relatando su imaginaria aventura a todo el que quiera escucharla, y no es raro que se formen corrillos de mujeres o de niños que requieran al guerrero para que se la cuente. Si la historia es buena, puede ser escuchada durante semanas o meses e incluso pasar a formar parte de la riquísima tradición oral que conserva las mejores mentiras durante generaciones. Cuanto más elaborada, más llena de detalles que añadan fingida verosimilitud y mejor narrada, más valorada será por los ncongui que la escuchen. Y, si la historia se repite durante años, también se tendrán en cuenta los nuevos detalles incorporados así como la conservación, pese a las modificaciones, del hilo

argumental inicial y sus sucesos principales, sin caer en contradicciones, omisiones o cambios flagrantes. Las mujeres por su parte, siempre más prácticas y menos pomposas, carecen de tales ritos iniciáticos. Cuando las niñas alcanzan la pubertad deben aguardar trece lunas de purificación hasta ser consideradas mujeres. Entonces ya pueden ser pretendidas por los jóvenes guerreros que buscan esposa. Eso no significa que las mujeres no disfruten de los relatos o que no participen de ellos. Les encanta oír las falsas gestas de los guerreros. Pero también inventan sus propias historias. Para elaborarlas o escucharlas no necesitan excusas. No fingen escapadas ni viajes, se limitan a reunirse en sus chozas, en ausencia de sus maridos, para contarse cuentos, tanto viejas historias de la tradición como otras nuevas inventadas por alguna de ellas para la ocasión. La mujer más imaginativa, la de relatos más hermosos e interesantes, se considera el mejor de los partidos entre los varones ncongui, que confían en que sus vástagos hereden de la madre tan importante virtud. Este juego de mentiras y cuentos de vieja tiene consecuencias curiosas. No parece que sean conscientemente buscadas por los ncongui. Pero el caso es que sus relatos ficticios llegan en algunos casos a oídos de sus vecinos quienes, haciendo gala de portentosa credulidad, aceptan como ciertas las fantasmadas de los ncongui y es por eso por lo que les tienen tanto respeto, una mezcla de miedo y admiración, y rara vez los molestan o se arriesgan a invadir sus territorios, no vayan a irritar a tan poderosos guerreros como ellos mismos, y nadie más que ellos, se muestran en los relatos que cuentan a todo el que quiere escucharlos. Euforia de Lego

QUEMAR DESPUÉS DE LEER Casi todos conocemos ese lugar común de las malas novelas y películas de espías. Tras conocer el mensaje, la fórmula secreta, la orden definitiva o la clave imprescindible, el valiente agente, de memoria prodigiosa, se deshace de la prueba. La quema, como reza el título, se la traga, la destruye químicamente, la altera por engañar o, de algún modo sorprendente y eficaz, se deshace de ella y la vuelve inútil para los ojos curiosos. Pero no es de esto de lo que quiero hablar en estas líneas. No literalmente, al menos, sino como alegoría de otras cosas. Sobre el arte hecho por encargo y casi con fecha de caducidad. Da igual que nazca del alma, de las vísceras, da lo mismo que sea lo mejor de su género, lo más perfecto nunca creado. Siempre nacerá muerto. Cada obra cumple su breve cometido, más empresarial que cultural, muere y desaparece, sin dejar apenas rastro, por más registros y memorias que se pretendan guardar de ella. Es su sino, su función en esta época de muchedumbres enloquecidas. Para eso y de ese modo fue creada. Que

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nadie pretenda verla perdurar como se buscaba en tiempos mucho más lejanos –en el sentir- de lo que nos parecen -en la memoria y en el monótono correr de los calendarioscuando miramos hacia atrás con nostalgia. No sé si es una cuestión de cantidad, de calidad o tan solo de mercado. No hace tanto tiempo, las obras de arte se hacían con afán de perdurar. Nadie quitaba mérito a una obra –cuadro, escultura, pieza musical, narración- tan solo por contar con unos años, o siglos, de antigüedad. Al contrario, el tiempo daba empaque a las verdaderas obras de arte. Esperanza que algunos todavía nos atrevemos a mantener con respecto al arte actual. Quizá, con suerte, el futuro extraiga de estos tiempos confusos sus propios clásicos canónicos de las diversas formas de arte. Aunque parece un tanto dudoso. Tal vez sea una mera cuestión numérica: somos tantos en el mundo, hay tantas personas, tantos artistas, que resulta imposible entresacar a los verdaderos a partir de la masa. Quizá por ello vemos tanta mediocridad ensalzada, por influencias, dinero o mera oportunidad, tanta flor de un día, o de un minuto, como proponía Andy Warhol. Temo que las glorias pasajeras vayan ya, en cuanto a durabilidad, por el segundo de estrellato, y reduciendo su tiempo. Tal vez es verdad que, buscando pretendidas originalidades o el beneficio económico inmediato, sea por medio de la satisfacción de las masas o de la simplificación o idiotización, cada vez el arte que se hace es más superficial, más tosco y, por tanto, más efímero ante el correr de las modas y la limitación del recuerdo. Antes bien, y lamento el decirlo, sospecho que es una cuestión referente a las leyes del mercado. Músicos, cantantes, escritores, pintores, cineastas, artistas de toda índole, se ven obligados, o al menos empujados, por sus productores y representantes a presentar sus obras dentro de un plazo temporal y asumiendo las premisas impuestas para que el producto pueda ser ofrecido al voraz mercado. Así, con o sin calidad, talento, inspiración o tiempo para madurar, cada cantante saca un disco al año, el escritor debe elaborar segundas y terceras partes no previstas ni deseadas para una novela o el pintor ha de completar la exposición para el galerista. No importa el contenido, solo la venta inmediata. Cuenta más satisfacer a una muchedumbre inculta y, a su modo, cruel y exigente, que las veleidades artísticas del posible autor. Hasta podríamos decir, y quizá no andemos muy desencaminados, que la poesía ha muerto, sustituida por el vibrante eslogan publicitario. Si no te conocen, si no vendes, si no te exhibes, no eres nadie. Y nadie te recordará. ¿Qué sería de los artistas famosos sin la publicidad, sin el eslogan?

Las servidumbres no son una novedad. Ni la competencia por una cuota de mercado. Tal vez la masificación es la que ha supuesto el verdadero cambio. Cuanto mayores son las masas a satisfacer, más prefabricadas deben ser las obras hechas, expresamente,

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para ellas. El autor que busca el éxito debe dejarse aconsejar y manipular, debe vender su alma para vender su obra. Debe adaptarse a la demanda. En el pasado, cuando el grupo de los potenciales clientes, o seguidores, era más reducido, resultaba más sencillo conservar los principios. Hoy, incluso cuando se trabaja para grupos concretos, sean sectas o tribus urbanas, es obligado pasar por el aro, sea éste más o menos estrecho y específico, sea el éxito más general o limitado, más contundente o relativo, según las audiencias, Falta decir que, por más éxito que logres acaparar, tampoco nadie te recordará. Pasan las temporadas, como las modas, y los éxitos de la anterior son dejados a un lado, abandonados en el desván que nunca se visita. Los hits musicales, los best sellers, los taquillazas, son completamente olvidados, quedan arrinconados, obsoletos y enmohecidos. Por casualidad o particular empeño, alguna obra prolonga un tanto su vida comercial, y su memoria. Quizá alguna entre ellas logre perdurar, aunque, en nuestros tiempos, proclamamos y olvidamos obras maestras con absurda, y desmemoriada, prodigalidad. Si una obra mantiene su empuje cinco, diez años, ya nos parece que se ha convertido en clásico imprescindible del siglo, de la cultura. Pero todo se olvida y se marchita. Apenas queda huella de ideas, emociones o belleza. Incluso los artistas se rasgan las vestiduras cuando les copian las obras y les sustraen los beneficios mientras que les importa un carajo que se les exijan zafiedades o se inflen los precios de sus obras. Les embriaga el éxito, aunque saben que en pocos años sus nombres y sus obras serán tristes pies de página en viejos anuarios o polvorientas hemerotecas. Quizá pagarían a esos plagiadores o robadores de derechos de autor por que, una vez muertos o, peor, olvidados, trajeran sus obras a la memoria, siquiera vicariamente, como confesada fuente de inspiración. Este tiempo absurdo, este arte absurdo, esta economía absurda que mata el arte, se asumen como lógicos, normales, necesarios. Y tantos artistas, no sé si verdaderos artistas, al menos sí verdaderamente preocupados por su obra más que por su beneficio, miran atrás con envidia y nostalgia, deseando imposiblemente vivir en un tiempo semejante, que quizá era de novedad, de ímpetus juveniles, en que las obras se hacían para la posteridad, con la seguridad de que el verdadero arte sobrevive al autor y a las vicisitudes de la historia, de la humana y la personal. Y, como imagen curiosa, pese a mecenas, servidumbres y demás, que siempre han existido, pensemos en los grandes artistas del pasado. ¿Acaso Homero, Shakespeare o Cervantes, sirviendo a sus amos y sus épocas, no habrían dado el brazo con el que escribían por ver sus obras admiradas tras su muerte? ¿Velázquez, Rembrandt? Miguel Ángel seguro que sí. Y, posiblemente, ninguno de ellos pensó realmente que así sucediera. Porque el arte, aparte de veleidad de la imaginación, siempre ha sido, antes que otra cosa, medio de subsistencia de muchos

artistas. La admiración, la pervivencia, son mero efecto secundario. Aunque, obviamente, hoy en día, en esta época que percibimos pueril y estúpida, nos parece que cualquier tiempo pasado fue mejor para el arte, para un arte no tan efímero. Y, por desgracia, tal vez sea cierto. ¡Viva, pues, el imprescindible eslogan! Juan Luis Monedero Rodrigo

REPETIR LA HISTORIA De los textos que nos dejó Antonio Posadas, uno de los más desconocidos por el público y, a la vez, de los más estudiados por la crítica, es su libro de relatos al que, póstumamente, se denominó “Versiones de Gonzalo”. En realidad es un libro sobre un solo relato del que Posadas nos dejó treinta y cuatro versiones, todas semejantes y distintas. Si les digo que también en el ámbito científico este volumen ha recibido considerable atención, no dudo de que mi comentario despertará su curiosidad si es que lo dicho hasta ahora todavía no lo ha logrado. No voy a jugar párrafo tras párrafo con su ignorancia, amable y desprevenido lector. La hora de las explicaciones ha llegado y pretendo que mi relato sea mucho más claro e inteligible que la extraña última obra del admirado Posadas. Para empezar, considero adecuado, no sé si necesario, confesarles que don Antonio Posadas Carballeiro era mi abuelo paterno. Comparto, de hecho, su apellido, algunas de sus costumbres, casi todas sus aficiones y profeso por mi antepasado una sincera admiración que, al menos así quiero creerlo, no llega a nublarme el sentido. Nunca diría que mi abuelo ha de llegar a convertirse para la historia en una de las grandes plumas de nuestra lengua y nuestra patria. El tiempo, que suele dejar a cada cual en su sitio, acostumbra ser inmisericorde con los artistas, incluso con los de cierto renombre entre los de su generación. Mi abuelo fue bastante famoso y buena parte de sus libros se vendieron bien durante su vida y algunos, los más señalados, aún se venden razonablemente un cuarto de siglo después de la desaparición de su autor. Pero no me engañaré suponiendo que el futuro lo recuerde de igual modo. Su obra, si no fecha de caducidad, sí conocerá el olvido y el letargo de los siglos. Solo algunos personajes señalados alcanzan la gloria en la posteridad. Muchos de los considerados genios o, cuando menos, autores insignes en su tiempo, dejan escasa huella en la memoria futura, nula en la eternidad, y se convierten en curiosidades históricas de poco interés para el lector casual o incluso el empedernido, mereciendo tan solo alguna atención entre los expertos o los estudiantes que buscan tema para un ensayo o una tesis. Me gustaría que mi abuelo cruzase, a lomos de sus palabras, la frontera de los siglos, pero me temo que de él quedarán, tan solo, un par de líneas en alguna reseña histórica o prontuario de autores, si es que en el futuro, tan lleno de información como lo imaginamos, queda aún

espacio para tales recopilaciones, que bien podríamos llamar necrológicas de postín. Tampoco se me escapa un detalle que, al menos desde mi punto de vista, me parece sumamente curioso. Creo, y lo digo sinceramente, que, si mi abuelo alcanza un espacio mayor en la historia de la literatura, tanto de la nacional como de la universal, será por su obra póstuma, una obra oscura y extraña, considerada por todos una pieza menor. Una recopilación de relatos, o de “relato”, de la que el propio Posadas no es enteramente responsable ni nunca pensó publicar en el formato en que se hizo. Y será recordada, más que por su contenido, recurrente y reiterativo, por las circunstancias en que fue escrita. Una obra que, si no me equivoco, seguirá siendo estudiada o, cuando menos comentada, más allá del mundillo literario, por neurólogos, psiquiatras, psicólogos, médicos e investigadores en general mucho después de que el mundo olvide el nombre de Posadas, comentada, igualmente, por los que nunca antes, ni en sus momentos de mayor gloria, hubieran sabido nada acerca de mi abuelo y su obra. Lamento mis divagaciones, paciente lector. No me proponía hacer aquí literatura y, sin embargo, qué difícil es escribir, por más propósito de objetividad y mera descripción que uno se haga, sin llenar los párrafos de pensamientos personales y un cierto afán artístico. ¿Por qué la obra póstuma de mi abuelo, Antonio Posadas, recibirá la atención de médicos y científicos, se preguntará más de uno? Por razones que serán obvias cuando les cuente cómo vivió sus últimos años nuestro querido autor. Y aquí es donde, realmente, comienza mi relato. Mi abuelo siempre fue un hombre muy activo, alguien incapaz de quedarse quieto y acostumbrado a arrastrar a sus semejantes, fueran éstos alumnos, colegas, familiares, amigos, editores, periodistas o tipógrafos tras sus proyectos, en los que se embarcaba y embarcaba a los demás sin pausa ni freno. Los primeros recuerdos que guardo de mi abuelo son los de un hombre mayor, menudo y enjuto, que me observaba con ojos brillantes, llenos de vida y sagacidad. Era un hombre cariñoso, pero demasiado impaciente como para sobrellevar la alocada actividad de los niños, empezando por sus hijos, cuando tocó criarlos, y más tarde la de sus nietos. Él, tan vital, actuaba sin freno pero siempre con la mente cargada de proyectos bien meditados. Yo, un niño hiperactivo, le causaba tanta curiosidad como cansancio, puesto que él no comprendía las motivaciones de la irrefrenable actividad infantil. Más tarde, cuando todavía estaba en sus cabales, llegué a admirarlo y quererlo profundamente. Y por eso, cuando perdió la mente que le había hecho ser quien era, sentí tanta pena que, involuntariamente, tendí a alejarme de él, puesto que, para mí, y quizá para sí mismo, que tanto se ofuscó en ocasiones, había dejado de ser la persona en la que se reconocía. Obviamente, entre un punto y otro, hubo un largo proceso, un deterioro progresivo, en el que se sucedieron muchos cambios y muchas vivencias, palabras,

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emociones, recuerdos. Y el punto culminante de aquel devenir fue su relato acerca de Gonzalo Paredes. A mi abuelo, tan inteligente y activo, le llegó la vejez, con su carga de cansancio y achaques que, en su caso, además del inevitable deterioro físico, le trajo la pérdida de memoria y, poco a poco, de buena parte de sus capacidades intelectivas. En aquel tiempo aún no se hablaba de demencia senil ni mucho menos del hoy tan temido mal de Alzheimer. Para describir los cambios en su mente y su personalidad bastaba con recurrir al lugar común de no hace demasiados años: el abuelo había empezado a chochear. No hacían falta más explicaciones. Mi padre solía decir que la muerte de mi abuela fue la que lo trastornó. Personalmente, no creo que sucediera así. Tendemos a buscar explicaciones simplistas y a aceptarlas, por incompletas que nos parezcan, sin darle más vueltas al asunto, como si nos convenciéramos a nosotros mismos a posteriori. Que la muerte de su esposa afectó a mi abuelo, y mucho, es asunto seguro y natural. Ella era, para muchas cosas, sus manos y sus ojos, por no decir su mente y su memoria, ya que en asuntos mundanos solía quedarse en las nubes o en ese limbo de indecisión en el que caen, en ocasiones, los creadores, pendientes tan solo de su obra. Sin embargo, no fue hasta varios años después de la desaparición de la abuela cuando él empezó a tener sus primeros lapsus de memoria. Si alguien dio importancia por entonces a aquellos despistes fue el propio abuelo. Despistado como era, de natural, quienes lo rodeaban, empezando por sus hijos, no observaban en él pérdida alguna de capacidades. Pero él sí que se daba cuenta, más con fastidio que con verdadera preocupación, de que sus facultades estaban un tanto mermadas. Sus olvidos no eran los acostumbrados y, en ocasiones, no iban parejos con la atención y cuidado prestados a la tarea. -Me estoy haciendo viejo -se dijo y les dijo a los suyos. Como envejecer no es asunto de un día, al anuncio no siguió un declive inmediato, ni una aceleración, a ojos de la gente, de su pérdida de capacidades. En todo caso, era más acusado el deterioro físico que el mental. Su espalda cada vez más encorvada, con acusada cifosis, tal vez fruto de sus muchos años encorvado sobre los libros y cuadernos donde solía escribir, más tarde sustituidos por la máquina de escribir. Y él, que siempre caminaba estirado, aparentando, quizá, ante los desconocidos un orgullo que estaba lejos de sentir, ahora caminaba cabizbajo y doblado. Su cuerpo, menudo pero fornido, se tornaba enjuto y sarmentoso, con manos pálidas y llenas de manchas, cuello pellejudo y con arrugas y marcadas líneas en boca y ojos. Ojos cada vez más miopes y cansados, el oído endurecido. Cuerpo viejo, con articulaciones y huesos viejos, achacosos, músculos debilitados y piel reseca. Era viejo e iba para reviejo, tal y como él mismo solía bromear al respecto. Pero, al decir de todos, aún con una mente lúcida, privilegiada, y el mismo espíritu luchador, ordenado y laborioso que lo animaba a seguir escribiendo todas las

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mañanas de todos los días, salvo contadas excepciones festivas, unas cuantas páginas, entre relatos, correspondencia o artículos para la prensa, que por aquel entonces aún solicitaba sus servicios para rellenar columnas o completar entrevistas. Nadie podía, o quería, sospechar que la mente del gran hombre estuviera empezando a sufrir un declive bastante más notable, aunque menos perceptible, que el de su cuerpo. Las dolencias terminan por dar la cara y, habitualmente, lo suelen hacer más pronto que tarde. El mal de Antonio Posadas, intuido, sospechado y, finalmente, confirmado por sí mismo, acabó por ser percibido por los suyos y, lo que suele ser más terrible, incluso por desconocidos, sean éstos lectores, admiradores, rivales o meros curiosos. Cuando terminó su última obra publicada mientras vivió, sus “Reflexiones acerca de lo perdido y lo por ganar”, nadie puso en duda la lucidez del abuelo. Aunque la obra, un pequeño ensayo que se publicó en un volumen prologado por su amigo Evaristo Velarde, fue considerada menor dentro del conjunto de sus escritos, tuvo cierta resonancia en los medios, por lo que tenía de crepuscular, y casi de testamentaria. Aunque el abuelo no había guardado silencio total durante los últimos meses, sí que es cierto que su actividad y su presencia en la prensa se habían reducido notablemente. Era un hombre mayor y todos estaban de acuerdo en que le quedaban poca vida y poco importante que contar. Atrás habían quedado sus años más fértiles y los de mayor pulso narrativo. Muchos, sin duda, daban por sentado que aquel opúsculo, entre filosófico y emotivo, pesimista en todo caso, iba a ser su última publicación de cierta importancia. Algún artículo, alguna colaboración, algún pequeño relato. Poco más se esperaba del anciano maestro. A muchos les sorprendería la publicación póstuma de sus “Versiones”. Igual que les extrañaría su contenido. A los mismos que no se les ocurrió pensar, ni tan siquiera imaginar, que las “Reflexiones” llenas de erratas y fallos sintácticos, imposibles de encontrar en el Posadas anterior, habían sido repasadas y corregidas, antes de su envío al editor, por mi padre, su hijo ya plenamente consciente del progreso de su mal quien, pese a sus ocupaciones y la falta de tiempo, atendió la petición de mi abuelo, quizá receloso de sus propias capacidades. Tan secreto había permanecido su mal. Para el “Gonzalo Paredes” no hubo más correcciones que las que consideró oportunas el editor. Mi padre, aunque no mis tíos, sí supo de la existencia de aquellas páginas antes de morir el abuelo, pero no lo comentó ni publicitó hasta tiempo después. Con respecto al último Posadas, ni su estado ni sus ausencias hacían sospechar que, pocos meses antes de perderse por completo, el viejo maestro aún había sido capaz de extraer un nuevo relato de su maltrecha imaginación. Un relato, todo hay que decirlo, sencillote y carente de originalidad, ritmo o verdadero talento pero que, a la postre, constituyó su último y verdadero testamento y, en conjunto, una obra tan novedosa como fascinante, al margen de sus notorias carencias.

Antonio Posadas era un hombre inteligente, activo y trabajador. También una persona de costumbres. Y, por más que fuera consciente, sobre todo durante una primera fase de su enfermedad, de su pérdida de memoria y facultades, no por ello abandonó la escritura. Como suele suceder en esta enfermedad, las lagunas iniciales, las más sintomáticas y características para los expertos, pasaron casi desapercibidas para el paciente y sus más allegados. Un olvido siempre podía justificarse por despiste, falta de atención o como mera consecuencia de la edad. Cuando el mal siguió su curso y los olvidos, así como las lagunas de memoria, fueron de mayor entidad, Posadas sí fue plenamente consciente de que algo malo le ocurría. Y lo fue él antes que los demás, tal y como se ha dicho. En ese tiempo el escritor aún se mantuvo activo, mientras trataba de sobreponerse a la enfermedad, consultaba a algunos especialistas y se sometía a ciertos tratamientos médicos, nutricionales y pseudocientíficos, por no decir propios de charlatanes. Poco a poco Antonio Posadas empezó a tener claro que nada podía hacerse, no en general, pero tampoco en su caso particular, lo que siempre cuesta más asumir, como si lo nuestro fuera único y esencialmente distinto de lo que suceda al resto de individuos. Pese a todo, fue en esta época cuando Posadas redactó su deficiente ensayo sobre lo perdido. Más tarde, cuando ya todos eran conscientes de la abrupta pérdida de facultades, a Antonio Posadas le llegó el olvido del olvido, o, por decir de otro modo, le llegó la inconsciencia sobre su mal. Ya no se percibía otro y diferente, ya no sentía su propio declive y, en ocasiones, hablaba a los demás como si fuera joven o niño, confundía amigos y familiares, tomaba por extraños a los más próximos y apenas recordaba nada de sus quehaceres o vivencias más recientes. Para entonces ya no escribía y sus hijos buscaban un asilo donde alojarlo y tenerlo controlado. Entretanto, procuraban no dejarlo solo, siempre vigilantes ellos o pagando a una persona por que lo cuidase.

Entre el fin de la lucha contra la enfermedad y el olvido del mal mismo habría que situar las pocas semanas en las que redactó su “Versiones de Gonzalo”, una obra que para él nunca existió con ese nombre y que, en sus escritos, llegó a responder por seis nombres distintos. Cuando era menos consciente ya de sus limitaciones y su declive, cuando todavía conservaba cierta memoria de sí, se sabía escritor y aún era capaz de empuñar la pluma y aporrear el teclado, de leer y escribir con cierto sentido, se lanzó a escribir el que sería su último relato. En proyecto, poco más que un cuentecillo de tintes autobiográficos, sin más pretensión que plasmar en papel su oficio y sus ideas. La imaginación, salvo algunas fabulaciones más o menos incongruentes, la tenía muy limitada y no le daba para más. En esas condiciones se sentó, como siempre había hecho, frente a la máquina de escribir. Aquel día redactó

en papel, según era su costumbre, un brevísimo guión del relato que pretendía escribir. Si la idea le rondaba desde tiempo atrás o se le ocurrió sobre la marcha, es asunto sobre el cual no nos podemos pronunciar. Sea como sea, tomó su hoja de papel y se puso ante la máquina de escribir eléctrica, su única y máxima concesión a las tecnologías que empezaban a despuntar, pues nunca llegó a manejar las computadoras y procesadores de texto que comenzaban a desarrollarse, y, con la soltura que da la práctica, se puso a redactar su “Gonzalo Paredes”, pues tal era el nombre que dio al protagonista en su borrador. Es de suponer que el guión lo escribiría por la mañana, tras el desayuno, pues aquellas horas del día eran las que más activamente solía dedicar a la escritura. Como el relato era corto, Posadas terminó su redacción ese mismo día. Según su costumbre, lo imprimió y lo repasó, de lo que dan clara prueba los tachones y enmiendas manuscritas sobre el papel. Si concluyó la escritura por la mañana o la prolongó hasta la tarde, si el repaso fue vespertino o la elaboración llevó más de una jornada, no está claro ni tenemos pruebas para confirmar una u otra posibilidad. Sea como fuere, hasta aquí todo habría sido normal salvo porque, el segundo día, o al cabo de varios de ellos, con el original guardado ya en el correspondiente cajón, Posadas se encontró sobre la mesa con el guión manuscrito, o tal vez la memoria del relato en su cabeza, y, no recordando haberlo escrito ya con anterioridad, se puso de nuevo manos a la obra y escribió su segundo “Gonzalo Paredes” absolutamente ignorante de que de su puño y su cabeza ya había surgido una primera redacción que permanecía guardada bajo llave, como cosa valiosa, en el cajón del escritorio. El segundo “Gonzalo Paredes” era, en lo esencial, semejante al primero. La historia la misma, casi igual el desarrollo. Pero no así la redacción. Ni los párrafos, ni las frases tenían, en general, equivalencia. Salvo alguna que, por cualquier razón, se convertía en recurrente, tal vez instalada en la memoria de cómo debía ser el relato. Algunos personajes secundarios conservaban su nombre, como si estuvieran bien asentados en la frágil memoria de Posadas pero otros, por la razón que fuera, aparecían mudados u omitidos. Incluso había un par de personajes nuevos, igual que detalles añadidos a la narración, no por ello más elaborada que la “original”. Perdónenme el entrecomillado. No tengo muy claro que la prioridad del relato lo convierta verdaderamente en original. Todas las versiones son igual de novedosas para el autor, que en ellas veía siempre una redacción única e irrepetible. Idéntico tono autobiográfico, pese a los nombres supuestos, mismas circunstancias y, con todo, dos historias distintas pese a la evidente similitud. Como la víspera, o sucedió varios días atrás, Antonio Posadas guardó su creación bajo llave. Es seguro que no se fijó en el otro cuadernillo ubicado en el mismo cajón. Daría por sentado que allí no había nada. Era su nuevo relato, el único que recordaba haber escrito. Pero no iba a ser el último.

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Día tras día, como se puede deducir por las fechas que, en días afortunados para la memoria, deslizaba en los pliegos impresos, Antonio Posadas se plantaba ante el folio vacío, vencía el vértigo de lo por hacer e, inconsciente de lo ya realizado anteriormente, escribía “por primera y única vez” su cuentecillo, el que lo animaba y le hacía sobreponerse a la enfermedad. Así redactó sus primeras nueve versiones de “Gonzalo Paredes”, tres de las cuales con fecha añadida, toda ellas firmadas de su puño y letra. Apiladas al fondo del cajón. Suficientes, en conjunto, para formar un cuaderno más que notable, pero no tanto como para llamar su atención, cada cual dentro de su carpetilla, sin letras ni identificación, como para darse cuenta del equívoco. Es un suponer, porque podría darse el caso de que Posadas reconociera la presencia de los cuadernillos y hasta los examinara. Pero no habría sido propio de él, en tal caso, no llamar la atención sobre el asunto, no avisar a sus hijos o a su editor, no haber sacado las copias y haberlas marcado, no haber, a la postre, concluido, siquiera temporalmente, aquel juego absurdo. Aunque ese hombre ya no era completamente Antonio Posadas. Y entra dentro de lo probable que, tiempo atrás, ya escribiera otras versiones de su “Gonzalo”, como si la memoria de aquel cuentecillo fuera una manía bien asentada en su mente no del todo cabal. Quizá tiró a la basura otros “Gonzalos”, tal vez guardó el “único”, una y otra vez, dentro del cajón, sin darse cuenta de que, tras el olvido, repetiría la maniobra de la escritura. Pero no parece probable. Ni antes de aquel tiempo habría estado tan perturbado ni después habría sido capaz no ya de percatarse del error sino de escribir una sola línea inteligible. Y pocos meses atrás había concluido su último ensayo. Luego parece claro que la ventana temporal para sus “Gonzalos” no pudo ser tan extensa. Igual que las fechas, el tipo de papel y los paralelismos de estilo, que demuestran capacidades conservadas o perdidas, hacen pensar que la obra tuvo su continuidad dentro de la enfermedad.

La décima versión reposaría huérfana de hermanas en el cajón. Fue mi padre quien encontró toda la serie anterior. Creo que dudó sobre la conveniencia de confesar a su padre el hallazgo. No querría mortificarlo. Aun enfermo se habría sentido ridículo e inútil al serle descubierta su falta, por más que la hubiera olvidado en pocas horas y se hubiera puesto, más pronto que tarde, a la faena, iniciando una nueva versión de su monotemático argumento. Mi padre, entre preocupado y sorprendido, guardó los cuentos, dispuesto a protegerlos de la posible ira del autor si un día tropezaba con ellos y era consciente, siquiera por una horas, de su error. Aquellas páginas debían de ser, sin duda, un consuelo para el viejecillo que se iba perdiendo poco a poco. Mejor dejarle con su diversión, aunque lo escrito no tuviera la profundidad acostumbrada ni una calidad comparable a la del verdadero

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Posadas, el autor consagrado y admirado de épocas todavía recientes. Y así, por proteger a su padre de la decepción, mi padre permitió, o quizá favoreció, que toda la serie de relatos sobre “Gonzalo Paredes”, las treinta y cuatro versiones del mismo cuento que nos han llegado, pasaran a la posteridad. Y, a partir de la décima, casi todas están bien documentadas en cuanto a su desarrollo y ejecución pues mi padre, en su afán de proteger a mi abuelo de la decepción, se tomó desde entonces la molestia de seguir sus progresos y de retirar cada nuevo cuadernillo impreso, repasado y concluido. Con cierto asombro cada vez que encontraba un nuevo “Gonzalo” en el cajón, pero también con ilusión por ver a su padre activo y, a qué negarlo, participando en cierto modo, y hasta colaborando, de aquel extraño círculo vicioso, tal vez sintiéndose un poco autor de aquel extraño libro que brotaba de una mente que se iba perdiendo, mi padre se impregnó de la manía, la vivió como propia y la asimiló como una parte más de las terapias cognitivas a las que mi abuelo era sometido. Por él sabemos que, habitualmente, las redacciones de cada nuevo “Gonzalo” solo consumieron un día de trabajo del abuelo. Sabemos cómo y cuándo escribió, si corrigió más o menos, si retocó el imprescindible borrador. Sabemos que, al tirar mi padre el borrador, por ver si acababa con las repeticiones, el viejo redactó uno nuevo. Que un par de veces dejó trabajo aplazado y, a la mañana siguiente, lo retomó, tal vez sorprendido por dejar a medias algo que, obviamente, no recordaba haber empezado. En esas ocasiones interrumpidas, se notaba la incomodidad del que termina lo que otro parece haber iniciado. Pero Posadas no dejó de escribir un nuevo “Gonzalo” tras concluir sus híbridos quiméricos, monstruos hechos por dos cabezas que parecían distintas. No recordó el parche a lo inconcluso como no había recordado la redacción previa de todos aquellos relatos, escritos como nuevos una y otra vez. Sabemos que, aunque, en general, se nota que las versiones tienden a reflejar la progresiva decadencia del autor, hay jornadas en las que, por cualquier razón, el abuelo estaba más lúcido o más perdido de lo habitual. Hay versiones posteriores que superan en mucho el estilo de otras anteriores, igual que hay algunos panfletos a medio terminar y tan mal escritos que su lectura y comprensión resultan difíciles, cuando no imposibles. Y no siempre son las más modernas las más incompletas. Así prosiguió reversionándose hasta que un día no pudo hacerlo. Siguió mientras la mente le dio para recordar su obsesión por escribir la historia de “Gonzalo Paredes”, aunque no recordara lo demás. Siguió intentándolo, incluso, cuando su cabeza ya no podía ejecutar lo que su voluntad se empeñaba en llevar a cabo. Y dejó una docena de postreros “Gonzalos”, inconclusos y mezclados, estos sí verdaderos monstruos, que, en ocasiones, se incluyen como apéndices a las ediciones más completas de las “Versiones”. Y entonces, sin previo aviso, dejó de escribir. Tanto los “Gonzalos” como cualquier otra cosa. Incapaz de

escribir o recordar lo escrito, el abuelo dejó de ser escritor. No diré que dejó de ser porque, aun disperso y confuso, todavía podía encontrarse en él algo del antiguo Antonio Posadas. Aún había algo de mi abuelo en aquella persona, aunque cada vez se nos alejaba más y sus rasgos se iban desdibujando hasta no ser ya los suyos. Para mí el día más horrible fue aquél en el que no me reconoció. Me impactó más que otros posteriores y, en apariencia, más dramáticos, como aquél en que olvidó su nombre, aquél en que tuvo su primer episodio violento, el desamparo en su rostro cuando se perdió al salir a la calle o la primera vez que lo vi babeante y ausente ya en la residencia. Esa persona ya no era mi abuelo. De vez en cuando algo de él asomaba en aquel ser extraño. Cada vez más perdido, casi siempre drogado, cada vez más pasivo e incapaz, no ya de hablar sino hasta de llevarse la cuchara a la boca. No quiero recordarle así. Cuando murió, a la par que la inabarcable tristeza, todos nos sentimos un tanto aliviados. Nuestra reacción ante una enfermedad que nos supera y nos llena de dolor hasta que conduce a la inevitable muerte es extraña. Por una parte deseamos el fatal desenlace, el alivio de lo resuelto. Un alivio que, en ocasiones, también comparte el enfermo, hasta el demenciado en sus últimos instantes de lucidez, y, sin embargo, lo daríamos todo por un día más de vida de nuestro ser querido. Aunque ya no sea él. Aunque la vida ya solo sea agonía. Y todavía nos sentimos culpables por el sentimiento de alivio, por haber soñado y deseado esa muerte liberadora. Por suerte, o por desgracia, los sentimientos tienden a suavizarse, igual que los recuerdos y su carga de dolor. Al cabo uno puede mirar a la cara del pasado y recordar a la persona que fue en sus mejores momentos, y no solo durante la fase de su ruina final. Y así quiero recordar yo a mi abuelo, un gran hombre con un final que no se merecía. Porque nadie, ni el peor de lo hombres, se merece un fin así. Aún menos el peor, que debería recordar sus maldades con dolor. Pero tampoco la buena persona a la que se le va borrando todo lo que ha sido y que, para cuando deja de ser, aún sigue viva y ya no se reconoce, ni la reconocen los demás, aunque vean en su rostro su pálido reflejo. Tras su muerte, mi padre hubo de superar un largo duelo. También mis tíos. Yo mismo, aunque mi relación no era tan estrecha. Solo más tarde, mi padre llevó las “Versiones de Gonzalo”, meramente recopiladas y ordenadas, sin correcciones, al editor. Al principio, no estaba claro si publicarlas. Ni si era conveniente transmitir aquella imagen descompuesta del gran hombre. Pero luego se vio claro que sí. No solo por mi abuelo, sino por todos los que pudieran ver reflejados infinitos casos propios o de familiares con esa enfermedad. Los médicos agradecieron la curiosa publicación. Los expertos en literatura también. Yo mismo leí con interés y curiosidad la última obra de mi abuelo. A ratos reí. A ratos lloré. También me aburrí y me desesperé ante una frase incongruente o una repetición que se me hacía más pesada. Creo que es interesante. No diré que imprescindible. Pero, por más que admito que, de

las obras de mi abuelo, ésta será, sin duda, la más perdurable, me quedo con cualquiera de sus escritos anteriores, con cualquier artículo ligero o profundo en el que la mente poderosa de Antonio Posadas Carballeiro aún nos habla con toda su intensidad, y no con la de un pálido reflejo que se esfuerza en recuperarse o imitar lo que ya no puede alcanzar. No me hagan mucho caso. Soy su nieto. Lean algo de Posadas. Lean, si lo desean, sus “Gonzalos”. Juzguen ustedes mismos. O establezcan su propio diagnóstico. Juan Luis Monedero Rodrigo

ARTE MANGANTE Yo, de mayor, quiero tener una SICAV con mis mariachis que hagan bulto sin cobrar. Quiero ser rico, pero rico de verdad, estar forrado sin tener que tributar. Llevar millones a un paraíso fiscal, cobrar en negro y no tener que pagar. Quiero ser alguien, un ladrón muy especial. ser un banquero, un pirata, un criminal, El que acapara admiración universal por sus manejos en el arte de robar. Nunca ser pobre, no tener que trabajar, sudar la nómina obligado a cotizar, con un empleo que me coma la moral y cuatro euros como mísero jornal. Soy de otra pasta, sé que soy fenomenal, inteligente, caradura y liberal. Con mis negocios protegidos sin parar por el Estado que vigila a los demás. Si es necesario yo me aplico a especular con los ahorros de la gente del lugar. Y con la excusa de que aumente el capital pido reformas del mercado laboral. No me preocupo por quien se vaya a arruinar para sacar partido a la oportunidad. Que se hunda el mundo no me importa ni un real si mi dinero no me deja de rentar. Antón Martín Pirulero (azote de especuladores y chorizos)

PERO, ¿QUÉ COÑO ES ESO DEL ARTE? Uno siente deseos de encogerse de hombros ante semejante pregunta, incapaz, a priori, de proporcionar una respuesta coherente, precisa y objetiva. El arte puede ser demasiadas cosas como para definirlo así, sin más. Y, sin embargo, todos tenemos cierta idea de lo que para nosotros es arte. Tal vez no exista per se, sino como una adquisición cultural, algo que se nos inculca y enseña desde niños, junto con los conceptos del bien y del mal, el civismo o la tabla de multiplicar. Aunque, siendo así, ¿cómo explicar esa pulsión de todos los seres humanos hacia la creación y

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algún concepto de belleza? Y, siendo así, ¿será posible, también, convencer a un individuo o a un pueblo para que tome por arte lo más peregrino que se nos ocurra e impongamos como tal? Queremos creer que no, que el arte existe, de algún modo y al margen de toda duda. De hecho, por inasible que sea el concepto de arte, si tuviéramos que mencionar alguna característica humana que nos haga diferentes de otros seres, incluso de nuestros antepasados homínidos a los que aún no queremos otorgar la completa humanidad, una de las que más frecuentemente acudiría a nuestra imaginación sería su capacidad para el arte y la belleza. Nos acordaríamos de Lescaux, de las Venus paleolíticas o de las pinturas tribales y los abalorios con los que casi todos los pueblos primitivos se adornan. Bien, admitido, debe de existir algo, por vago y difuso que me lo represente, que pueda corresponderse con el concepto absoluto de arte, arte humano, se entiende. Para los griegos clásicos e incluso para nuestros antepasados de la Modernidad, el arte era sencillo de apreciar: bastaba con que copiase la naturaleza, resultase grato a los oídos o contuviera hermosas ideas bellamente expresadas. Pero, en nuestro tiempo, las cosas ya no están tan claras. Cuando el arte antiguo, tan trilladas sus formas, nos resulta repetitivo. Cuando la tecnología puede emularlo mejor que nosotros mismos. Entonces nos empeñamos en buscar la novedad, catalogando como “arte de vanguardia” cualquier mamarrachada debidamente vendida y adornada, dándole especial valor a su originalidad. Nos fascinan, o eso parece, las nuevas formas. Nuevos modos de narrar, componer, pintar, esculpir. O de dejarlo de hacer. No importa que parezca la obra de un oligofrénico o un torpe. Se trata de arte porque se ha hecho adrede, con un fin. Sea el de ofender, experimentar o meramente destruir lo que hasta el momento se consideraba arte. Mirando alrededor con ojo mínimamente crítico, no contaminado por costumbres recién adquiridas, casi dan ganas de caer en el más completo escepticismo. O bien el arte no existe como tal, o ha muerto, o se ha convertido en mero mercadeo o, peor aún, es tan voluble que dentro de él cabe cualquier cosa. Pero no. No puede, no debe ser así. Uno se niega a trivializar, banalizar, vaciar el concepto de arte. Y prefiere pensar que existe un alma humana dotada de un espíritu creativo que solo se siente satisfecho si se expresa o percibe las obras de sus semejantes. Por suerte, en nuestra época de descreídos, aprovechados y materialistas, todavía podemos mirar hacia atrás en el tiempo y comprobar que los clásicos, aquello que decidimos, por costumbre o consenso, considerar como clásicos, patrones de arte de cualquier tipo, siguen tocando nuestras fibras más sensibles, nos siguen inspirando. Una pieza de música clásica, una escultura de mármol, una tragedia griega, una pintura al óleo y hasta una vieja película en blanco y negro siguen pareciéndonos el epítome de la belleza. Si ese arte fue inventado y aceptado, ahora

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ya lo consideramos canónico, fiable, y poco nos importa que nos digan que ya no son arte sus copias o variaciones contemporáneas, o si las nuevas formas son flor –o cardode un día. Los clásicos están instalados de tal modo en nuestro común imaginario y son tan sencillos de aceptar, que uno bien puede olvidar sus dudas y convencerse de que el arte existe y es eterno, profundo, magnífico, verdadero, necesario. Juan Luis Monedero Rodrigo

EL BUEN HACER Es demasiado fácil, en época de crisis, cargar las tintas sobre los gestores, gobernantes, industriales y grandes hombres, en general, del país que la atraviesa. Fácil convertirlos en responsables de lo sucedido, en culpables merecedores de juicio sumarísimo y ejemplar castigo. Más que en ningún otro sitio, sucede en nuestro malhadado país. Tierra de envidiosos donde tal pecado capital, que sin duda nos describe como pueblo, campa por sus respetos. Tierra también de lisonjeros. De advenedizos y fámulos que nos aplauden con fervor solo un instante antes de derribarnos y pisotear nuestra fama y nuestro nombre. Donde se convierte al héroe en cabeza de turco salvadora por un quítame allá esas pajas. Tierra injusta, sin lugar a dudas. Por ello, pese a la tendencia natural del siglo, quiero desde esta columna elevar un panegírico a esos grandes hombres, los de nuestra patria y los del orbe todos, que en esta época oscura se mantienen firmes al timón de la embarcación, lidiando con las procelosas aguas y obligando a que todos, aun contra nuestra voluntad, sigamos remando en la dirección adecuada para mantener el rumbo correcto y necesario para la buena marcha del país. Quiero, desde aquí, ensalzar la labor de nuestros banqueros, los mayores prohombres de la Tierra. Los grandes filántropos de nuestro tiempo que, aun a costa de poner en riesgo sus almas –con el préstamo- y sus propias haciendas –jugándose el dinero en los inseguros mercadosno dudan en arriesgarlo todo para que la sociedad pueda progresar. Loor también a nuestros empresarios. A los grandes del país, con permiso de esos otros grandes de la nobleza toda. Los pequeños, como los autónomos, poco papel e importancia tienen en estos asuntos, que se les vienen grandes. Pero los grandes rectores de nuestra economía y nuestros recursos son los primeros en arrimar el hombro. Arriesgan una y otra vez su patrimonio, honradamente obtenido a cambio del trabajo ajeno, siempre tarea de brutos pues, sea físico o mental, en el laboreo siempre un trabajador es sustituible e intercambiable por otros de su clase. Pero no nuestro empresario. Nuestro valeroso industrial es capaz de acometer el desafío de trasladar su fábrica a otro país

extraño solo para conseguir que el beneficio no decaiga. Aunque para ello deba contratar, con sueldos del lugar, a trabajadorcillos foráneos a los que logra elevar del lodo en el que malviven. ¡Y qué decir de nuestros gobernantes! Políticos, jueces, militares, nobles, eclesiásticos. Todos ellos anteponen el bien del país al interés personal. Se dejan asesorar por los expertos que más saben de cada asunto. Dan ejemplo de austeridad y sacrificio. Y ordenan el país según las necesidades del momento. Siguiendo, cuando pueden, los dictados del pueblo. Y atreviéndose a contradecirlos cuando el ignorante vulgo se confunde. Aun a riesgo de volverse impopulares, nuestros gobernantes y gestores actúan como es debido. Siempre por el bien del país, que es el bien de todos. Unos y otros asumen como propios modelos imperfectos creados, en su prepotencia, por científicos pagados de sí mismos y de su ciencia –a veces pagados también por los empresarios, banqueros y políticos, que, generosamente, contribuyen al avance del saber- siempre imperfecta, tanto en el plano teórico como en su desarrollo práctico. Pero tampoco satanizaremos aquí a los eruditos, ni a los trabajadores. Ni siquiera a los pensionistas, los parados, los becarios, las embarazadas o los enfermos, por más que constituyan la auténtica lacra de la sociedad. Por fortuna, contamos con la fe y el empeño de los grandes hombres que nos dirigen y que nos sacarán del atolladero en que, inconscientemente, nos hemos metido. Forzándonos al necesario sacrificio, ignorando nuestras absurdas exigencias y quejas pseudodemocráticas. Todo por nuestro bien. Como siempre han hecho. Sin pretender alcanzar nuestro agradecimiento ni esperar más beneficio que la satisfacción del buen hacer, el orgullo de la labor realizada. Son sabios, pero cometen errores, aunque sea de buena fe. Menos mal que están prontos a corregirlos y socorrernos, con su inmensa sabiduría y su bondadoso poder. Ellos son garantes de nuestras libertades, héroes defensores de los valores democráticos y la cohesión social en estos tiempos difíciles a los que nuestras malas cabezas y nuestros deseos de vivir por encima de nuestras posibilidades nos han condenado a vivir. Amigos míos, reconozcamos la labor de quienes son mejores y superiores a nosotros. De quienes, como divinos pastores, hacen lo mejor para nosotros, aunque nos duela. Es de justicia que proclamemos sus méritos y que agradezcamos sus impagables esfuerzos y sacrificios. Gracias, honrados padres de la patria, por todo lo que hacéis por nosotros. Sabiendo que nuestro futuro está en vuestras generosas y eficientes manos, me siento mucho más seguro. Narciso de Lego (émulo y humillado siervo de nuestros sagrados dirigentes)

SALVADOS POR EL ARTE Para la gente de mi generación aún resulta sorprendente que un personaje como yo, crítico de arte de formación, que fui artista de vocación y mero artesano en la ejecución, me dedique en nuestros días al comentario de la actualidad económica. Ya ancianos, todavía recordamos aquel tiempo, hoy tan lejano en la memoria de los jóvenes, en que el arte era una de las disciplinas más alejadas de los asuntos económicos y las coyunturas materiales del país. Para los jóvenes, el recuerdo de aquel tiempo en el que los asuntos de la bolsa y los de la inspiración corrían separados e incompatibles es memoria histórica, o antediluviana, tan arraigado tienen en su experiencia el hecho de que del arte, antes que de otras facetas de la vida, depende en buena medida el bienestar económico de la sociedad. Ni tan siquiera recuerdan, aunque muchos lo estudian en sus libros de texto, que la plena incorporación del arte a las finanzas, más allá de mecenazgos, ventas, subastas, galeristas, timos o patrocinios, fue más bien tardía y obligada. Yo, sin embargo, aún tengo presentes esos tiempos inocentes, como de mi personal y feliz Arcadia, en que los destinos del arte nada tenían que ver con lo monetario y aun había muchos artistas que renegaban, orgullosos, del dinero que podían ganar. Y recuerdo, ante todo, los tiempos heroicos de mi juventud en los que un puñado de iluminados y una partida de pioneros fueron –no me atreveré a decir fuimos- capaces de convertir los veleidosos senderos del arte en fuente de estabilidad económica, crecimiento, sostenibilidad y bienestar, salvándonos de la mayor crisis económica que la humanidad ha padecido desde que la globalización tomó posesión del mundo. Todavía recuerdo el terror reflejado en los rostros, las largas colas de menesterosos, los suicidios de banqueros y brokers, las dimisiones masivas de políticos, las manifestaciones, las huelgas, los asaltos a comercios, los incendios de sucursales, el terrorismo sindical, los bonos de alimento, los desahucios, la violencia en las calles, la criminalidad desatada, la desesperación general. También la vuelta, por parte de unos cuantos, a una vida más sencilla, dura y campestre, aunque carente de bucolismo. Una especie de autarquía que trajo al artesano al frente de la actualidad económica y comercial, convirtiendo el trueque en renovada forma de intercambio y atrayendo, de un modo inesperado, la atención de artistas, empresarios y, finalmente, economistas y políticos visionarios que intuyeron en aquel humilde renacer la posibilidad de dar estabilidad a la economía sin renunciar al desarrollo ni esquilmar los recursos. Atrás quedó la idea del consumidor despilfarrador y dilapidador de recursos. Atrás el derroche de bienes y la caducidad de los materiales de pésima calidad. Lejos la crisis energética basada en tal despilfarro y aún más lejos el fantasma de la destrucción ambiental, cuyas consecuencias, por desgracia, aún nos toca padecer.

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Para los jóvenes, para los que llegarán después, este testimonio, el mío, semejante al de otros aunque quizá mejor informado por mi cargo y posición, también por mi experiencia, debería servir de recuerdo y ejemplo, para no olvidar de dónde venimos, lo que costó llegar a este punto y qué errores no deben cometerse de nuevo. También debería servir como particular homenaje para aquellos héroes –anónimos en mi relato, pues no voy a personalizar ni pondré nombres aun de los amigos o conocidos por míque nos alejaron de la sombra, nos permitieron este hermoso presente y el anuncio de un futuro que, si cabe, nos atrevemos a pintar todavía más luminoso.

Ya a finales del agitado siglo XX se vislumbraba el negro porvenir. Crisis energéticas, crisis de valores –y no solo los bursátiles-, crisis de liquidez. La caída del comunismo, celebrada por tantos de nosotros –aunque había aún grupúsculos de artistas anticuados, soñadores o mal informados, que comulgaban con las falsas ideas del paraíso comunista-, significó el auge del capitalismo más despiadado, regenerado y henchido por sus propios triunfos. Al comenzar el siglo siguiente, los males se hicieron acuciantes. A una crisis financiera la seguía otra económica y a ésta la social. Un parche, mil sacrificios, padecidos, ante todo, por el populacho, solo servían para retrasar la siguiente crisis y hundir en la miseria a unos cuantos, o unos muchos, más. La situación de la mayoría se precarizaba en beneficio de unos pocos que llenaban sus arcas en mitad de la confusión o creándola ellos mismos para aprovecharla. Entre tanto, nuestro pobre planeta, cada vez más esquilmado, enfermaba de tanta gravedad que aún hoy, en nuestra modernidad, padecemos las consecuencias de la demencia pasada. Al borde de una rebelión social, quién sabe si de un nuevo conflicto mundial que muchos entreveían en el horizonte inmediato, la enésima crisis se cernió sobre el mundo, como plaga bíblica, dispuesta a hundir aún más la economía y a todos sus tristes siervos: el pueblo llano harto ya de perder lo poco que tenía. Fue entonces cuando, en mitad de las sombras, y aunque nadie fuera capaz de adivinarlo todavía, se encendieron las primeras luces de la salvación. Las que permitieron, a la postre, salvaguardar el sistema y sacar de la ruina a millones de personas, alejando el fantasma de las crisis como una pesadilla del pasado. Dicen que las épocas de crisis también lo son de innovación, fuente de inspiración y nuevo empuje. Tal vez sea cierto. Porque es inevitable que, en tales situaciones, cuando peor van las cosas, toque hacer de la necesidad virtud y sobreponerse a la adversidad. No en vano se dice que la necesidad agudiza el ingenio. Eso fue, precisamente y a mi juicio, lo que ocurrió hace casi medio siglo. Paro galopante y falta de recursos hicieron retroceder la economía de muchas familias a un nivel que, si no llegaba a la mera subsistencia, sí obligaba a prescindir de lujos o caprichos y a apretarse el cinturón.

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Entiendo que, desde nuestra perspectiva próspera y moderna, no parecen casar bien la idea de amoldarse a las estrecheces a que obligaba la necesidad y contemplar, a la vez, un resurgir del arte que arrastró tras de sí a la sociedad y la economía. Cualquiera comprende que, en las peores circunstancias, la gente sigue pensando e inventando, tal vez mucho más que antes. Pero de filosofar o moralizar a hacer aumentar los recursos por la vía del arte no se produjo, para los que vivieron el cambio, los de mi generación y las anteriores, un paso lógico ni premeditado. Antes bien, para cualquiera de ese mundo anterior amante del consumismo y el derroche, nada parecía más inútil que el concepto del arte por el arte, desligado de cualquier idea crematística, propia, en todo caso, de anticuarios o coleccionistas. Pero es que el arte no surgió espontáneamente como la elevada forma cultural que hoy tendemos a imaginar. Antes que el arte estuvo la artesanía y ésta, hoy como entonces y siempre, sí que suele ir ligada a la necesidad y no a una mera sensibilidad estética o intelectual. Tras décadas de derroche en los países mal llamados desarrollados, la mayor parte de la población estaba acostumbrada a comprar, usar –más bien poco tiempo- y tirar, o reciclar, si es que tal concepto había arraigado en quien se deshacía de un objeto del que se había cansado pero aún le parecía en buen uso. Pero con la crisis o, por mejor decir, la sucesión de crisis: de energía, materias primas, finanzas, industria, modelo económico y hasta principios morales, alternándose y sumándose una y otra vez para generar la madre de todas las crisis, los recursos disponibles por el ciudadano medio, incluso de esos mal llamados países ricos, menguaban año a año y aun mes por mes, reduciendo las posibilidades consumistas cuando no los deseos, pues cada vez había más personas que renegaban de aquel sistema que convertía al ciudadano en mero ejecutor de compras y despilfarros. En tales circunstancias, cuando cada quien veía encogerse las rentas y no las necesidades, ya reducidas, crisis tras crisis, a lo más elemental, no es raro que entre la gente se volviera a la tradicional costumbre de reparar todo lo reparable para alargar su vida útil, una vida útil que volvía a ser valiosa y hacía sentir vergüenza de las previas dilapidaciones y la baja calidad impuesta a los bienes de consumo, por acortar su durabilidad. Como se había hecho siempre, hasta aquellos demenciales últimos tiempos, algunas de cuyas consecuencias todavía pagamos en la actualidad, en forma de contaminación, cambio climático, vertederos infinitos y falta de algunos recursos mineros, entonces se impuso la cordura del ahorro y la reparación, y regresó la figura del manitas capaz de arreglarse sus propios muebles o los electrodomésticos que, por sofisticados que fueran, siempre podían considerarse cajas negras cuyos desconocidos módulos se intercambiaban para que funcionasen de nuevo, aunque el manipulador no comprendiera la teoría ni la práctica de los circuitos implicados en la reparación.

En ese estado de cosas, además de la sensación de miseria que algunos sentían al tener que cambiar bruscamente su visión consumista y despilfarradora del mundo, como signo de riqueza y triunfo personal, por otra de austeridad, trabajo duro, poco beneficio y menos caprichos, fueron muchos los que empezaron a intercambiar habilidades, a modo de trueque de servicios, ofreciendo los suyos en aquello en que eran más hábiles a cambio de manos que los ayudasen en lo que mostraban mayor torpeza. Y, cuando el ser humano trabaja o repara con sus propias manos, no puede evitar dejar un sello personal e inimitable. Y es precisamente en ese punto donde las labores artesanales y artísticas cruzan sus caminos de modo que, en muchas ocasiones, es difícil distinguir al artesano del artista, pues ambos firman sus obras con sus manos y ponen todo su esfuerzo y creatividad en el resultado. Los nuevos tiempos, siendo de artesanos, contaban con una tecnología superior que permitía hacer más fino el trabajo, así como con un gusto estético, tan variado según las personas, como generalizado por parte de una gran mayoría de la población acostumbrada a visitar exposiciones y a cuidar al detalle la decoración de sus casas, aunque fuera llenándolas de espantosos bienes de consumo fruto de la mecánica y repetitiva fabricación en cadena. De este punto de inflexión, de esta frontera entre el mundo antiguo despilfarrador y sin futuro a nuestro moderno modo de vida, solo había un paso, el que las mentes, los corazones y las inevitables carteras –o más bien sus gestores, más a nivel corporativo que individualvieron conveniente y necesario dar para transformar el mundo y, de paso, acabar con la sempiterna crisis económica. Aunque esto último fue un sorprendente resultado que nadie en un comienzo pudo llegar a imaginar. Como nadie pensó, ni por un momento, que sus pequeñas labores a nivel doméstico o comunal, nacidas de la escasez y la necesidad, iban a suponer una revolución de la sociedad, las mentes y los corazones. Lo que empezó como una solución de compromiso, también divertimento y vía de escape para la creatividad, se convirtió pronto en costumbre de éxito y, lo más sorprendente de todo, inesperada fuente de ingresos para muchos aficionados. Además de hacer reparaciones caseras que les ahorraban un buen dinero y extendían la vida útil de sus bienes, muchos comprobaron que les agradaba sobremanera el nuevo aspecto de sus viejas propiedades, ahora personalizadas o, directamente, fabricadas por ellos. Lógicamente, cuando uno de los artesanos, o artistas, de nuevo cuño tenía cierto talento o, cuando menos, su obra era valorada por algún grupo que la encontraba interesante, al creador le llovían ofertas de amigos y vecinos que, en ocasiones, se extendían, por el boca oído o por la propia Internet, haciendo que los pedidos se multiplicaran y, pura ley de oferta y demanda, a algunos no solo se les acumulaba el trabajo sino que también les crecían los beneficios a la vez que se incrementaba lo que podían pedir por hora trabajada.

Personas que nunca habían realizado obras para otras a cambio de dinero, meros aficionados que creaban primero para sí mismos y en un segundo plano solo para familiares y amigos se vieron desbordadas por una lluvia de pedidos y convertidas en mercaderes que ganaban un buen dinero realizando para completos desconocidos las tareas que más les llenaban. Aunque había algunos más remisos o vergonzosos que afirmaban conformarse con mantener su afición en privado o crear solo para su círculo más inmediato, cuando no artistas celosos de su trabajo a los que apenaba ver sus obras dispersas y no tener la certeza de poder contemplarlas de nuevo, fueron mayoría los que, vencidos por el siempre poderoso dinero, aliado con la no menos exigente necesidad, vendieron su arte a cambio del beneficio inmediato y no se arrepintieron de aquella concesión materialista.

Al cabo de algún tiempo, el del arte aplicado a los bienes de consumo, al hogar y a la vida privada en general, se convirtió en un negocio de considerable entidad, fuente de ingresos importantes para muchas familias que, en muchos casos, invertían parte de sus propios beneficios en adquirir obras ajenas o pagar por que algún artista de su agrado les decorase el baño o les tunease el viejo automóvil familiar. Obviamente, este éxito, o renacer, del arte y su hermana la artesanía no pasó inadvertido a las grandes multinacionales que, amén de responsables y beneficiarias, según los casos y a veces a la vez, de las sucesivas crisis, vieron en esta nueva faceta económica una oportunidad de oro a la que era necesario apuntarse si no querían perder parte de su porción de beneficios, pues las obras adquiridas en este mercado alternativo se restaban de sus ventas habituales de productos industriales en serie. Por eso decidieron dar al negocio del arte un nuevo empujón bajo sus propias condiciones: contratar “artistas” que trabajasen en sus fábricas dando su toque personal a las manufacturas, personalizando los productos y hasta individualizándolos. Pero la jugada les salió mal. Es cierto que publicitaron esta nueva manera de llenar y decorar los hogares y las vidas de las personas, haciendo que muchos que no conocían este nuevo impulso artístico empezaran a participar de él. Pero no fueron ellos los principales beneficiarios, puesto que los potenciales clientes, en su mayoría, preferían adquirir las obras de las manos del artista que trabajaba en su taller artesanal antes que de las garras de la macroempresa que, por más que vendiera sus productos a mejor precio, no podía transmitir la misma sensación de exclusividad, originalidad y proximidad que el sencillo artista que les vendía una cuadro o una silla en su propio barrio y a la vuelta de la esquina, ya que Internet dejó de ser herramienta fiable de búsqueda al dificultarse la distinción entre páginas personales y corporativas. Hoy en día, para cualquier analista, la situación tiene su lógica, una lógica aplastante y sólida. Pero no

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hemos de olvidar que, en aquel tiempo, el cambio de mentalidad se consideró extraño, cuando no extravagante. De ser un asunto de snobs y pudientes, el arte pasó a ser moneda de cambio e intercambio entre ciudadanos de a pie. Y ello pese a las industrias, los empresarios y gobiernos que trataban de mantener su cuota de mercado y defender sus partidistas intereses. Pero igual que uno en ocasiones prefiere hablar con una persona en confianza antes que con docenas de conocidos casuales o por un chat, así los consumidores de aquel tiempo, limitados en sus recursos, hastiados de lo homogéneo y ansiosos de ser tratados como individuos, recibieron con los brazos abiertos las nuevas posibilidades del emergente mercado. Era un mercado en el que, tal y como hoy lo interpretamos, se añadía un recurso inmaterial y valioso, una fuente inagotable de plusvalía, que no dependía de la capacidad de generar más ventas a menor coste, sino del talento, intangible e imposible de mensurar justamente, que el artífice era capaz de insuflar a su obra. Se daba más valor, como antaño, a un mismo material forjado por unas manos expertas que a dos docenas de objetos industriales igual de eficientes obtenidos y vendidos por un mismo coste. Y con ello no podían competir las empresas, ni la habilidad o el talento eran factores que, como los recursos no renovables o el gasto de energía, pusieran límite al desarrollo del sector o las posibilidades de oferta y demanda. ¡Con el arte sí se podía aspirar al ideal de crecimiento económico infinito necesario para el funcionamiento del mercado! Siempre podía haber más arte, mejor, más valioso. Y todo ello sin esquilmar recursos o arruinar al rival. Había competencia, sobre todo a un nivel local, en el que se realizaba el consumo, pero no se destruía al rival ni se consumía más energía o más materiales durante la batalla por el mercado. Aumentaban, eso sí, los celos profesionales –o artísticos, si así se quieren ver- y las enemistades personales, pero no son ésos factores que pesen negativamente en un balance contable de entradas y salidas. Todo el mundo podía tener arte y todo el mundo podía aspirar a incrementar su patrimonio a lo largo de su vida, sin temer la llegada de una crisis –como no fuera de inspiración- que le dejara huérfano de su arte. Y todo el mundo empezó a desear rodearse de arte y exclusividad. Si, hasta hacía poco tiempo, la gente no cambiaba sus bienes por otros nuevos por falta de recursos, de repente la gente ya no deseaba ese cambio. Prefería objetos duraderos que, en todo caso, pudieran ser enriquecidos con más arte. En vez de tirar un edificio entero, era mejor conservar las partes más hermosas y embellecer o remozar el resto. Un viejo coche repintado no era un objeto del que deshacerse, sino un viejo amigo al que cuidar y completar. Se valoraban la robustez de los diseños y sus posibilidades de mejora, no solo el precio y, desde luego, no se tomaba en cuenta la fecha de caducidad como factor a tener en cuenta. Si no eternas, sí se volvía a confiar en que las posesiones, tan personales como el arte las estaba volviendo, fueran duraderas y fiables.

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¡El arte salvando la economía! El sueño de un loco o la pesadilla de un materialista. Efectivo, en todo caso, como bien se pudo comprobar y claramente demuestra la evolución de los mercados desde entonces hasta nuestros días. O la muy distinta visión del comercio, el consumo y el clientelismo que hemos desarrollado en nuestro tiempo, los más jóvenes como cosa natural, los viejos, los que conocimos el pasado, con un punto inevitable de sorpresa por más que nos hayamos acostumbrado a la nueva mentalidad. Se acabó el miedo a los monopolios. Incluso en las grandes obras, las públicas o las comunitarias, se busca la exclusividad que da el artista individual. Se acabó el despilfarro energético y material, pues ya no interesa que los bienes se estropeen y se sustituyan de inmediato. Una venta no es una cuenta atrás para la siguiente. Cualquier objeto, cualquier obra de arte, siempre es mejorable y las labores pueden completarse, superponerse y hasta competir entre ellas. El riesgo, como estamos contemplando hoy día en algunos casos, es llegar al barroquismo, a la versión contemporánea de aquel rococó recargado. Pero no resulta preocupante. Como tampoco lo parece la velocidad con que todos hemos cambiado la vieja mentalidad consumista que imbuyó a buena parte de las sociedades humanas hace tan solo medio siglo. Hoy la globalización no debe ser vista como un problema, ni, en general y de manera simplista, tampoco lo supone la limitación de los recursos del planeta. Por desgracia, aún tenemos que lidiar con los problemas que nos dejaron nuestros antepasados, tal vez yo mismo y los de mi generación. Pero hoy, contemplando este presente que hemos sido capaces de alumbrar, me atreveré a ser optimista y a desear, y creer, que en el futuro la revolución que hemos vivido permita que el mundo, en lo social, lo político y todo lo humano, sea un lugar mucho mejor que el que hoy tenemos. Llamadme soñador. Lo soy. Pero comprendedme. Mis viejos ojos han contemplado ya más maravillas de las que nunca soñaron siquiera imaginar. Juan Luis Monedero Rodrigo

MATRÍCULA Siempre me he considerado un artista. Aunque he de reconocer que no son muchos los que, a lo largo de mi existencia, han pensado, como yo, en mis obras como verdaderas obras de arte o fuente de inspiración. También que, entre los pocos que me han prestado atención, me resultaría difícil encontrar uno solo al que no aplicar razonablemente el calificativo de tarado. Aunque, lejos de deprimirme por esa circunstancia, yo nunca he dejado de confiar en mi valía. No me resulta extraño el verme como uno de esos genios incomprendidos de otros tiempos a los que, mucho más tarde, la historia ubica en su correspondiente y merecido pedestal. El rey de las

putadas, ése soy yo. Y como tal me gustaría ser recordado en el futuro. Aunque no soy tan iluso como para pensar que mis deseos se correspondan con la siempre triste realidad. En estas páginas, los lectores han tenido ocasión de descubrir algunas facetas de mi pregonada vena “artística” y creo que, ya que este número trata del arte en todas sus facetas, es una buena oportunidad -iba a escribir “pintiparada”, como sin duda redactaría mi muy querido y risible Gazpachito- para alardear de uno de mis más tempranos logros, uno de los primeros del que me siento particularmente orgulloso y que fue, éste sí, debidamente recompensado con la concesión de una matrícula de honor, el bien más preciado para cualquier escolar aplicado. Todo comenzó aquel día señalado durante mi tierna adolescencia. Estudiante, o más bien alumno sin ganas de estudiar, yo asistía al comienzo de mi segundo curso del bachillerato, que por entonces aún se definía como unificado y polivalente, después de unas agradables vacaciones en las que mi interés por los estudios y el trabajo que conllevaban todavía se había hecho más escaso. El curso anterior, por mi vagancia tanto como por mis pillerías o, lo que es lo mismo, mi inteligencia, los escolapios me habían expulsado a mitad del segundo trimestre. Gracias, cómo no, a la influencia de mi padre, la expulsión no se hizo de forma deshonrosa sino como un “traslado de expediente” a un centro laico. Para recibirme con los brazos abiertos mis amados progenitores escogieron un afamado liceo francés de la localidad, lo bastante lejos del centro anterior como para que no le llegasen demasiadas noticias de mis trastadas previas y tan cerca como para tenerme, o esa era su inocente intención, debidamente controlado. Mi primer curso en el liceo fue tan divertido como provechoso. Puesto que no nos conocían a mí ni a mis artimañas, pude pasar por chico modosito y estudioso, aunque algo torpón, que, con algo de fingido esfuerzo, mucho de inteligencia y astucia, y una pizca de ayuda por parte de los voluntariosos profesores, logró sacarse el curso sin un solo suspenso y en el mes de junio. La milonga de mi tristeza por el cambio y mi mala experiencia en el centro anterior donde me sentía, según dejé caer, injustamente perseguido, me abrió bastantes puertas, y despachos, como para aprobar unas asignaturas por méritos propios y otras copiando los exámenes. Siempre, eso sí, sin estudiar ni tocar un libro. Glorioso principio, el de la alergia al trabajo, que ya me iluminaba en aquellos dulces años.

Igualmente feliz me prometía mi retorno a la escuela tras el gozoso interludio vacacional. Por más que me fastidiase el tener que acudir a las clases y verme obligado a permanecer horas encerrado, fingiendo disciplina y atención hacia los payasos que pasaban por maestros, daba por sentado que mi nulo esfuerzo y mis

secretas habilidades me rendirían importantes y merecidos beneficios. Por desgracia, mis razonables expectativas se vieron truncadas bien pronto por el excesivo celo del mayor de los payasos del lugar: mi entonces odiado, y luego más querido profesor, don Servando, el Rey de Copas, como le llamábamos por aquel entonces con buen humor y adorable sentido de la propiedad. El señor Servando Gutiérrez, licenciado en Ciencias Exactas -es un suponer- y profesor de matemáticas en el instituto -una certeza, al menos desde el punto de vista nominal, pues por tal “oficio” lo conocíamos, por más que uno dudara más que razonablemente de su cualificación para el desempeño de tal cargo, así como de su salud mental en general y su inteligencia en particular, y no solo la de índole matemática- me tocó, por segunda vez en mi periplo académico, como profesor y, por primera vez, con la desgracia añadida de corresponderme por tutor. Es decir, entrometido tocapelotas que, con la excusa de interesarse por la marcha de mis estudios, se permitía aconsejarme y revisar una y otra vez mis costumbres y tareas. He dicho excesivo celo, aunque, en realidad, podía haberlo denominado mala leche, porque el tipo ya se había quedado el curso anterior con la mosca tras la oreja con respecto a mis capacidades matemáticas y mis habilidades, no precisamente numéricas, para alcanzar el aprobado. Por aquel entonces, llegué a odiar a aquel funesto profesor. Hoy, sin embargo, es uno de los personajes de aquel tiempo de los que conservo un mejor recuerdo y por quien guardo un sincero afecto, por todo lo que hizo para convertirme en la persona que hoy soy y por la impagable ayuda que me brindó a la hora de concluir mis estudios. Por todo ello, y aunque sé que mis travesuras son difíciles de perdonar, hoy, desde estas páginas, quiero ensalzar su figura y limpiar su buen nombre. Un nombre que, lo sé, yo mismo contribuí a ensuciar en su día, convirtiéndole en objeto de burla, mofa y befa, tanto le falté al respeto. Pero hoy, digo, estoy dispuesto a rehabilitarlo. No sé si seguirá vivo, si prosiguió ejerciendo la docencia durante muchos años, si la abandonó por otro oficio o si ya está jubilado. Lo primero que deseo hacer es dar gracias públicamente a don Servando por aquella impagable matrícula en matemáticas. Lo segundo, afirmar públicamente que, contra lo que entonces pensaban la mayor parte de los alumnos del liceo, nuestro amado profesor no era maricón, y mucho menos un maricón de mierda, como muchos, en tono despectivo, se referían a él. Y lo digo con conocimiento de causa porque yo mismo fui testigo, nada inocente, todo hay que decirlo, de una portentosa exhibición de su masculinidad y heterosexualidad. Aunque admito que, tras aquella vigorosa manifestación de virilidad, es lógico que sus ímpetus posteriores se vieran tan refrenados como para que muchos alumnos socarrones lo consideraran homosexual y le llamaran sarasa, a grito pelado, por los pasillos cuando creían que no los veía o aun sabiendo que

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no había más testigos -del gremio de los profesores, o enemigos- que el propio aludido. La historia de mi testimonio es digna de ser contada y, no voy a engañar a nadie, es el motivo de esta hermosa narración y del orgullo que me invade cada vez que recuerdo aquellos tiempos y al pobre don Servando, mi amadísimo tutor. Andaba yo buscando las triquiñuelas para asegurarme un nuevo curso de diversión y aprobados sin dar chapa a la vez que trataba de huir de las indeseadas atenciones del afanado tutor. Don Servando, entre sus propios ojos -más bien cegatos-, los comentarios de algún otro compañero y los chivateos de algún alumno mojigato y envidioso, mantenía sobre mí una especial atención. Parecía como esas aves de rapiña que, desde su atalaya, observan el valle para lanzarse en picado sobre la presa que comete la imprudencia de ponerse a tiro. La idea de que yo pudiera ser su presa no me tranquilizaba en absoluto. Y la convicción de que sus luces eran más bien limitadas me hacía sospechar que, más que tranquilidad por sus actuaciones previsibles, debía temer las estupideces irracionales que pudiera llevar a cabo y que me podían atrapar por medio en una situación harto embarazosa. -Señor Lipodias -me decía un día en clase, con aquel tono dulce que auguraba las peores intenciones-, está usted descuidando preocupantemente sus tareas. No sabía el buen hombre que yo las cuidaba exquisitamente. Dejándolas a un lado, no fuera a contagiarme por su proximidad del nefasto hábito del estudio o de su compañero el esfuerzo. -Señor Lipodias -añadía dos días después, acercándoseme para fumigarme con su aliento etílico cuajado de gotas diminutas de su repugnante saliva-, temo que voy a tener que ponerme en contacto con sus padres. Yo temía que llamase por teléfono a mis padres y me aguardase una nueva temporada de regañinas paternas y llanto materno que no estaba dispuesto a tolerar. Pero, por fortuna, en aquel tiempo se estilaban más las notas en el cuaderno o la agenda escolar como modo de contactar con los tutores, de modo que, en la tercera ocasión en la que me amonestó por mi falta de esfuerzo y mi “licenciosa actitud” me amenazó con la consabida nota escrita para mis padres. Nunca supe si, con lo de licenciosa, se refería a las miradas guarras que les dedicaba a las únicas profesoras de buen ver de ese antro o a mi costumbre de reírme, con los ojos tanto como con los gestos, de las gilipolleces de los profesores en general y de las suyas, supinas, en particular. Creo que se trataba de manía personal, por su parte, aunque entonces temí que, de algún modo, se hubiera enterado de que la manteca en su portafolios había sido obra mía. El señor Gutiérrez me entregó, pues, una nota para mis padres, solicitando una entrevista personal, fuera del horario lectivo, con uno de ellos, o con los dos, para conversar acerca de la preocupante situación de su hijo, es decir, mi menda. Si pensaba que con aquella nota

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me iba a amedrentar, era que me conocía aún menos de lo que yo sospechaba, lo cual era una verdadera suerte para mí. En la nota ofrecía un par de fechas, con su respectiva hora, para la entrevista, a la que yo no debía acudir, y solicitaba que mis padres escogieran una de ellas y devolvieran la nota debidamente firmada. Y yo, en vez de amilanarme o asustarme, sufrí entonces lo que no puedo denominar de otro modo que no sea inspiración. Como un fogonazo, se me pasó por la imaginación la brillante idea que luego llevé a término y, de hecho, mientras me salmodiaba con sus reprimendas y su lenguaje ampuloso, yo tuve que realizar verdaderos esfuerzos para no reírme en su mismísima cara o ponerme a saltar. En su lugar exhibí el adecuado gesto de falso arrepentimiento que él esperaba y me mostré compungido ante él y mohíno cuando él creía que yo no me sabía observado por sus ojos de mochuelo. -Por favor, don Servando, no avise a mis padres -añadí con fingido espanto-. Le prometo que me esforzaré más desde ahora. -Amiguito -me replicó, hinchado como un pavo y en un tono orgulloso que desdecía la familiaridad de la expresión-, el arrepentimiento de última hora, por loable que pueda ser a ojos de un buen cristiano, no nos exime de la rectificadora penitencia. “¡Cabrón!”, pensé para mí, “ya te has enredado en tu propia trampa y te vas a caer con todo el equipo”. Pero nada de eso traslució a mi gesto, que fue lo debidamente amedrentado por su presencia y atemorizado por el futuro.

Antes de regresar a casa, ya había falsificado yo adecuadamente la firma de mi señora madre, escribiendo en su nombre Purificación Duarte de Lipodias con su letra y su rúbrica llena de lazos. No marqué aún la fecha de la entrevista y, como estaba decidido a devolverle la nota firmada al día siguiente, esa misma tarde, antes de regresar a casa, me pasé por el “Parque Las Guarras”, que era como llamábamos los de mi edad al parquecillo y calles aledañas donde las mujeres de mala vida, o sea, las putas, se dedicaban a buscar su clientela. Entre ellas ya le tenía echado el ojo, aunque no todavía nada más, a una de ellas que me parecía hermosa en su rústico aspecto, una joven robusta que se hacía llamar, poco imaginativamente, la Rufi, de ojos lánguidos, caderas y pechuga generosa y una especial habilidad para dedicar piropos a los viandantes, y posibles clientes, que me había hecho decidirme por ella. El negocio no iba a ser barato, pero la Rufi aceptó y, para mí, el desembolso, o atraco, de los ahorros de mi hucha adolescente merecía rotundamente la pena. Esa misma tarde repetí a mis padres cuan contentos estaban los profesores de mi comportamiento e incluso sugerí que esperaba que mi tutor les llamara para confirmárselo. Mi padre, lejos de creerme, se sospechó alguna nueva barrabasada, aunque decidió hacerse el loco. Mi madre, una mujer tan apocada y nerviosa como solían

serlo las de aquella época que padecían de maridos como el suyo, se puso a llorar, emocionada por mi buen corazón y mi deseo de rectificación. A la mañana siguiente, sabiendo que mi padre ya no estaba, aproveché un despiste de mi madre para realizar una llamada por teléfono. Marqué el número del instituto y pregunté por don Servando. Yo suponía que aquel tipo ya habría llegado, porque había comprobado que siempre se encontraba por allí antes de que el centro abriera sus puertas. Era un riesgo medido y esta vez no me equivoqué. En todo caso, siempre podría haber dejado recado y repetir llamada desde una cabina, antes de que el tipo la devolviera, o mejor aún, colgar sin decir nada más y aguardar una mejor ocasión para concluir la jugada. -¿Sí, dígame? -sonó incómodo del otro lado, no sé si por la llamada o por no haber recibido indicación, lo cual significaría luego regañina para el conserje, de quién era su interlocutor. -¿Es usted don Servando, el tutor de Sergi, de mi hijo, Sergio Lipodias? -puse la voz ronca y un poco gangosa, tratando de imitar la de mi padre. -Sí, por supuesto. Encantado, señor Lipodias... -No quiero entretenerlo -le corté, dando a entender que no quería perder con él mi valioso tiempo-. Solo quería decirle que he recibido su nota, que me tiene muy preocupado pero, ya que yo no voy a poder acudir a la entrevista, motivos de trabajo, ya sabe, será mi esposa la que vaya a verlo. Eso sí, no dude en llamarnos cuando lo considere necesario. Este Sergi debe entrar en vereda sea como sea. Así que, ¡mano dura con él, don Servando! Y colgué, sin darle tiempo a despedirse. Salí corriendo para clase y me fui partiendo de risa recordando su voz jabonosa e imaginándomelo mostrando una exhibición de dureza pero no precisamente de la mano.

En la segunda hora de clase, que era de matemáticas con don Servando, me obligué a mostrarme temeroso cundo le entregué la nota firmada. -Ha de saber, caballerete, que ya he hablado con su señor padre. ¡Y no parece muy satisfecho con sus andanzas! Yo agaché la cabeza y durante toda la clase me mostré más dócil y participativo de lo habitual, dejando sorprendidos a todos, incluido el propio don Servando, presentándome voluntario para resolver en el encerado el ejercicio más difícil, como si con ello pretendiera hacer méritos y congraciarme con él. La cita con mi madre era al día siguiente, en la propia aula justo después de las clases. Y ese segundo día yo me mostré aún más sumiso y apocado, lo cual hizo que don Servando se sintiera seguro de su victoria sobre mí. No sospechaba la que se le venía encima. Al terminar la última clase, me lanzó una mirada de maldad pura. Pero yo sabía que era él quien se iba a

cagar, y no yo. A la hora exacta y convenida, mi “madre” me estaba esperando a la entrada. Iba muy arreglada, con una falda más larga de lo habitual en ella y un atuendo que, en general, se podría llamar austero, aunque un poco anticuado. Mis compañeros, pese al disfraz, se quedaron sorprendidos del aspecto de la jaca. “Menuda está tu madre” parecían decirme con los ojos, los gestos de las manos y algún que otro amago de silbido. Yo me limité a sonreírles, lo que interpretarían como orgullo filial cuando solo era diversión anticipada. Porque la que se presentaba como mi madre no era otra que la Rufi, ataviada como una beata y embutiendo sus encantos de tal modo que, más que encubrirlos, parecía que le fueran a estallar. Yo le había pagado una buena pasta por todo aquello y la había aleccionado al respecto. Aunque, al principio, no pareció muy convencida por la oferta, el dinero y la situación que se le presentaba terminaron por convencerla y resultó ser una alumna mucho más aplicada de lo que yo podía haber sospechado. Creo que su actuación fue merecedora de un premio mayor que el que supusieron mis billetes o el resultado de la comedia. Acompañé a la Rufi hasta la clase y, siguiendo las órdenes de don Servando, me quedé en el pasillo y él cerró la puerta. Creo que no tenía despacho privado en aquel lugar, pero sí tenía la costumbre de hacer las entrevistas en la propia clase y dejar a los chicos fuera confiando en el efecto que el miedo y la angustia producirían sobre su perseguida rehabilitación. Yo no me iba a quedar sin enterarme de cómo transcurría todo, así que ya me había agenciado un lugar de excepción para contemplar el espectáculo: desde un árbol en el patio se alcanzaba a ver una ventana que siempre permanecía con la persiana entreabierta, pues estaba rota, y, con unos buenos prismáticos, me proporcionó unas vistas impresionantes. Las palabras las supe por la Rufi y el resto lo completé yo con la imaginación. A don Servando le sorprendió la rotundidad de formas de mi señora madre. Frente a la silla del profesor, colocó una más pequeña, se acomodó en la suya e invitó a doña Purificación a sentarse. No bien empezó a ponerme a apearme de un burro, mi madre empezó a lloriquear, avergonzada e incrédula. Tan triste y compungida estaba que el buen hombre trató de consolarla y hasta se levantó de la silla y le ofreció su repugnante pañuelo para enjugarle las lágrimas, aunque el muy cabrón no se cortó un pelo a la hora de seguirle describiendo lo mal alumno que yo era y los, a su juicio, grandes riesgos que tenía de suspender y, aún peor, malearme. La Rufi, hábil despertando emociones, lo escuchó con suma atención, bebiéndose sus palabras y comiéndose al profesorcillo con sus ojazos a la vez que se le arrimaba, poco a poco, como quien no quiere la cosa. Don Servando debía de sentirse incómodo y turbado, puesto que intentaba retroceder, tras haber cometido el error de levantarse y que la Rufi lo estuviera empujando hacia la pared.

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-Y usted, tan listo y tan buen hombre como se le ve, no podría hacer que mi niño entrara en razón -le decía atosigándole con su generosa pechuga. Al pobre tipo, ya entre sudores, se le iban los ojos hacia aquellos dulces promontorios. -Yo haré lo que esté en mi mano, pero no puedo asegurarle nada. Quién mejor que una abnegada madre como usted para comprender que, a veces, los hijos nos salen desobedientes y rebeldes... El hombre se defendía, malamente, con su absurda verborrea, mientras que la Rufi, lejos de detenerse, empezaba a desabrocharle los botones de la camisa y trataba de sacarle la chaqueta del hombro. -¡Qué bien habla usted, don Servando! Es usted tan buen mozo, tan agradable, tan dispuesto... -le iba diciendo la Rufi, sin escuchar la retahíla del otro y sin dejar de devorarlo con la mirada. -Doña Purificación, por favor -se ahogaba don Servando entre trasudores, incapaz de controlar a la mujer y, quizá, sus propios y contenidos impulsos. Desarmado ante una profesional, más fuerte y decidida que él, cuando don Servando se quiso dar cuenta, la Rufi ya lo tenía en paños menores, con la espalda contra la pared y sus pechos portentosos bajo la barbilla. Sin dejar de mirarlo, lanzó su mano derecha a la entrepierna del pobre hombre que, si no baló como cordero, sí se preparó para el sacrificio ceremonial, con su cuerpo actuando al margen de su ya escasa voluntad. Fue ése el momento convenido en que yo me bajé del árbol y, lanzado a la carrera, regresé al edificio y, tras comprobar desde fuera del aula que se escuchaban los gemidos y chillidos de mi fingida mamá mezclados con los resoplidos del maestro, abrí la puerta y entré como un vendaval. -¿Mamá, estás bien?? -grité, con mi mejor temblor de preocupación en la voz, como si ni por asomo me esperase encontrar semejante escena. -¡Oh, Dios mío! -exclamó la Rufi, separándose violentamente de don Servando, cuyo miembro -o miembrecito- erecto se arrugó a una velocidad insospechada mientras los pechos de la mujer se bamboleaban ante la vista de todos los presentes. Don Servando, mudo de repente, fue incapaz de articular palabra, aunque su rostro rubicundo por el esfuerzo, intensificó su color, dando a entender que estaba al borde de una apoplejía. -Hijo, no es lo que parece -dijo la Rufi, recurriendo al absurdo lugar común, cuando no puede ser nada distinto de lo que aparenta, y sin molestarse en terminar de cubrir debidamente sus vergüenzas. Don Servando, entretanto, había reaccionado lo suficiente para recoger sus ropas del suelo y empezar a ponerse los pantalones. La voz, por el contrario, aún no la había recuperado. -Hijo, me dio un desmayo -prosiguió la Rufi-. Y tu amable tutor se estaba encargando de reanimarme. Obviamente era un método de reanimación capaz de resucitar a un muerto, o de matar a un vivo de corazón

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débil, pero yo tuve que admitir que la Rufi era todo un fichaje. -Un vahído, eso –acertó a balbucir don Servando-. ¡Es que tus travesuras no dan más que disgustos a tu madre! -Yo, yo... ¡Esto es increíble! ¡Una vergüenza! -empecé a vocear- Se lo diré al director, a mi padre... -No, hijo, no. No te dejes llevar por los nervios -me dijo la Rufi que, aprovechando su semidesnudez, no perdió ocasión de frotar sus ubres contra mi rostro juvenil. Y no diré que la experiencia fuera desagradable. -Espéreme aquí un momento -le dijo la Rufi a don Servando mientras aquel pobre hombre, por fin, había logrado malvestirse por completo. El profesor, mudo y fuera de sí, asintió como un imbécil y me dirigió sus ojos como platos, que estaban llenos de espanto. Yo le sostuve la mirada y, sin decirle nada, le hice saber, mezclando en la mía la diversión y la ira, que ahora era él quien estaba a mi completa merced. Fuera de la clase, la Rufi y yo hicimos verdaderos esfuerzos para no soltar la carcajada, y nos quedamos mirándonos durante unos segundos con los mofletes hinchados antes de hablar. -Ha sido lo más divertido que he hecho en mi vida -reconoció la Rufi a media voz-. Si llego a saberlo, hasta te había bajado el precio -eran palabras vanas, ni por un momento pensó en reducir los beneficios-. Mira que el pobre tipo hasta me ha dado pena. -Yo creo que se ha cagado encima. -Sí, y no se ha meado porque la tenía tiesa cuando entraste. -Ha sido genial. Y has estado genial -añadí, entregándole, a modo de generosa propina, un par de billetes más junto con el segundo plazo del pago convenido-. Y ahora termina como habíamos quedado. La Rufi, es decir, doña Purificación Duarte de Lipodias, entró de nuevo a clase, ya con las ropas ordenadas, donde la esperaba don Servando, también vestido por completo, con cara de susto, de alucinado y de cordero degollado. Se encontraba aún fuera de sí, sin capacidad de reacción y tratando de entender qué había ocurrido y cómo había llegado hasta ese punto. -He hablado con él -dijo la Rufi en tono más sereno de lo que el otro esperaba-. Creo que le he convencido de que nuestros juegos no eran tales, sino unas maniobras inocentes y necesarias. Pero me temo que lo nuestro no puede continuar ni debe salir de estas paredes. -No debe saberse -completó, en estado de shock y semicatatonia, el pobre don Servando. -Por favor, seamos discretos. No llame a mi marido, no vuelva a contactar conmigo. ¡Ni por la actitud desastrosa de mi hijo! -Es lógico. Es prudente -dijo y se repitió para sí mismo el profesor. Doña Rufi le dio un último beso marca chapa mientras lo apechugaba una vez más contra sus encantos y

el pobre hombre perdió el aliento y el poco juicio que hubiera recuperado. La Rufi salió de allí, yo la acompañé un trecho y luego nos despedimos. Una vez terminado nuestro negocio, no volvimos a entablar conversación, más allá de un breve saludo o una mirada de complicidad. Pasado el tiempo, tampoco tuve la curiosidad de comprobar en carne propia sus encantos. En cierto modo, como los criminales que actúan de común acuerdo y tratan de mantener su coartada, ambos procuramos reducir nuestro contacto al mínimo, aunque era inevitable no compartir una mirada o una sonrisa al vernos. Al llegar a casa, le dije a mi madre que nos habíamos quedado concluyendo un examen de matemáticas, y nadie me pidió más explicaciones. Desde el día siguiente, mi estancia en el liceo fue mucho más agradable. En particular, me bastaba con ensayar una breve mirada de odio a don Servando para que éste se deshiciera en cumplidos hacia mi notable mejoría. Me consta que, hablando con sus compañeros, siempre justificaba mis trastadas como niñerías y se esforzaba en quitar hierro a cualquier comportamiento inadecuado por mi parte a la vez que se convertía en mi más ferviente defensor. Creo que la Rufi debió de contagiarle algo, no sé si ladillas o gonorrea, porque durante días no hacía más que rascarse, incómodo y disimulando, en la entrepierna, pensando que nadie se daba cuenta. Y, sobre todo, le contagió el miedo hacia las mujeres, al menos dentro del instituto. También le suavizó el carácter y, en general, empezó a cuidarse mucho de que sus broncas a los alumnos fueran en exceso severas. ¡Es increíble lo que se logra con un poco de miedo! Por que no lo perdiera, no le ahorraba miradas recriminatorias. Llegué a sentir que el pobre hombre se encogía al cruzarse conmigo. Incluso fuera del liceo. Hasta años después, cuando ya no era su alumno y mis sonrisas eran sinceras, aunque malintencionadas. Durante todo ese año le hice unas cuantas llamadas más haciéndome pasar por mi padre, no fuera a olvidarse de nuestro secretillo y el miedo se le atenuase. Aquel curso, finalmente, volví a aprobar todas las asignaturas en junio. Pero, lo más sorprendente del boletín final, como de los de cada evaluación, fue que, entre unas notas por lo demás mediocres, destacaba poderosamente aquella hermosa matrícula en matemáticas, en la asignatura más coco de todas. Mi primera matrícula y la más merecida. -¡Ay, hijo, creo que en verdad te estás enmendando! -decía mi madre emocionada- Quizá debería visitar a tu tutor para darle las gracias por su esfuerzo contigo. No sentí miedo del comentario. Sabía que era hablar por hablar. En cierto modo, si hubiera estado en mi mano, la habría animado a pasarse por el centro y transmitir su agradecimiento, si es que el pobre hombre se atrevía a mantener una nueva entrevista con ella. De alguna forma, fue lo único que faltó para que la broma resultase perfecta, que don Servando fuera consciente de

la jugarreta. En fin, si aún está usted por eso mundos de Dios y lee estas notas: va por usted, se las dedico de todo corazón. Sergi Lipodias

FUENTE DE INSPIRACIÓN Hemos oído hablar demasiadas veces acerca de la inspiración. No es tan seguro que sepamos realmente a qué nos referimos con este término. También es probable que no todos hablen de la misma cosa al mencionarla. Se tiende a pensar que la inspiración es una especie de fogonazo, un chispazo esquivo que, muy de tarde en tarde, pasea cerca de la mente de aquél que trabajosamente la busca y que, si se descuida, la verá pasar por su lado sin ser capaz de atraparla, identificarla o aprovecharla. El esforzado artista, necesitado de ella, como cosa ajena y voluble, la persigue denodadamente, tratando de facilitar su llegada para emplearla en su provecho y forjar así una auténtica obra de arte, con su componente de milagro incluido. Pero, entonces, ¿es algo ajeno al artista? Si la inspiración fuera esa musa veleidosa que sugieren algunos, la labor del artista sería de mero recopilador o aprovechado oportunista. Cualquiera podría ser artista, incluso de renombre, puesto que la inspiración puede tocar con su mágico dedo a cualquier inútil o ignorante y convertirlo en el más talentoso de los mortales. Este modo de percibir la inspiración hace, sin duda, las delicias de la gente menos dotada para el arte. Porque entonces, si uno la busca con suficiente insistencia, la dichosa inspiración llegará tarde o temprano y nos entregará sus frutos dorados. Expresado de otro modo: cualquiera puede ser artista inspirado. Basta con tener paciencia suficiente y no perder la esperanza. Una segunda forma de ver el asunto supone imaginar la inspiración como una cuestión de esfuerzo. Si uno trabaja sin parar, sin desanimarse ni retroceder, tarde o temprano la inspiración llegará, no como fogonazo, sino como consecuencia inevitable del trabajo continuado. En este caso, evidentemente, la paciencia, y la capacidad de sacrificio también tendrán mucho que ver en el resultado. Y cualquiera lo bastante esforzado como para alcanzarla se hará acreedor de ella. Muchos dirán que “se merecerá la visita de la inspiración”. Yo creo, más bien, que lo que llamamos inspiración es una mezcla de factores, todos ellos relacionados con nuestra manera de procesar información, que no entendemos demasiado bien, y que nos hace percibir como mágico todo aquello que se nos escapa del razonamiento lineal. Creo que es una forma de inteligencia y, como tal, tiene que ver con nuestro modo de pensar estableciendo relaciones de afinidad, induciendo y deduciendo hasta desarrollar lo que nos parecen ideas novedosas, que serán o no inspiradoras para nosotros en función de nuestra sensibilidad e intereses. En este sentido, cabe suponer que la inspiración no sea tan gratuita como algunos suponen. Es

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de creer que algo tendrá que ver el esfuerzo con ella. Al que mucho piensa y muchas vueltas le da a uno u otro tema será más probable que le llegue o surja alguna idea diferente. Ahora bien, habrá quien se esfuerce sobremanera y no pase de desarrollar ideas peregrinas o carentes de interés. Es de suponer que cierta clase de inteligencia favorezca el desarrollo de ideas y, en ese sentido, algo de fogonazo milagroso debe de tener la inspiración. Si la suma de dos factores siempre diera lugar al mismo tercero, todos desarrollaríamos las mismas ideas, y no suele ser así. A esa capacidad de pensar lo que otros no han pensado o de dar pasos insospechados la solemos asociar con la posesión de talento o la genialidad, lo que también identificamos con la inspiración del artista. Ahora que el concepto de genial también es bastante vago, pues cada vez se emplea con más alegría ese calificativo a la menor ocasión. Y tampoco nos extraña conocer a algún perfecto imbécil que posee una cualidad especial, una sensibilidad particular o una habilidad única para determinada forma de arte. Todos conocemos personas que parecen genios en lo suyo y completos idiotas fuera de su ámbito de actuación. Que es, precisamente, como cabría esperar que funcionase nuestra inteligencia si es algo tan complejo y variado como nos atrevemos a suponer. Lo malo es que, en ocasiones, uno recibe la clara impresión de que lo que se llama inspiración es un engañabobos y, simplemente, brilla por su ausencia. Siempre hay algún artista, artistilla o pseudoartista que se hace el interesante diciendo que sufre un bloqueo o que aguarda la inspiración. Quizá infravaloramos la obra de uno por ser demasiado prolífico y hacer obras como churros, y ensalzamos a un payaso cualquiera que aplica una pincelada de talento al año, con cuentagotas, como muestra de su excelso y divino arte. Ocurre, cómo no, que si la inspiración se relaciona, de algún modo, con la inteligencia, también lo hace con la estupidez. Y los mediocres siempre aspiramos a elevarnos sobre nuestra mediocridad e, igual que deseamos que alguien reconozca nuestro talento, estamos más que dispuestos a reconocérselo a otros mediocres a los que impregnamos con ese mágico ingrediente del talento o la puntual inspiración. Así las cosas, no es de extrañar que existan mucho menos talento, genialidad o mera inspiración de lo que habitualmente tendemos a manifestar. Que la flauta muchas veces no suena y a veces lo hace solo por casualidad. Y que es más fácil criticar al talentoso que envidiamos en vez de reconocer nuestra inferioridad o criticar al pobre tipo esforzado con el que nos sentimos identificados y que no reconocería el talento ni aunque se lo pintasen en el centro de una diana. Y, con todo, ¡qué hermosa sensación la de sentir que en tu mente se dibuja una idea nueva que te parece inspiradora! Será una sensación falsa, un autoengaño, quizá se transforme en un engañabobos que dirigimos a los demás. Pero es, a la vez, una sensación impagable, tan hermosa que nos compensará por todo el tiempo y los esfuerzos que le dediquemos y, probablemente, sigamos sin

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renunciar a ella y a la sensación de magia con la que se presenta, pese a todos los sinsabores a los que luego pueda dar lugar. Juan Luis Monedero Rodrigo

EMBAUCARTE Cuando A acudió a B, confiando en su criterio que, como experto, consideraba de confianza, B le indicó que debería hacer X. A, que no sabía muy bien el porqué de aquello, siguió el consejo, interpretándolo como la mejor opción, sugerida por un profesional del ramo. B pone en manos de A las herramientas necesarias para alcanzar el fin previsto y A le entrega, sin rechistar, el alto precio exigido por el desigual intercambio. Sin embargo, esperando que ocurriese Y, X falló, siendo Z el resultado y quedando A en una muy mala situación. Poco consuelo proporcionaba saber que su mal había aquejado a muchas otras personas, aconsejadas de modo semejante. Pero, cuando A pidió cuentas a B, el profesional, lejos de admitir culpa o responsabilidad por haber sucedido Z, recriminó gravemente a A, responsabilizándole tanto de sus actos como de las consecuencias obtenidas. No solo eso, sino que le indicó que ahora, por su mala cabeza, iba a tener que arrostrar terribles sacrificios, incluidos los monetarios. Lo anterior nos parecería ridículo si sustituyéramos A por el nombre de cualquier ciudadano de a pie y B fuera un médico, un electricista, un dentista, nuestro peluquero o cualquier profesional mínimamente sensato. Si X fuera un tratamiento, Y la mejoría y Z el empeoramiento, opinaríamos que el responsable del fracaso sería, en todo caso, nuestro doctor B o, todo lo más, pensaríamos que si el diagnóstico fue acertado y la evolución de la enfermedad no fue la prevista, el mal resultado no sería culpa nuestra ni se nos podría achacar esa mala cabeza. Igual sucedería con las pertinentes acciones de cualquiera de las profesiones señaladas. Por el contrario, nos causa pasmo comprobar que si B fuera un político o un banquero, X la inversión o los ahorros, Y el beneficio y Z la quiebra, parece claro para todos los “expertos” que la responsabilidad absoluta es del ciudadano que, acaso y según ellos, “ha vivido por encima de sus posibilidades” y ahora, por su mala cabeza, debe pagar un alto precio, y hacerlo resignado para evitar toda suerte de males peores e innombrables. No me digan que no es estupendo y surrealista este cuento fantástico que convierte a la víctima en responsable y pagador. En verdad hay gente capaz de llevar al extremo el arte de embaucar. El temible burlón (digamos que un X cualquiera)

ARTE PROLETARIO ¡Tranquilos todos! No voy a hablar aquí de bodrios televisivos infumables con princesas de barrio, bailaores infantiles, cantantes trogloditas o triunfitos exitosos con toneladas de talento. Tampoco de tertulianos casposos de extrarradio ni de los no menos infumables de alta sociedad. Quiero hablar de una de las lacras del comunismo. Una que no ha sido particularmente demonizada. Una que, por desgracia, no ha muerto con la caída del dichoso muro. Una lacra que existió antes que él, sobrevivirá, sin duda, a toda forma de gobierno y será universalmente respetada en casi todas partes, incluso por gente de fuste. Una de las máximas del comunismo, con respecto al arte, era su utilitarismo. El arte vacío y sin contenido moralizante o social era opio para el pueblo, como la religión. El arte que buscaba la simple belleza, el que imaginaba otros mundos o la simple evasión de problemas mundanos, era arte insustancial y pernicioso. Y los artistas que a él se dedicaban, tipos superficiales, en el mejor de los casos, o meros agentes del capitalismo, en la mayoría de ellos. Si uno se pone a indagar, se dará cuenta de que, no hace mucho tiempo, algunos de los grandes hombres de la literatura, la pintura o el cine eran tachados de malos artistas, por los filocomunistas, simplemente por no comulgar con su visión del arte. Como si el realismo y todas sus facetas fueran la única forma permitida de arte. Algo semejante a aquellos tiempos medievales o inquisitoriales en los que el arte era sacro o no existía. Y no digo que no pueda y deba haber arte realista y pegado a la realidad, pero, en general, soy de la opinión de que el arte y el artista deben ser libres. De otro modo, las cortapisas acaban ahogando cualquier creatividad. Y, en todo caso y bien mirado, los bodrios pueden existir entre el arte de cualquier especie. Si no es así, ¿qué me dicen de todas esas obras del arte proletario, comprometido y concienciado que se escribieron durante el siglo XX a favor de dictaduras que se atrevían a llamarse, en un verdadero alarde de imaginación, comunistas? ¿Qué de tantas glosas del capitalismo o el liberalismo todavía en nuestros días? ¿O las de buena parte del arte religioso, incluido el pueril nacionalcatolicismo de tan reciente e ingrata memoria? No, no parece que el tiempo sea misericorde, precisamente, con estos “ismos”, con todas estas corrientes artísticas que piensan que la belleza o la imaginación pueden estar cómodas y ser productivas colocadas dentro de un opresivo corsé. Juan Luis Monedero Rodrigo

CARTAS AL DIRECTOR (en busca de inspiración por algún páramo remoto) SALVEMOS LA IGLESIA Sé que en este panfleto sectario se tienden a tratar los temas de menor interés en las ocasiones menos

apropiadas. O temas políticos y sociales desde un punto de vista sesgado y pretendidamente progresista, con todas las connotaciones negativas que quieran asignarse a este término. Admito, en este contexto, que el del arte, según y cómo, no es de los temas de menor interés y trascendencia que los editores habrían podido escoger. Y, sin embargo, pese a mi primera intención de elevar desde aquí un panegírico a nuestro magnífico arte sacro, uno de los grandes orgullos de nuestra patria, me he visto en la obligación de cambiar mis planes para, saliéndome del asunto artístico, tratar una cuestión de mayor importancia e inaplazable ejecución. Quiero usar estas impías páginas para denunciar los intentos de descreídos y laicistas militantes de privar a nuestra Santa Madre Iglesia de la financiación estatal a que tiene sagrado derecho. Estos pecadores engreídos y prepotentes, no contentos con lograr que en la declaración de la renta se pueda dedicar dinero a las mal llamadas ONGs, o proponer su uso para asuntos tan peregrinos como la financiación de las siempre sospechosas investigaciones científicas, se atreven a pedir la revisión del concordato entre nuestro país y la Santa Sede. No es asunto baladí, ni una propuesta reciente. Hace años que comunistas, masones y pecadores todos, malmeten a los diferentes gobiernos para que el estado español deje de colaborar religiosamente a las arcas de la Iglesia. Si ya fue bastante malo que nuestro estado pasara de nacionalcatolicista a aconfesional ahora, con la excusa de la crisis económica, suenan, más virulentas que nunca, las voces que claman pidiendo la suspensión del concordato firmado por el estado español con la Santa Sede en la Ciudad del Vaticano el 3 de enero de 1979, particularmente en lo concerniente a la financiación de la Iglesia y sus exenciones fiscales. Todos, sobre todo los cristianos de este país, sabemos lo dolorosa que puede ser una situación de crisis, difícilmente solucionable sin sacrificios y pese a las obras de caridad de religiosos y laicos de buena familia. Pero las peticiones de los ateos son, además de injustas, oportunistas y malintencionadas. Ello me obliga a intervenir a favor de Nuestra Santa Madre Iglesia, para solicitar de los poderes públicos el mantenimiento de dichos acuerdos y, lejos de su derogación, una ampliación de sus beneficios. No por favorecer a la Iglesia en lo material sino, más bien, para ayudar, precisamente, a los que se proclaman sus más acérrimos enemigos. Opino, y en tal parecer me siguen algunas de las damas más notables de mi congregación, que debe mantenerse el sostenimiento estatal para que todos los españoles, creyentes o no, puedan aspirar a los beneficios salvíficos de la financiación vaticana, sea éste su deseo o no. Es más, tengo la certeza de que debería obligarse de nuevo a todos los contribuyentes a financiar a la Iglesia con sus impuestos de la renta, aun contra su materialista voluntad, si es preciso. Pues, con ello, se lograrán dos beneficios de valor incalculable. De una parte, el dinero

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recibido por el clero redundará en bien para toda la comunidad, en riqueza para las parroquias y mantenimiento de las propiedades eclesiales, así como en limosnas y caridades para los pobres y las misiones de ultramar. Por otra, y más importante a mi juicio, se otorgará a los ateos pecadores una mínima oportunidad de salvación, ahora que nuestro Santo Padre niega la existencia del enmendador Purgatorio, aunque sea por vía indirecta, al haber colaborado al mantenimiento de los representantes de Nuestro Señor en la Tierra. Aun contra su voluntad, las buenas obras podrían alejarlos del pecado al que tan fervientemente aspiran y otorgarles una remota opción de salvación, si se convierten, arrepienten y siguen penitencia antes de morir. Bien merece que el gobierno admita esta pequeña mengua material en los impuestos a cambio de la nada desdeñable posibilidad de salvación de las almas, siempre infinitamente más valiosas que todo el oro del mundo. Incluso del que forma parte del patrimonio de nuestras iglesias, basílicas y catedrales. Si una sola alma pecadora fuera salvada por este sencillo mecanismo, toda la cristiandad se sentiría justamente henchida de gozo celestial. Pobres pecadores que sois en el mundo, arrimad el hombro –y la cartera- al sostenimiento de la Iglesia y tal vez, solo tal vez, alcancéis la inmerecida oportunidad de salvar vuestras ennegrecidas almas de los eternos dolores de la condenación. Nicolasa de la Olla y Redondo de Ternera (viuda de De Lego y voz de la Asociación de Beatas)

EPÍLOGO Hemos llegado al final, que no a buen puerto, en este asunto del arte, su esencia y sus ámbitos de aplicación. Por terminar con unos versos carentes de talento, inspiración o buen gusto, pero claramente definitorios de nuestras capacidades, diremos que hemos caminado por el lado del arte sin haber llegado a ninguna parte. Y tememos que, aun con más luces y habilidad de nuestra cuenta tampoco habríamos alcanzado un resultado satisfactorio. El arte va a seguir siendo tan esquivo como siempre ha sido con o sin nuestra colaboración, antes y después de nuestros insignificantes análisis. En este mundo confuso del arte seguirán habiendo magia, inspiración, talento, esfuerzo, belleza, amor, genialidad junto a estulticia, pomposidad, demagogia, tosquedad, engreimiento, fatuidad, envidia, avaricia, soberbia, vacuidad y todo tipo de defectos de la mano y hasta mezclados con las más elevadas virtudes y los más exquisitos pensamientos propios de la mente humana o, como propondría nuestro amigo Jonás Fresasconnata, de alguna mente alienígena. Para gustos los colores. Y, con tal de que no se impongan esos gustos, se justifiquen absurdamente desde posiciones de poder, cultural, social o económico, nos

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daremos por satisfechos con que el arte, por extraño, efímero, superficial o chabacano que pueda llegar a ser, siga floreciendo con razonable espontaneidad y libertad allá donde quiera manifestarse y encuentre almas con la sensibilidad suficiente como para valorarlo y disfrutarlo como cosa deseable y, si no imprescindible para sus espíritus, sí necesario para enriquecerlos.

EL PUNTO Y FINAL ¡Esta vez ha costado lo suyo! Pero lo hemos conseguido. Concluye aquí un número más. Dolorosa y trabajosamente concluido. Fruto de lo que parece una larga travesía por el desierto. No por falta de inspiración. Ésa siempre resulta dudosa entre nosotros. Sino de tiempo para llevarla a cabo. Así como por falta de colaboraciones. Al menos, confiamos en que los oídos que aún se nos ofrecen y, en gozosas ocasiones, dicen añorarnos, agradezcan la aparición de esta revista que completa la treintena, número nada desdeñable a nuestro juicio y del que nos sentimos particularmente orgullosos. Lamentamos que el espacio temporal entre unos volúmenes y otros sea tan variable. Aunque nos conformamos con que, pese al anuncio incluido en el propio epígrafe de la revista desde que empezó a editarse, todavía no haya dejado de aparecer. Agradecemos a Gerardo su escatológica, y acertada, portada y al fidelísimo El temible burlón, sus concienciadas palabras. Y confiamos en que más de entre vosotros os animéis a participar de esta aventura para que el siguiente número no se haga de rogar tanto como éste y aparezca enriquecido en ideas y sensibilidades. También vaya por delante nuestro más sincero agradecimiento a ese otro tipo de colaboradores sin el que la travesía del desierto nunca concluiría y estas palabras y pensamientos carecerían de sentido. Todos, colaboradores activos y lectores –también activos a vuestra manera- podéis hacernos llegar vuestras ideas, vuestras opiniones, vuestras críticas y vuestras sugerencias. Unos y otros, nos podéis enviar vuestras colaboraciones a: e-mail: [email protected] También podéis bajaros las revistas que no tengáis de nuestra página web: www.eldespertardelosmuertos.es O de nuestra página en Bubok: http://eldespertar.bubok.es Ojalá que el viaje a lomos de nuestras palabras haya sido satisfactorio. Contamos con vosotros para la próxima ocasión.

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